Así, había yo calculado: ¡Voy a ver, a título experimental, todo el escándalo que puede llegar a hacerse de una sola vez! Sólo, que no se acaba nunca con el escándalo y la emoción, no se sabe nunca hasta dónde habrá que llegar con la franqueza… Lo que los hombres te ocultan aún… Lo que te mostrarán aún… Si vives lo suficiente… Si profundizas bastante en sus mandangas… Había que empezar otra vez desde el principio.
Tenía prisa por ir a ocultarme, yo también, de momento. Me metí, para volver a casa, por el callejón Gibet y después por la Rue des Valentines. Es un buen trecho de camino. Tienes tiempo de cambiar de opinión. Iba hacia las luces. En la Place Transitoire me encontré a Péridon, el farolero. Cambiamos unas palabras anodinas. «¿Va usted al cine, doctor?», me preguntó. Me dio una idea. Me pareció buena.
En autobús se llega antes que en metro. Tras aquel intermedio vergonzoso, con gusto me habría marchado de Rancy de una vez y para siempre, si hubiera podido.
A medida que te quedas en un sitio, las cosas y las personas se van destapando, pudriéndose, y se ponen a apestar a propósito para ti.
De todos modos, hice bien en volver a Rancy, el día siguiente mismo, por Bébert, que cayó enfermo justo entonces. El colega Frolichon acababa de marcharse de vacaciones, la tía dudó y, al final, me pidió, de todos modos, que me ocupara de su sobrino, seguramente porque yo era el menos caro de los médicos que conocía.
Ocurrió después de Semana Santa. Empezaba a hacer bueno. Pasaban sobre Rancy los primeros vientos del sur, los mismos que dejan caer todos los hollines de las fábricas sobre las ventanas.
Duró semanas, la enfermedad de Bébert. Yo iba dos veces al día, a verlo. La gente del barrio me esperaba delante de la portería, como si tal cosa, y en los portales los vecinos también. Era como una distracción para ellos. Acudían de lejos para enterarse de si iba peor o mejor. El sol que pasa a través de demasiadas cosas no deja nunca en la calle sino una luz de otoño con pesares y nubes.
Consejos recibí muchos a propósito de Bébert. Todo el barrio, en realidad, se interesaba por su caso. Hablaban a favor y después en contra de mi inteligencia. Cuando entraba yo en la portería, se hacía un silencio crítico y bastante hostil, de una estupidez abrumadora sobre todo. Estaba siempre llena de comadres amigas, la portería, las íntimas, conque apestaba a enaguas y a orina. Cada cual defendía su médico preferido, siempre más sutil, más sabio. Yo sólo presentaba una ventaja, en suma, pero justo la que difícilmente te perdonan, la de ser casi gratuito; perjudica al enfermo y a su familia, por pobre que ésta sea, un médico gratuito.
Bébert no deliraba aún, simplemente ya no tenía las menores ganas de moverse. Empezó a perder peso todos los días. Un poco de carne amarillenta y fláccida le cubría el cuerpo, temblando de arriba abajo, cada vez que latía su corazón. Parecía que estuviera por todo el cuerpo, su corazón, bajo la piel, de tan delgado que se había quedado, Bébert, en más de un mes de enfermedad. Me dirigía sonrisas de niño bueno, cuando iba a verlo. Superó así, muy amable, los 39° y después los 40° y se quedó ahí durante días y después semanas, pensativo.
La tía de Bébert había acabado callándose y dejándonos tranquilos. Había dicho todo lo que sabía, conque se iba a lloriquear, desconcertada, a los rincones de su portería, uno tras otro. La pena se le había presentado, por fin, al acabársele las palabras, ya no parecía saber qué hacer con la pena, intentaba quitársela sonándose los mocos, pero le volvía, su pena, a la garganta y con ella las lágrimas y volvía a empezar. Se ponía perdida y así llegaba a estar un poco más sucia aún que de costumbre y se asombraba: «¡Dios mío! ¡Dios mío!», decía. Y se acabó. Había llegado al límite de sí misma, a fuerza de llorar, y los brazos se le volvían a caer y se quedaba muy alelada, delante de mí.
Volvía, de todos modos, hacia atrás en su pena y después volvía a decidirse y se ponía a sollozar otra vez. Así, semanas duraron aquellas idas y venidas en su pena. Había que prever un desenlace fatal para aquella enfermedad. Una especie de tifoidea maligna era, contra la cual acababa estrellándose todo lo que yo probaba, los baños, el suero… el régimen seco… las vacunas… Nada daba resultado. De nada servía que me afanara, todo era en vano. Bébert se moría, irresistiblemente arrastrado, sonriente.
Se mantenía en lo alto de su fiebre como en equilibrio y yo abajo no daba pie con bola. Por supuesto, casi todo el mundo, e imperiosamente, aconsejó a la tía que me despidiera sin rodeos y recurriese rápido a otro médico, más experto, más serio.
El incidente de la hija de las «responsabilidades» se había sabido en todas partes y se había comentado de lo lindo. Se relamían con él en el barrio.
Pero, como los demás médicos avisados sobre la naturaleza del caso de Bébert se escabulleron, al final seguí yo. Puesto que a mí me había tocado, el caso de Bébert, debía continuar yo, pensaban, con toda lógica, los colegas.
Ya no me quedaba otro recurso que ir hasta la tasca a telefonear de vez en cuando a otros facultativos, aquí y allá, que conocía más o menos bien, lejos, en París, en los hospitales, para preguntarles lo que harían ellos, los listos y considerados, ante una tifoidea como la que me traía de cabeza. Me daban buenos consejos, todos, en respuesta, buenos consejos inoperantes, pero, aun así, me daba gusto oírlos esforzarse de ese modo, y gratis por fin, por el pequeño desconocido al que yo protegía. Acabas alegrándote con cualquier cosilla de nada, con el poquito consuelo que la vida se digna dejarte.
Mientras yo afinaba así, la tía de Bébert se desplomaba a derecha e izquierda por sillas y escaleras, no salía de su alelamiento sino para comer. Pero nunca, eso sí que no, se saltó una sola comida, todo hay que decirlo. Por lo demás, no le habrían dejado olvidarse. Sus vecinos velaban por ella. La cebaban entre los sollozos. «¡Da fuerzas!», le decían. Y hasta empezó a engordar.
Tocante a olor de coles de Bruselas, en el momento álgido de la enfermedad de Bébert, hubo en la portería auténticas orgías. Era la temporada y le llegaban de todas partes, regaladas, coles de Bruselas, cocidas, humeantes.
«Me dan fuerzas, ¡es verdad!… —reconocía de buena gana—. ¡Y hacen orinar bien!»
Antes de que llegara la noche, por los timbrazos, para tener un sueño más ligero y oír en seguida la primera llamada, se atiborraba de café, así los inquilinos no despertaban a Bébert, llamando dos o tres veces seguidas. Al pasar por delante de la casa, por la noche, entraba yo a ver si por casualidad había acabado aquello. «¿No cree usted que cogió la enfermedad con la manzanilla al ron que se empeñó en beber en la frutería el día de la carrera ciclista?», suponía en voz alta, la tía. Esa idea la traía de cabeza desde el principio. Idiota.
«¡Manzanilla!», murmuraba débilmente Bébert, como un eco perdido en la fiebre. ¿Para qué disuadirla? Yo realizaba una vez más los dos o tres simulacros profesionales que esperaban de mí y después volvía a reunirme con la noche, nada orgulloso, porque, igual que mi madre, nunca conseguía sentirme del todo inocente de las desgracias que sucedían.
Hacia el decimoséptimo día, me dije, de todos modos, que haría bien en ir a preguntar qué pensaban en el Instituto Bioduret Joseph, de un caso de tifoidea de ese género, y pedirles, al tiempo, un consejo y tal vez una vacuna incluso, que me recomendarían. Así, lo habría hecho todo, lo habría probado todo, hasta las extravagancias, y, si moría Bébert, pues… tal vez no tuvieran nada que reprocharme. Llegué allí al Instituto, en el otro extremo de París, detrás de la Villette, una mañana hacia las once. Primero me hicieron pasearme por laboratorios y más laboratorios en busca de un sabio. Aún no había nadie, en aquellos laboratorios, ni sabios ni público, sólo objetos volcados en gran desorden, pequeños cadáveres de animales destripados, colillas, espitas de gas desportilladas, jaulas y tarros con ratones asfixiándose dentro, retortas, vejigas por allí tiradas, banquetas rotas, libros y polvo, más y más colillas por todos lados, con predominio del olor de éstas y el de urinario. Como había llegado muy temprano, decidí ir a dar una vuelta, ya que estaba, hasta la tumba del gran sabio Bioduret Joseph, que se encontraba en los propios sótanos del Instituto entre oros y mármoles. Fantasía burgueso-bizantina de refinado gusto. La colecta se hacía al salir del panteón, el guardián estaba refunfuñando incluso por una moneda belga que le habían endosado. A ese Bioduret se debe que muchos jóvenes optaran desde hace medio siglo por la carrera científica. Resultaron tantos fracasados como a la salida del Conservatorio. Acabamos todos, por lo demás, pareciéndonos tras algunos años de no haber logrado nada. En las zanjas de la gran derrota, un «laureado de facultad» vale lo mismo que un «Premio de Roma». Lo que pasa es que no cogen el autobús a la misma hora. Y se acabó.
Tuve que esperar bastante tiempo aún en los jardines del Instituto, pequeña combinación de cárcel y plaza pública, jardines, flores colocadas con cuidado a lo largo de aquellas paredes adornadas con mala intención.
De todos modos, algunos jóvenes del personal acabaron llegando los primeros, muchos de ellos traían ya provisiones del mercado cercano, en grandes redecillas y parecían estar boqueras. Y después los sabios cruzaron, a su vez, la verja, más lentos y reticentes que sus modestos subalternos, en grupitos mal afeitados y cuchicheantes. Iban a dispersarse al fondo de los corredores y descascarillando la pintura de las paredes. La entrada de viejos escolares entrecanos, con paraguas, atontados por la rutina meticulosa, las manipulaciones desesperadamente repulsivas, atados por salarios de hambre durante toda su madurez a aquellas cocinillas de microbios, recalentando aquel guiso interminable de legumbres, cobayas asfícticos y otras porquerías inidentificables.
Ya no eran, a fin de cuentas, ellos mismos sino viejos roedores domésticos, monstruosos, con abrigo. La gloria en nuestro tiempo apenas sonríe sino a los ricos, sabios o no. Los plebeyos de la Investigación no podían contar, para seguir manteniéndose vivos, sino con su propio miedo a perder la plaza en aquel cubo de basura caliente, ilustre y compartimentado. Se aferraban esencialmente al título de sabio oficial. Título gracias al cual los farmacéuticos de la ciudad seguían confiándoles los análisis (mezquinamente retribuidos, por cierto) de las orinas y los esputos de la clientela. Raquíticos y azarosos ingresos de sabio.
En cuanto llegaba, el investigador metódico iba a inclinarse ritualmente unos minutos sobre las tripas biliosas y corrompidas del conejo de la semana pasada, el que se exponía de modo permanente, en un rincón del cuarto, benditera de inmundicias. Cuando su olor llegaba a ser irresistible de verdad, sacrificaban otro conejo, pero antes no, por las economías en que el profesor Jaunisset, ilustre secretario del Instituto, se empeñaba en aquella época con mano fanática.
Ciertas podredumbres animales sufrían, por esa razón, por economía, increíbles degradaciones y prolongaciones. Todo es cuestión de costumbre. Algunos ayudantes de laboratorio bien entrenados habrían cocinado perfectamente dentro de un ataúd en actividad, pues ya la putrefacción y sus tufos no les afectaban. Aquellos modestos ayudantes de la gran investigación científica llegaban incluso, en ese sentido, a superar en economía al propio profesor Jaunisset, pese a ser éste de una sordidez proverbial, y lo vencían en su propio juego, al aprovechar el gas de sus estufas, por ejemplo, para prepararse numerosos cocidos personales y muchos otros guisos lentos, más peligrosos aún.
Cuando los sabios habían acabado de realizar el examen distraído de las tripas del cobaya y del conejo ritual, habían llegado despacito al segundo acto de su vida científica cotidiana, el del pitillo. Intento de neutralización de los hedores ambientes y del hastío mediante el humo del tabaco. De colilla en colilla, los sabios acababan, de todos modos, su jornada, hacia las cinco de la tarde. Volvían entonces a poner con mucho cuidado las putrefacciones a templar en la estufa bamboleante. Octave, el ayudante, ocultaba sus judías cociditas en un periódico para mejor pasar con ellas impunemente por delante de la portera. Fintas. Preparadita se llevaba la cena, a Gargan. El sabio, su maestro, añadía unas líneas al libro de experimentos, tímidamente, como una duda, con vistas a una próxima comunicación totalmente ociosa, pero justificativa de su presencia en el Instituto y de las escasas ventajas que entrañaba, incordio que tendría que decidirse, de todos modos, a acometer en breve ante alguna Academia infinitamente imparcial y desinteresada.
El sabio auténtico tarda veinte buenos años, por término medio, en realizar el gran descubrimiento, el que consiste en convencerse de que el delirio de unos no hace, ni mucho menos, la felicidad de los otros y de que a cada cual, aquí abajo, incomodan las manías del vecino.
El delirio científico, más razonado y frío que los otros, es al mismo tiempo el menos tolerable de todos. Pero cuando has conseguido algunas facilidades para subsistir, aunque sea miserablemente, en determinado lugar, con ayuda de ciertos paripés, no te queda más remedio que perseverar o resignarte a cascar como un cobaya. Las costumbres se adquieren más rápido que el valor y sobre todo la de jalar.
Conque iba yo buscando a mi Parapine por el Instituto, ya que había acudido a propósito desde Rancy para verlo. Debía, pues, perseverar en mi búsqueda. No era fácil. Tuve que volver a empezar varias veces, vacilando largo rato entre tantos pasillos y puertas.
No almorzaba, aquel solterón, y sólo cenaba dos o tres veces por semana como máximo, pero entonces con avaricia, con el frenesí de los estudiantes rusos, todas cuyas caprichosas costumbres conservaba.
Tenía fama, aquel Parapine, en su medio especializado, de la más alta competencia. Todo lo relativo a las enfermedades tifoideas le era familiar, tanto las animales como las humanas. Su fama databa de veinte años antes, de la época en que ciertos autores alemanes afirmaron un buen día haber aislado vibriones de Eberth
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en el exudado vaginal de una niña de dieciocho meses. Se armó un gran alboroto en el dominio de la verdad. Parapine, encantado, respondió sin demora en nombre del Instituto Nacional y superó a la primera a aquel teutón farolero cultivando, por su parte, el mismo germen pero en estado puro y en el esperma de un inválido de setenta y dos años. Se hizo célebre al instante, con lo que ya le bastaba, hasta su muerte, con emborronar regularmente algunas columnas ilegibles en diversas publicaciones especializadas para mantenerse en candelero. Cosa que hizo sin dificultad, por lo demás, desde aquel día de audacia y fortuna.