Yo pasaba muchos días esperando que ocurriera lo que de vez en cuando sucedía al final de aquellas escenas domésticas.
En el tercero, delante de mi ventana, ocurría, en la casa de enfrente.
No podía ver yo nada, pero lo oía bien.
Todo tiene su final. No siempre es la muerte, muchas veces es algo distinto y bastante peor, sobre todo para los niños.
Vivían ahí, aquellos inquilinos, justo a la altura del patio en que la sombra empezaba a ceder. Cuando estaban solos el padre y la madre, los días que eso sucedía, se peleaban primero largo rato y después se hacía un largo silencio. Se estaba preparando la cosa. La tomaban con la niña primero, la hacían venir. Ella lo sabía. Se ponía a lloriquear al instante. Sabía lo que le esperaba. Por la voz, debía de tener por lo menos diez años. Después de muchas veces, acabé comprendiendo lo que hacían, aquellos dos.
Primero la ataban, tardaban la tira, en atarla, como para una operación. Eso los excitaba. «¡Vas a ver tú, granuja!», rugía él. «¡La muy cochina!», decía la madre. «¡Te vamos a enseñar, cochina!», iban y gritaban juntos y cosas y más cosas que le reprochaban al mismo tiempo, cosas que debían de imaginar. Debían de atarla a los barrotes de la cama. Mientras tanto, la niña se quejaba como un ratón cogido en la trampa. «Ya puedes llorar, ya, so guarra, que de ésta no te libras. ¡Anda, que de ésta no te libras!», proseguía la madre y después toda una andanada de insultos, como para un caballo. Excitadísima. «¡Cállate, mamá! —respondía la pequeña bajito—. ¡Cállate, mamá! ¡Pégame, pero cállate, mamá!» No se libraba, desde luego, y menuda tunda recibía. Yo escuchaba hasta el final para estar bien seguro de que no me equivocaba, de que era eso sin duda lo que sucedía. No habría podido comer mis judías, mientras ocurría. Tampoco podía cerrar la ventana. No era capaz de nada. No podía hacer nada. Me limitaba a seguir escuchando como siempre, en todas partes. Sin embargo, creo que me venían fuerzas, al escuchar cosas así, fuerzas para seguir adelante, unas fuerzas extrañas, y entonces, la próxima vez, podría caer aún más bajo, la próxima vez, escuchar otras quejas que aún no había oído o que antes me costaba comprender, porque parece que siempre hay más quejas aún, que todavía no hemos oído ni comprendido.
Cuando le habían pegado tanto, que ya no podía lanzar más alaridos, su hija, gritaba un poco aún, de todos modos, cada vez que respiraba, un gritito apagado.
Oía entonces al hombre decir en ese momento: «¡Ven tú, tía buena! ¡Rápido! ¡Ven para acá!» Muy feliz.
A la madre hablaba así y después se cerraba tras ellos con un porrazo la puerta contigua. Un día, ella le dijo, lo oí: «¡Ah! Te quiero, Jules, tanto, que me jalaría tu mierda, aunque hicieses chorizos así de grandes…»
Así hacían el amor los dos, me explicó su portera. En la cocina lo hacían, contra el fregadero. Si no, no podían.
Poco a poco me fui enterando de todas aquellas cosas sobre ellos, en la calle. Cuando me los encontraba, a los tres juntos, no tenían nada de particular. Se paseaban, como una familia de verdad. A él, el padre, lo veía también, cuando pasaba por delante del escaparate de su almacén, en la esquina del Boulevard Poincaré, en la casa de «Zapatos para pies sensibles», donde era primer dependiente.
La mayoría de las veces nuestro patio no ofrecía sino horrores sin relieve, sobre todo en verano, resonaba con amenazas, ecos, golpes, caídas e injurias indistintas. El sol nunca llegaba hasta el fondo. Estaba como pintado de sombras azules, el patio, bien espesas, sobre todo en los ángulos. Los porteros tenían en él sus pequeños retretes, como colmenas. Por la noche, cuando iban a hacer pipí, los porteros tropezaban contra los cubos de la basura, lo que resonaba en el patio como un trueno.
La ropa intentaba secarse tendida de una ventana a otra.
Después de la cena, lo que se oían más que nada eran discusiones sobre las carreras, las noches que no les daba por hacer brutalidades. Pero muchas veces también aquellas polémicas deportivas terminaban bastante mal, a guantazos, y siempre, por lo menos detrás de una de las ventanas, acababan, por un motivo o por otro, dándose de hostias.
En verano todo olía también que apestaba. Ya no había aire en el patio, sólo olores. El que supera, y fácilmente, a todos los demás es el de la coliflor. Una coliflor equivale a diez retretes, aun rebosantes. Eso está claro. Los del segundo rebosaban con frecuencia. La portera del 8, la tía Cézanne, acudía entonces con la varilla de desatrancar. Yo la observaba hacer esfuerzos. Así acabamos teniendo conversaciones. «Yo que usted —me aconsejaba— haría abortos, a la chita callando, a las embarazadas… Pues no hay mujeres en este barrio ni nada de la vida… ¡Si es que parece increíble!… ¡Y estarían encantadas de solicitarle sus servicios!… ¡Se lo digo yo! Siempre será mejor que curarles las varices a los chupatintas… Sobre todo porque eso se paga al contado.»
La tía Cézanne sentía un gran desprecio de aristócrata, que no sé de dónde le vendría, hacia toda la gente que trabajaba…
«Nunca están contentos, los inquilinos, parecen presos, ¡siempre tienen que estar jeringando a todo el mundo!… Que si se les atasca el retrete… Otro día, que si hay un escape de gas… ¡Que si les abren las cartas!… Siempre con tiquismiquis… Siempre jodiendo la marrana, ¡vamos!… Uno ha llegado incluso a escupirme en el sobre del alquiler… ¿Se da usted cuenta?…»
Muchas veces tenía que renunciar incluso, a desatrancar los retretes, la tía Cézanne, de tan difícil que era. «No sé qué será lo que echan ahí, pero, sobre todo, ¡no hay que dejarlo secar!… Ya sé yo lo que es… ¡Siempre te avisan demasiado tarde!… Y, además, ¡lo hacen a propósito!… Donde estaba antes, hubo incluso que fundir un tubo, ¡de lo duro que estaba!… No sé qué jalarán… ¡Es cosa fina!»
No habrá quien me quite de la cabeza que, si volvió a darme, fue sobre todo por culpa de Robinson. Al principio, yo no había hecho demasiado caso de mis trastornos. Iba tirando, así así, de un enfermo a otro, pero me había vuelto más inquieto aún que antes, cada vez más, como en Nueva York, y también empecé otra vez a dormir peor que de costumbre.
Conque volvérmelo a encontrar, a Robinson, había sido un duro golpe y sentía otra vez como una enfermedad.
Con su jeta toda embadurnada de pena, era como si me devolviese a una pesadilla, de la que no conseguía librarme desde hacía ya demasiados años. No daba pie con bola.
Había ido a reaparecer ahí, delante de mí. El cuento de nunca acabar. Seguro que me había buscado por allí. Yo no intentaba ir a verlo de nuevo, desde luego… Seguro que volvería y me obligaría a pensar otra vez en sus asuntos. Por lo demás, todo me hacía volver a pensar ahora en su cochina persona. Hasta la gente que veía por la ventana, que caminaban, como si tal cosa, por la calle, charlaban en los portales, se rozaban unos con otros, me hacían pensar en él. Yo sabía lo que pretendían, lo que ocultaban, como si tal cosa. Matar y matarse, eso querían, no de una vez, claro está, sino poco a poco, como Robinson, con todo lo que encontraban, penas antiguas, nuevas miserias, odios aún sin nombre, cuando no era la guerra, pura y simple, y que todo sucediese aún más rápido que de costumbre.
Ya ni siquiera me atrevía a salir por miedo a encontrármelo.
Tenían que mandarme llamar dos o tres veces seguidas para que me decidiera a responder a los enfermos. Y entonces, la mayoría de las veces, cuando llegaba, ya habían ido a buscar a otro. Era presa del desorden en la cabeza, como en la vida. En aquella Rue Saint-Vincent, adonde sólo había ido una vez, me mandaron llamar los del tercero del número 12. Fueron incluso a buscarme en coche. Lo reconocí en seguida, al abuelo, persona furtiva, gris y encorvada: susurraba, se limpiaba largo rato los pies en mi felpudo. Por su nieto era por quien quería que me apresurara.
Recordaba yo bien a su hija también, otra de vida alegre, marchita ya, pero sólida y silenciosa, que había vuelto para abortar, en varias ocasiones, a casa de sus padres. No le reprochaban nada, a ésa. Sólo habrían deseado que acabara casándose, a fin de cuentas, sobre todo porque tenía ya un niño de dos años, que vivía con los abuelos.
Estaba enfermo, ese niño, cada dos por tres, y, cuando estaba enfermo, el abuelo, la abuela, la madre lloraban juntos, de lo lindo, y sobre todo porque no tenía padre legítimo. En esos momentos se sienten más afectadas, las familias, por las situaciones irregulares. Creían, los abuelos, sin reconocerlo del todo, que los hijos naturales son más frágiles y se ponen enfermos con mayor frecuencia que los otros.
En fin, el padre, el que creían que lo era, se había marchado y para siempre. Le habían hablado tanto de matrimonio, a aquel hombre, que había acabado cansándose. Debía de estar lejos ahora, si aún corría. Nadie había comprendido aquel abandono, sobre todo la propia hija, porque había disfrutado lo suyo jodiendo con ella.
Conque, desde que se había marchado, el veleidoso, contemplaban los tres al niño y lloriqueaban y así. Ella se había entregado a aquel hombre, como ella decía, «en cuerpo y alma». Tenía que ocurrir y, según ella, eso explicaba todo. El pequeño había salido de su cuerpo y de una vez y la había dejado toda arrugada por las caderas. El espíritu se contenta con frases; el cuerpo es distinto, ése es más difícil, necesita músculos. Es siempre algo verdadero, un cuerpo; por eso ofrece casi siempre un espectáculo triste y repulsivo. He visto, también es cierto, pocas maternidades llevarse tanta juventud de una vez. Ya no le quedaban, por así decir, sino sentimientos, a aquella madre, y un alma. Nadie quería ya saber nada con ella.
Antes de aquel nacimiento clandestino, la familia vivía en el barrio de las «Filles du Calvaire» y desde hacía muchos años. Si habían venido todos a exiliarse a Rancy, no había sido por gusto, sino para ocultarse, caer en el olvido, desaparecer en grupo.
En cuanto resultó imposible disimular aquel embarazo a los vecinos, se habían decidido a abandonar su barrio de París para evitar todos los comentarios. Mudanza de honor.
En Rancy, la consideración de los vecinos no era indispensable y, además, allí eran unos desconocidos y la municipalidad de aquella zona practicaba precisamente una política abominable, anarquista, en una palabra, de la que se hablaba en toda Francia, una política de golfos. En aquel medio de réprobos, el juicio de los demás no podía contar.
La familia se había castigado espontáneamente, había roto toda relación con los parientes y los amigos de antes. Un drama había sido, un drama lo que se dice completo. Ya no tenían nada más que perder. Desclasados. Cuando quiere uno desacreditarse, se mezcla con el pueblo.
No formulaban ningún reproche contra nadie. Sólo intentaban descubrir, por pequeños arranques de rebeldías inválidas, qué podía haber bebido el Destino el día que les había hecho una putada semejante, a ellos.
La hija experimentaba, por vivir en Rancy, un solo consuelo, pero muy importante, el de poder en adelante hablar con libertad a todo el mundo de «sus nuevas responsabilidades». Su amante, al abandonarla, había despertado un deseo profundo de su naturaleza, imbuida de heroísmo y singularidad. En cuanto estuvo segura para el resto de sus días de que no iba a tener nunca una suerte absolutamente idéntica a la mayoría de las mujeres de su clase y de su medio y de que iba a poder recurrir siempre a la novela de su vida destrozada desde sus primeros amores, se conformó, encantada, con la gran desgracia de que era víctima y los estragos de la suerte fueron, en resumen, dramáticamente bienvenidos. Se pavoneaba en el papel de madre soltera.
En su comedor, cuando entramos, su padre y yo, un alumbrado económico apenas permitía distinguir las caras sino como manchas pálidas, carnes repitiendo, machaconas, palabras que se quedaban rondando en la penumbra, cargada con ese olor a pimienta pasada que desprenden todos los muebles de familia.
Sobre la mesa, en el centro, boca arriba, el niño, entre las mantillas, se dejaba palpar. Le apreté, para empezar, el vientre, con mucha precaución, poco a poco, desde el ombligo hasta los testículos, y después lo ausculté, aún con mucha seriedad.
Su corazón latía con el ritmo de un gatito, seco y loco. Y después se hartó, el niño, del manoseo de mis dedos y de mis maniobras y se puso a dar alaridos, como pueden hacerlo los de su edad, inconcebiblemente. Era demasiado. Desde el regreso de Robinson, había empezado a sentirme muy extraño en la cabeza y en el cuerpo y los gritos de aquel nene inocente me causaron una impresión abominable. ¡Qué gritos, Dios mío! ¡Qué gritos! No podía soportarlos un instante más.
Otra idea, seguramente, debió de determinar también mi absurda conducta. Crispado como estaba, no pude por menos de comunicarles en voz alta el rencor y el hastío que experimentaba desde hacía mucho, para mis adentros.
«¡Eh —respondí, al nene aullador—, menos prisas, tontín! ¡Ya tendrás tiempo de sobra de berrear! ¡No te va a faltar, no temas, bobito! ¡No gastes todas las fuerzas! ¡No van a faltar desgracias para consumirte los ojos y la cabeza también y aun el resto, si no te andas con cuidado!»
«¿Qué dice usted, doctor? —se sobresaltó la abuela. Me limité a repetir—: ¡No van a faltar, ni mucho menos!»
«¿Qué? ¿Qué es lo que no falta?», preguntaba, horrorizada…
«¡Intenten comprender! —le respondí—. ¡Intenten comprender! ¡Hay que explicarles demasiadas cosas! ¡Eso es lo malo! ¡Intenten comprender! ¡Hagan un esfuerzo!»
«¿Qué es lo que no falta?… ¿Qué dice?» Y de repente se preguntaban, los tres, y la hija de las «responsabilidades» puso unos ojos muy raros y empezó a lanzar, también ella, unos gritos de aúpa. Acababa de encontrar una ocasión cojonuda para un ataque. No iba a desaprovecharla. ¡Era la guerra! ¡Y venga patalear! ¡Y ahogos! ¡Y estrabismos horrendos! ¡Estaba yo bueno! ¡Había que verlo! «¡Está loco, mamá! —gritaba asfixiándose—. ¡El doctor se ha vuelto loco! ¡Quítale a mi niño, mamá!» Salvaba a su hijo.
Nunca sabré por qué, pero estaba tan excitada, que empezó a hablar con acento vasco. «¡Dice cosas espantosas! ¡Mamá!… ¡Es un demente!…»
Me arrancaron el niño de las manos, como si lo hubieran sacado de las llamas. El abuelo, tan tímido antes, descolgó entonces su enorme termómetro de caoba, como una maza… Y me acompañó a distancia, hacia la puerta, cuyo batiente arrojó contra mí, con violencia, de un patadón.
Por supuesto, aprovecharon para no pagarme la visita…
Cuando volví a verme en la calle, no me sentía demasiado orgulloso de lo que acababa de ocurrirme. No tanto por mi reputación, que no podía ser peor en el barrio que la que ya me habían asignado, y sin que por ello hubiera necesitado yo intervenir, cuanto por Robinson, otra vez, del que había esperado librarme con un arrebato de franqueza, encontrando en el escándalo voluntario la resolución de no volver a recibirlo, haciéndome como una escena brutal a mí mismo.