Así me aconsejaba, con mucho cariño, quería que yo fuese feliz. Por primera vez un ser humano se interesaba por mí, desde dentro, podríamos decir, por mi egoísmo, se ponía en mi lugar y no se limitaba a juzgarme desde el suyo, como todos los demás.
¡Ah, si la hubiera conocido antes, a Molly, cuando aún estaba a tiempo de seguir un camino y no otro! ¡Antes de perder mi entusiasmo con la puta de Musyne y el bicho de Lola! Pero era demasiado tarde para rehacer la juventud. ¡Ya no creía en ella! En seguida te vuelves viejo y de forma irremediable. Lo notas porque has aprendido a amar tu desgracia, a tu pesar. Es la naturaleza, que es más fuerte que tú, y se acabó. Nos ensaya en un género y ya no podemos salir de él. Yo había seguido la dirección de la inquietud. Te tomas en serio tu papel y tu destino poco a poco y luego, cuando te quieres dar cuenta, es demasiado tarde para cambiarlos. Te has vuelto inquieto y así te quedas para siempre.
Intentaba con mucha amabilidad retenerme junto a ella, Molly, disuadirme… «Mira, Ferdinand, ¡la vida aquí es igual que en Europa! No vamos a ser infelices juntos. —Y tenía razón en un sentido—. Invertiremos los ahorros… compraremos un comercio… Seremos como todo el mundo…» Lo decía para calmar mis escrúpulos. Proyectos. Yo le daba la razón. Me daba vergüenza incluso que hiciera tantos esfuerzos por conservarme. Yo la amaba, desde luego, pero más aún amaba mi vicio, aquel deseo de huir de todas partes, en busca de no sé qué, por orgullo tonto seguramente, por convicción de una especie de superioridad.
Yo no quería herirla, ella comprendía y se adelantaba a tranquilizarme. Era tan cariñosa, que acabé confesándole la manía que me aquejaba de largarme de todos lados. Me escuchó durante días y días explayarme y explicarme hasta el hastío, debatiéndome entre fantasmas y orgullos, y no se impacientaba: al contrario. Sólo intentaba ayudarme a vencer aquella angustia vana y boba. No comprendía muy bien adonde quería yo ir a parar con mis divagaciones, pero me daba la razón, de todos modos, contra los fantasmas o con los fantasmas, a mi gusto. A fuerza de dulzura persuasiva, su bondad llegó a serme familiar y casi personal. Pero me parecía que yo empezaba entonces a hacer trampa con mi dichoso destino, con mi razón de ser, como yo la llamaba, y de repente cesé de contarle todo lo que pensaba. Volví solo a mi interior, muy contento de ser aún más desgraciado que antes porque había llevado hasta mi soledad una nueva forma de angustia y algo que se parecía al sentimiento auténtico.
Todo esto es trivial. Pero Molly estaba dotada de una paciencia angélica, precisamente creía a pie juntillas en las vocaciones. A su hermana menor, por ejemplo, en la Universidad de Arizona, le había dado la manía de fotografiar los pájaros en sus nidos y las rapaces en sus guaridas. Conque, para que pudiera continuar asistiendo a los extraños cursos de aquella técnica especial, Molly le enviaba regularmente, a su hermana fotógrafa, cincuenta dólares al mes.
Un corazón infinito, la verdad, con sublimidad auténtica dentro, que puede transformarse en parné, no en fantasmadas como el mío y tantos otros. En cuanto a mí, Molly estaba más que deseosa de interesarse pecuniariamente en mi mediocre aventura. Aunque por momentos le pareciera un muchacho bastante atolondrado, mi convicción le parecía real y digna de estímulo. Sólo me invitaba a establecer como un pequeño balance para una pensión presupuestaria que quería concederme. Yo no podía decidirme a aceptar aquella dádiva. Un último resabio de delicadeza me impedía aprovechar más, especular con aquella naturaleza demasiado espiritual y cariñosa, la verdad. Por eso, entré deliberadamente en conflicto con la Providencia.
Di incluso, avergonzado, algunos pasos para volver a la Ford. Pequeños heroísmos sin resultado, por cierto. Llegué justo hasta la puerta de la fábrica, pero me quedé paralizado en aquel lugar liminar, y la perspectiva de todas aquellas máquinas que me esperaban girando eliminó en mí sin remedio aquellas veleidades laborales.
Me coloqué ante la gran cristalera del generador eléctrico, gigante multiforme que bramaba al absorber y repeler no sabía yo de dónde, no sabía yo qué, por mil tubos relucientes, intrincados y viciosos como lianas. Una mañana que estaba así, contemplando boquiabierto, pasó por casualidad el ruso del taxi. «Chico —me dijo—, ¡ya te puedes despedir!… Hace tres semanas que no vienes… Ya te han substituido por una máquina… Y eso que te había avisado…»
«Así —me dije entonces—, al menos se acabó… Ya no tengo que volver…» Y salí de vuelta para la ciudad. Al llegar, volví a pasar por el consulado, para preguntar si habían oído hablar por casualidad de un francés llamado Robinson.
«¡Pues claro! ¡Claro que sí! —me respondieron los cónsules—. Incluso vino a vernos dos veces y aún tenía documentación falsa. Por cierto, ¡que la policía lo busca! ¿Lo conoce usted?…» No insistí.
Desde entonces me esperaba encontrarlo a cada momento, al Robinson. Sentía que estaba al caer. Molly seguía tan tierna y cariñosa. Más cariñosa incluso que antes estaba, desde que se había convencido de que yo quería irme definitivamente. De nada servía que fuera cariñosa conmigo.
Molly y yo recorríamos con frecuencia los alrededores de la ciudad, las tardes que ella libraba. Colinitas peladas, bosquecillos de abedules en torno a lagos minúsculos, gente, aquí y allá, leyendo revistas insulsas bajo el pesado cielo de nubes plomizas. Evitábamos, Molly y yo, las confidencias complicadas. Además, ella ya sabía a qué atenerse. Era demasiado sincera como para tener demasiadas cosas que decir sobre una pena. Lo que ocurría dentro le bastaba, en su corazón. Nos besábamos. Pero yo no la besaba bien, como debería haberlo hecho, de rodillas, en realidad. Siempre pensaba en otra cosa a la vez, en no perder tiempo ni ternura, como si quisiera guardar todo para algo, no sé qué, magnífico, sublime, para más adelante, pero no para Molly, no para aquello. Como si la vida fuera a llevarse, a ocultarme, lo que yo quería saber de ella, de la vida en el fondo de las tinieblas, mientras perdiese fervor abrazado a Molly, y entonces ya no fuera a quedar bastante, fuese a haber perdido todo, a fin de cuentas, por falta de fuerza, la vida fuera a haberme engañado como a todos los demás, la Vida, la auténtica querida de los hombres de verdad.
Volvíamos hacia la muchedumbre y después yo la dejaba delante de su casa, porque por la noche estaba ocupada con la clientela hasta la madrugada. Mientras se encargaba de sus clientes, yo sentía pena, de todos modos, y aquella pena me hablaba de ella tan bien, que la sentía aún más cerca de mí que en la realidad. Entraba en un cine para pasar el rato. A la salida del cine, montaba a un tranvía, aquí y allá, y deambulaba en la noche. Después de dar las dos, subían los viajeros tímidos de una clase que no se encuentra ni antes ni después de esa hora, tan pálidos siempre y somnolientos, en grupos dóciles, hasta los suburbios.
Con ellos se llegaba lejos. Mucho más lejos que las fábricas, hacia colonias imprecisas, callejuelas de casas indistintas. Sobre el pavimento resbaladizo por las finas lluvias del amanecer, el día brillaba con tonos azules. Mis compañeros del tranvía desaparecían al mismo tiempo que sus sombras. Cerraban los ojos con el día. Costaba trabajo hacerles hablar, a aquellos taciturnos. Demasiada fatiga. No se quejaban, no, ellos eran quienes limpiaban durante la noche tiendas y más tiendas y las oficinas de toda la ciudad, después del cierre. Parecían menos inquietos que nosotros, los de la jornada diurna. Tal vez porque habían llegado, ellos, al nivel más bajo de los hombres y las cosas.
Una de aquellas noches, cuando habíamos llegado al final del trayecto y estábamos apeándonos en silencio, me pareció que me llamaban por mi nombre: «¡Ferdinand! ¡Eh, Ferdinand!» Fue como un escándalo, por fuerza, en aquella penumbra. No me gustó nada. Por encima de los tejados, el cielo empezaba a aparecer de nuevo en pequeños claros muy fríos, recortados por los aleros. Ya lo creo que me llamaban. Al volverme, lo reconocí al instante, a Léon. Se me acercó susurrando y entonces nos pusimos a hablar.
También él volvía de limpiar una oficina como los otros. Era lo único que había encontrado para ir tirando. Caminaba con mucha calma, con cierta majestad auténtica, como si acabara de realizar acciones peligrosas y, por así decir, sagradas en la ciudad. Por cierto, que ésa era la actitud que adoptaban todos aquellos limpiadores nocturnos, ya lo había notado yo. En la fatiga y la soledad se manifiesta lo divino en los hombres. Lo manifestaba con ganas en los ojos, también él, cuando los abría mucho más de lo habitual, en la penumbra azulada en que nos encontrábamos. También él había limpiado ya filas y filas, sin fin, de lavabos y había dejado relucientes auténticas montañas de pisos y más pisos de silencio.
Añadió: «¡Te he reconocido en seguida, Ferdinand! Por tu forma de subir al tranvía… Figúrate, sólo de ver que te has puesto triste al descubrir que no había ninguna mujer. ¿Eh? ¿A que es propio de ti?» Era verdad que era propio de mí. Estaba visto, tenía el alma hecha una braga. No había, pues, motivo para que me sorprendiera aquella observación correcta. Pero lo que me sorprendió más bien fue que tampoco él hubiese triunfado en América. No era lo que había yo previsto.
Le hablé de la faena de la galera en San Tapeta. Pero no comprendía lo que quería decir. «¡Tienes fiebre!», se limitó a responderme. En un carguero había llegado él. Con gusto habría intentado colocarse en la Ford, pero no se había atrevido por sus papeles, demasiado falsos para enseñarlos. «Tan sólo sirven para llevarlos en el bolsillo», comentaba. Para los equipos de limpieza, no eran demasiado exigentes respecto al estado civil. Tampoco pagaban demasiado, pero hacían la vista gorda. Era una especie de legión extranjera de la noche.
«Y tú, ¿qué haces? —me preguntó entonces—. ¿Sigues chiflado, entonces? ¿Aún no te has cansado de estas historias? ¿Aún sigues queriendo viajar?»
«Quiero volver a Francia —fui y le dije—. Ya he visto bastante, tienes razón, ya vale…»
«Mejor será —me respondió—, porque para nosotros no hay nada que arrascar… Hemos envejecido sin enterarnos, ya sé yo lo que es eso… A mí también me gustaría volver, pero sigo con el problema de los papeles… Voy a esperar un poco para conseguirme unos buenos… No se puede decir que sea malo nuestro currelo. Los hay peores. Pero no aprendo el inglés… Hay gente que lleva treinta años en la limpieza y sólo ha aprendido en total
Exit,
porque está escrito en las puertas que limpiamos, y además
Lavatory.
¿Comprendes?»
Comprendía. Si alguna vez hubiera llegado a faltarme Molly, me habría visto obligado a coger también aquel currelo nocturno.
No hay razón para que la cosa acabe.
En una palabra, mientras estás en la guerra, dices que será mejor con la paz y después te tragas esa esperanza, como si fuera un caramelo, y luego resulta que es mierda pura. No te atreves a decirlo al principio para no fastidiar a nadie. Te muestras amable, en una palabra. Y después un buen día acabas descubriendo el pastel delante de todo el mundo. Estás hasta los huevos de revolverte en la mierda. Pero de repente pareces muy mal educado a todo el mundo. Y se acabó.
En dos o tres ocasiones después de aquélla, nos citamos, Robinson y yo. Tenía muy mala pinta. Un desertor francés que fabricaba licores ilegales para los tunelas de Detroit le había cedido un rinconcito en su
business.
Eso lo tentaba, a Robinson. «Yo también haría un poco de “priva” para esos cerdos —me confiaba—, pero es que ya no tengo cojones… Siento que en cuanto el primer guri me dé para el pelo, me rajo… He visto demasiado… Y, además, tengo sueño todo el tiempo… Por fuerza: dormir de día no es dormir… Y eso sin contar el polvo de las oficinas que te llena los pulmones… ¿Te das cuenta?… Acaba con cualquiera…»
Nos citamos para otra noche. Fui a reunirme con Molly y le conté todo. Para ocultarme la pena que le causaba, hizo muchos esfuerzos, pero no era difícil ver, de todos modos, que sufría. Ahora la besaba yo más a menudo, pero la suya era una pena profunda, más auténtica que la nuestra, porque nosotros más bien tenemos la costumbre de exagerarla. Las americanas, al contrario. No nos atrevemos a comprender, a admitirla. Es un poco humillante, pero, aun así, es pena sin duda, no es orgullo, no son celos tampoco, ni escenas, sólo la pena de verdad del corazón y no nos queda más remedio que reconocer que todo eso no existe en nuestro interior, que para el placer de sentir pena estamos secos. Nos da vergüenza no ser más ricos de corazón y de todo y también haber juzgado, de todos modos, a la humanidad más vil de lo que en el fondo es.
De vez en cuando, cedía a la tentación, Molly, de hacerme un pequeño reproche, pero siempre en términos mesurados, muy amables.
«Eres muy cariñoso, Ferdinand —me decía—, y sé que haces esfuerzos para no volverte tan malvado como los demás, sólo que no sé si sabes bien lo que deseas en el fondo… ¡Piénsalo bien! Por fuerza tendrás que buscarte el sustento allá, Ferdinand… Y, además, no vas a poder pasearte como aquí soñando despierto noche tras noche… Como tanto te gusta hacer… Mientras yo trabajo… ¿Has pensado en eso, Ferdinand?»
En un sentido tenía mil veces razón, pero cada cual con su naturaleza. Yo tenía miedo a herirla. Sobre todo porque era fácil de herir.
«Te aseguro que te quiero, Molly, y te querré siempre… como puedo… a mi modo.»
Mi modo no era demasiado. Y, sin embargo, estaba buena, Molly, muy apetitosa. Pero yo sentía también aquella estúpida inclinación por los fantasmas. Tal vez no fuera del todo culpa mía. La vida te obliga a quedarte demasiado tiempo con los fantasmas.
«Eres muy afectuoso, Ferdinand —me tranquilizaba ella—, no llores por mí… Estás como enfermo por tu deseo de saber siempre más… Eso es todo… En fin, debe de ser ése tu camino… Por ahí, solo… El viajero solitario es el que llega más lejos… ¿Vas a marcharte pronto, entonces?»
«Sí, voy a acabar mis estudios en Francia y después volveré», le aseguré con mucho rostro.
«No, Ferdinand, no volverás… Y, además, yo ya no estaré aquí tampoco…»
No se dejaba engañar.
Llegó el momento de la marcha. Fuimos una tarde hacia la estación un poco antes de la hora en que ella entraba a trabajar. Antes yo había ido a despedirme de Robinson. Tampoco él estaba contento de que lo dejara. Me pasaba la vida abandonando a todo el mundo. En el andén de la estación, mientras Molly y yo esperábamos el tren, pasaron hombres que fingieron no reconocerla, pero murmuraban.