Si la nuera no parecía desanimada, la vieja aún menos.
Y eso que había estado a punto de no contarlo, pero no estaba tan indignada como aparentaba. Camelo. Aquel asesinato fallido la había estimulado más bien, la había sacado de aquella como tumba sombría en que se había recluido desde hacía tantos años, en el fondo del jardín enmohecido. A su edad, una vitalidad tenaz volvía a embargarla. Gozaba de modo indecente con su victoria y también con el placer de disponer de un medio de fastidiar, para siempre, a la agarrada de su nuera. Ahora la tenía en sus manos. No quería que se ocultara ni un solo detalle de aquel atentado fallido y de cómo había sucedido.
«Y, además —proseguía, dirigiéndose a mí, en el mismo tono exaltado—, fue en casa de usted, verdad, donde lo conocí, al asesino, en su casa de usted, señor doctor… ¡Y eso que desconfiaba de él!… ¡Vaya si desconfiaba!… ¿Sabes lo que me propuso primero? ¡Liquidarte a ti, chica! ¡A ti, bicho! ¡Y barato también! ¡Te lo aseguro! ¡Es que propone lo mismo a todo el mundo! ¡Ya se sabe!… Conque ya ves, desgraciada, ¡si sé yo bien a lo que se dedicaba tu compinche! ¡Si estoy informada, eh! ¡Robinson se llama!… ¿A ver si no? ¡Anda, di que no se llama así! En cuanto lo vi rondando por aquí con vosotros, sospeché en seguida… ¡Y bien que hice! ¿Dónde estaría ahora, si no hubiera desconfiado?»
Y la vieja me contó una y otra vez cómo había sucedido todo. El conejo se había movido, mientras él ataba el petardo junto a la puerta de la jaula. Entretanto, ella, la vieja, lo observaba desde su refugio, «¡en primera fila!», como ella decía. Y el petardo con todas las postas le había explotado en plena cara, mientras preparaba su truco, en sus propios ojos. «No se está tranquilo, al hacer un asesinato. ¡Como es lógico!», concluyó.
En fin, que había sido el colmo de la torpeza y del fracaso.
«¡Así los han vuelto, a los hombres de ahora! ¡Exacto! ¡A eso los acostumbran! —insistía la vieja—. ¡Ahora tienen que matar para comer! Ya no les basta con robar su pan sólo… ¡Y matar a abuelas, además!… Eso nunca se había visto… ¡Nunca!… ¡Es el fin del mundo! ¡Ya sólo piensan en hacer daño! Pero, ¡ahora estáis todos hasta el cuello en ese maleficio!… ¡Y ése está ciego ahora! ¡Y vais a tener que cargar con él para siempre!… ¿Eh?… ¡Y no vais a acabar de aprender bribonadas!…»
La nuera no rechistaba, pero ya debía de haber preparado su plan para salir del paso. Era una canalla reconcentrada. Mientras nosotros nos entregábamos a las reflexiones, la vieja se puso a buscar a su hijo por las habitaciones.
«Y, además, es cierto, ¡tengo un hijo, doctor! ¿Dónde se habrá ido a meter? ¿Qué más estará tramando?»
Oscilaba por el pasillo, presa de unas carcajadas que no acababan nunca.
Que un viejo se ría, y tan fuerte, es algo que apenas ocurre salvo en los manicomios. Es como para preguntarse, al oírlo, adónde vamos a ir a parar. Pero estaba empeñada en encontrar a su hijo. Se había escapado a la calle. «¡Muy bien! ¡Que se esconda y que viva mucho aún! ¡Le está bien empleado verse obligado a vivir con ese otro que está ahí arriba! ¡A vivir los dos juntos, con ése, que no va a ver más! ¡A alimentarlo! ¡Es que le ha explotado en plena jeta, su petardo! ¡Lo he visto yo! ¡Lo he visto todo! Así, ¡bum! ¡Es que lo he visto todo! Y no era un conejo, ¡se lo aseguro! ¡Huy, la Virgen! Pero, ¿dónde está mi hijo, doctor? ¿Dónde está? ¿No lo ha visto usted? Es un canalla de mucho cuidado, también ése, que siempre ha sido un hipócrita peor aún que el otro, pero ahora todo el horror ha acabado saliendo de su cochina persona, ¡menudo! ¡Ah! Tarda mucho en salir, ¡qué leche!, de una persona tan horrible. Pero, cuando sale, ¡es que ya es putrefacción de verdad! ¡No hay que darle vueltas, doctor! ¡No se lo pierda!» Y seguía divirtiéndose. También quería asombrarme con su superioridad ante los acontecimientos y confundirnos a todos de una vez, humillarnos, en una palabra.
Se había hecho con un papel favorable, que le proporcionaba emoción. Una felicidad inagotable. Mientras eres capaz aún de desempeñar un papel, tienes asegurada la felicidad. Las jeremiadas, para vejestorios, lo que le habían ofrecido desde hacía veinte años, la tenían harta, a la vieja Henrouille. Ese papel, que le habían brindado en bandeja, virulento, inesperado, ya no lo soltaba. Ser viejo es no encontrar ya un papel vehemente que desempeñar, es caer en un eterno e insípido «día sin función», donde ya sólo se espera la muerte. El gusto por la vida recuperaba, la vieja, de pronto, con un papel vehemente de revancha. De pronto, ya no quería morir, nunca. Con ese deseo de supervivencia, con esa afirmación, estaba radiante. Recuperar el fuego, un fuego de verdad en el drama.
Se caldeaba, ya no quería abandonarlo, el fuego nuevo, abandonarnos. Durante mucho tiempo, había dejado casi de creer en él. Había llegado a un punto en que ya no sabía qué hacer para no abandonarse a la muerte en el fondo de su absurdo jardín y, de repente, se veía envuelta, mira por dónde, en una tremenda tormenta de actualidad dura, bien a lo vivo.
«¡Mi muerte! —gritaba ahora la vieja Henrouille—. ¡Quiero verla, mi muerte! ¿Me oyes? ¡Tengo ojos, yo, para verla! ¿Me oyes? ¡Aún tengo ojos, yo! ¡Quiero verla bien!»
Ya no quería morir, nunca. Estaba claro. Ya no creía en su muerte.
Ya se sabe que esas cosas son siempre difíciles de arreglar y que arreglarlas cuesta siempre muy caro. Para empezar, no sabían siquiera dónde meter a Robinson. ¿En el hospital? Eso podía provocar mil habladurías, evidentemente, chismes… ¿Enviarlo a su casa? No había ni que pensar en eso tampoco, por el estado en que tenía la cara. Conque, con gusto o no, los Henrouille se vieron obligados a guardarlo en su casa.
A él, en la cama de la habitación de arriba, no le llegaba la camisa al cuerpo. Auténtico terror sentía de que lo pusieran en la puerta y lo denunciasen. Era comprensible. Era una de esas historias que no se podían, la verdad, contar a nadie. Mantenían las persianas de su cuarto bien cerradas, pero la gente, los vecinos, empezaron a pasar por la calle más a menudo que de costumbre, sólo para mirar los postigos y preguntar por el herido. Les daban noticias, les contaban trolas. Pero, ¿cómo impedir que se extrañaran? ¿Que chismorreasen? Conque exageraban la historia. ¿Cómo evitar las suposiciones? Por fortuna, aún no se había presentado ninguna denuncia concreta ante los tribunales. Ya era algo. En cuanto a su cara, yo hice lo que pude. No apareció ninguna infección y eso que la herida fue de lo más anfractuosa y sucia. En cuanto a los ojos, hasta en la córnea, yo preveía la existencia de cicatrices, a través de las cuales la luz no pasaría sino con mucha dificultad, si es que llegaba a pasar otra vez, la luz.
Ya buscaríamos un medio de arreglarle, mal que bien, la visión, si es que le quedaba algo que se pudiera arreglar. De momento, había que remediar la urgencia y sobre todo evitar que la vieja llegara a comprometernos a todos con sus chungos chillidos ante los vecinos y los curiosos. Ya podía pasar por loca, que eso no siempre explica todo.
Si la policía se ponía a examinar nuestras aventuras, sabe Dios adónde nos arrastraría, la policía. Impedir ahora a la vieja que se comportara escandalosamente en su patinillo constituía una empresa delicada. Teníamos que intentar calmarla, por turno. No podíamos tratarla con violencia, pero la suavidad tampoco daba resultado siempre. Ahora la embargaba un sentimiento de venganza, nos hacía chantaje, sencillamente.
Yo iba a ver a Robinson, dos veces al día por lo menos. Gemía bajo las vendas, en cuanto me oía subir la escalera. Sufría, desde luego, pero no tanto como intentaba aparentar. Ya iba a tener motivos para afligirse, preveía yo, y mucho más aún cuando se diera cuenta exacta de cómo le habían quedado los ojos… Yo me mostraba bastante evasivo en relación con el porvenir. Los párpados le ardían mucho. Se imaginaba que era por esa comezón por lo que no veía.
Los Henrouille se habían puesto a cuidarlo muy escrupulosamente, según mis indicaciones. Por ese lado no había problema.
Ya no se hablaba del intento. Tampoco se hablaba del futuro. Cuando yo me despedía de ellos por la noche, nos mirábamos todos por turno y con tal insistencia todas las veces, que siempre me parecía inminente la posibilidad de que se suprimieran de una vez por todas unos a otros. Ese fin, pensándolo bien, me parecía lógico y oportuno. Las noches de aquella casa me resultaban difíciles de imaginar. Sin embargo, volvía a encontrármelos por la mañana y continuábamos juntos con las personas y las cosas donde nos habíamos quedado la noche anterior. La Sra. Henrouille me ayudaba a renovar el apósito con permanganato y entreabríamos un poco las persianas, para probar. Todas las veces en vano. Robinson no advertía siquiera que acabábamos de entreabrirlas…
Así gira el mundo a través de la noche amenazadora y silenciosa.
Y el hijo me recibía todas las mañanas con una observación campesina: «Fíjese, doctor… ¡Ya son las últimas heladas!», comentaba lanzando los ojos al cielo bajo el pequeño peristilo. Como si eso tuviera importancia, el tiempo que hacía. Su mujer iba a intentar una vez más parlamentar con la suegra a través de la puerta atrancada y lo único que conseguía era aumentar su furia.
Mientras estuvo vendado, Robinson me contó cómo se había iniciado en la vida. En el comercio. Sus padres lo habían colocado, ya a los once años, en una zapatería de lujo para hacer recados. Un día que fue a entregar, una clienta lo invitó a gustar un placer que hasta entonces sólo había imaginado. No había vuelto nunca a casa del patrón, de tan abominable que le había parecido su propia conducta. En efecto, follarse a una clienta en la época de que hablaba era aún un acto imperdonable. Sobre todo la camisa de aquella clienta, de muselina pura, le había causado una impresión extraordinaria. Treinta años después, la recordaba exactamente, aquella camisa. Con la dama de los frufrús en su piso atestado de cojines y de cortinas con flecos, su carne rosa y perfumada, el pequeño Robinson se había llevado elementos para posteriores comparaciones desesperadas e interminables.
Sin embargo, muchas cosas habían sucedido después. Había visto continentes, guerras enteras, pero nunca se había recuperado del todo de aquella revelación. Pero le divertía volver a pensar en ello, volver a contarme esa especie de minuto de juventud que había tenido con la clienta. «Tener los ojos cerrados así hace pensar —comentaba—. Es como un desfile… Parece que tuvieras un cine en la chola…» Yo no me atrevía aún a decirle que iba a tener tiempo de cansarse de su cinillo. Como todos los pensamientos conducen a la muerte, llegaría un momento en que sólo la vería a ésa, en su cine.
Justo al lado del hotelito de los Henrouille funcionaba ahora una pequeña fábrica con un gran motor dentro. Hacía temblar el hotelito de la mañana a la noche. Y otras fábricas, un poco más allá, que martilleaban sin cesar, cosas y más cosas, hasta de noche. «Cuando caiga la choza, ¡ya no estaremos! —bromeaba Henrouille al respecto, un poco inquieto, de todos modos—. ¡Por fuerza acabará cayendo!» Era cierto que el techo se desgranaba ya sobre el suelo en cascotes pequeños. Por mucho que un arquitecto los hubiera tranquilizado, en cuanto te parabas a escuchar las cosas del mundo te sentías en su casa como en un barco, un barco que fuera de un temor a otro. Pasajeros encerrados y que pasaban mucho tiempo haciendo proyectos aún más tristes que la vida y economías también y, recelosos, además, de la luz y también de la noche.
Henrouille subía al cuarto después de comer para leerle un poco a Robinson, como yo le había pedido. Pasaban los días. La historia de aquella maravillosa clienta que había poseído en la época de su aprendizaje se la contó también a Henrouille. Y acabó siendo un motivo de risa general, la historia, para todo el mundo en la casa. Así acaban nuestros secretos, en cuanto los aireamos en público. Lo único terrible en nosotros y en la tierra y en el cielo acaso es lo que aún no se ha dicho. No estaremos tranquilos hasta que no hayamos dicho todo, de una vez por todas, entonces quedaremos en silencio por fin y ya no tendremos miedo a callar. Listo.
Durante las semanas que aún duró la supuración de los párpados, pude entretenerlo con cuentos sobre sus ojos y el porvenir. Unas veces decíamos que la ventana estaba cerrada, cuando, en realidad, estaba abierta de par en par; otras veces, que estaba muy obscuro fuera.
Sin embargo, un día, estando yo vuelto de espaldas, fue hasta la ventana él mismo para darse cuenta y, antes de que yo pudiera impedírselo, se había quitado las vendas de los ojos. Vaciló un momento. Tocaba, a derecha e izquierda, los montantes de la ventana, se negaba a creer, al principio, y, después, no le quedó más remedio que creer, de todos modos. Qué remedio.
«¡Bardamu! —me gritó entonces—. ¡Bardamu! ¡Está abierta, la ventana! ¡Te digo que está abierta!» Yo no sabía qué responderle, me quedé como un imbécil allí delante. Tenía los dos brazos extendidos por la ventana, al aire fresco. No veía nada, evidentemente, pero sentía el aire. Los alargaba entonces, sus brazos, así, en su obscuridad, todo lo que podía, como para tocar el final. No lo quería creer. Obscuridad para él solito. Volví a conducirlo hasta la cama y le di nuevos consuelos, pero ya no me creía. Lloraba. Había llegado al final él también. Ya no se le podía decir nada. Llega un momento en que estás completamente solo, cuando has alcanzado el fin de todo lo que te puede suceder. Es el fin del mundo. La propia pena, la tuya, ya no te responde nada y tienes que volver atrás entonces, entre los hombres, sean cuales fueren. No eres exigente en esos momentos, pues hasta para llorar hay que volver adonde todo vuelve a empezar, hay que volver a reunirse con ellos.
«Entonces, ¿qué van a hacer ustedes con él, cuando mejore?», pregunté a la nuera durante el almuerzo que siguió a aquella escena. Precisamente me habían pedido que me quedara a comer con ellos, en la cocina. En el fondo, no sabían demasiado bien, ninguno de los dos, cómo salir de aquella situación. El desembolso de una pensión los espantaba, sobre todo a ella, mejor informada aún que él sobre los precios de los subsidios para impedidos. Incluso había hecho ya algunas gestiones ante la Asistencia Pública. Gestiones de las que procuraban no hablarme.
Una noche, después de mi segunda visita, Robinson intentó retenerme junto a él por todos los medios, para que me fuera un poco más tarde aún. No acababa de contar todo lo que se le ocurría, recuerdos de las cosas y los viajes que habíamos hecho juntos, incluso de lo que aún no habíamos intentado recordar. Se acordaba de cosas que aún no habíamos tenido tiempo de evocar. En su retiro, el mundo que habíamos recorrido parecía afluir con todas las quejas, las amabilidades, los trajes viejos, los amigos de los que nos habíamos separado, una auténtica leonera de emociones trasnochadas que inauguraba en su cabeza sin ojos.