Viaje al fin de la noche (28 page)

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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

BOOK: Viaje al fin de la noche
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Es triste el espectáculo de la gente al acostarse; se ve claro que les importa tres cojones cómo vayan las cosas, se ve claro que no intentan comprender, ésos, el porqué de que estemos aquí. Les trae sin cuidado. Duermen de cualquier manera, son unos calzonazos, unos zopencos, sin susceptibilidad, americanos o no. Siempre tienen la conciencia tranquila.

Yo había visto demasiadas cosas poco claras como para estar contento. Sabía demasiado y no suficiente. Hay que salir, me dije, volver a salir. Tal vez lo encuentres, a Robinson. Era una idea idiota, evidentemente, pero recurría a ella para tener un pretexto a fin de salir otra vez, tanto más cuanto que en vano daba vueltas y más vueltas sobre aquella piltra tan pequeña, no lograba pegar ojo ni un instante. Ni siquiera masturbándote, en casos así, experimentas consuelo ni distracción. Conque te entra una desesperación que para qué.

Lo peor es que te preguntas de dónde vas a sacar bastantes fuerzas la mañana siguiente para seguir haciendo lo que has hecho la víspera y desde hace ya tanto tiempo, de dónde vas a sacar fuerzas para ese trajinar absurdo, para esos mil proyectos que nunca salen bien, esos intentos por salir de la necesidad agobiante, intentos siempre abortados, y todo ello para acabar convenciéndote una vez más de que el destino es invencible, de que hay que volver a caer al pie de la muralla, todas las noches, con la angustia del día siguiente, cada vez más precario, más sórdido.

Es la edad también que se acerca tal vez, traidora, y nos amenaza con lo peor. Ya no nos queda demasiada música dentro para hacer bailar a la vida: ahí está. Toda la juventud ha ido a morir al fin del mundo en el silencio de la verdad. ¿Y adónde ir, fuera, decidme, cuando no llevas contigo la suma suficiente de delirio? La verdad es una agonía ya interminable. La verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir. Yo nunca me he podido matar.

Conque lo mejor era salir a la calle, pequeño suicidio. Cada cual tiene sus modestos dones, su método para conquistar el sueño y jalar. Tenía que dormir para recuperar fuerzas suficientes a fin de ganarme el cocido el día siguiente. Recuperar la energía suficiente para encontrar un currelo mañana y atravesar en seguida, entretanto, el obscuro túnel del sueño. No hay que creer que sea fácil dormirse, una vez que se ha puesto uno a dudar de todo, por tantos miedos sobre todo como te han hecho sentir.

Me vestí y mal que bien llegué al ascensor, pero un poco atontado. Tuve que volver a pasar en el vestíbulo ante otras hileras, otros enigmas arrebatadores de piernas tan tentadoras, de caras tan delicadas y severas. Diosas, en una palabra, diosas busconas. Habríamos podido intentar llegar a un acuerdo. Pero temía que me detuvieran. Complicaciones. Casi todos los deseos del pobre están castigados con la cárcel. Y volví a engolfarme en la calle. No era la misma multitud de antes. Ésta manifestaba un poco más de audacia, en su aborregamiento por las aceras, como si hubiese llegado, aquella multitud, a un país menos árido, el de la distracción, el país de la noche.

Avanzaba la gente hacia las luces colgadas en la noche y a lo lejos, serpiente agitada y multicolor. De todas las calles de los alrededores afluía. Forma un buen montón de dólares, pensé, una multitud así, ¡sólo en pañuelos, por ejemplo, o en medias de seda! ¡E incluso en pitillos sólo! ¡Y pensar que, aunque te pasees en medio de todo ese dinero, no consigues ni un céntimo más, ni para ir a comer siquiera! Es desesperante, cuando lo piensas, lo defendidos que van los hombres, unos de otros, como casas.

También yo fui callejeando hasta las luces, un cine y después otro y luego otro al lado y así toda la calle arriba. Perdíamos grandes pedazos de multitud delante de cada uno de ellos. Elegí uno en cuyas fotos había mujeres en combinación, ¡y qué muslos, amigos! ¡Firmes! ¡Amplios! ¡Precisos! Y, además, cabecitas muy monas por encima, como dibujadas en contraste, delicadas, frágiles, a lápiz, sin retoques, perfectas, ni un descuido, ni una mancha de tinta, perfectas, repito, monas pero firmes y concisas al mismo tiempo. Todo lo más peligroso que la vida puede desarrollar, auténticas imprudencias de belleza, esas indiscreciones sobre las divinas y profundas armonías posibles.

Se estaba bien, en aquel cine, cómodo y cálido. Órganos voluminosos de lo más tierno, como en una basílica, pero con calefacción, órganos como muslos. Ni un momento perdido. Te sumerges de lleno en el perdón tibio. Habría bastado con dejarse llevar para pensar que el mundo acababa tal vez de convertirse por fin a la indulgencia. Ya casi estabas en ella.

Entonces los sueños suben en la noche para ir a abrasarse en el espejismo de la luz en movimiento. No está del todo vivo lo que sucede en las pantallas, queda dentro un gran espacio confuso, para los pobres, para los sueños y para los muertos. Tienes que atiborrarte rápido de sueños para atravesar la vida que te aguarda fuera, a la salida del cine, resistir unos días más esa atrocidad de cosas y hombres. Eliges, de entre los sueños, los que más te reaniman el alma. Para mí, eran, lo confieso, los de cochinadas. No hay que ser orgulloso, le sacas, a un milagro, lo que puedes retener. Una rubia con unos chucháis y una nuca inolvidables creyó oportuno venir a romper el silencio de la pantalla con una canción sobre su soledad. Habría sido capaz de llorar con ella.

¡Eso es lo bueno! ¡Qué ánimos te da! El valor, lo sentía ya, me iba a durar dos días por lo menos. No esperé siquiera a que volviesen a iluminar la sala. Estaba listo para todas las resoluciones del sueño, ahora que había absorbido un poco de ese admirable delirio del alma.

De regreso al Laugh Calvin, el portero, pese a haberlo saludado yo, no se dignó darme las buenas noches, como los de nuestros pagos, pero ahora me la sudaba su desprecio. Una vida interior intensa se basta a sí misma y podría fundir veinte años de hielo. Eso es.

En mi habitación, apenas había cerrado los ojos, cuando la rubia del cine vino a cantarme de nuevo y al instante, para mí solo ahora, toda la melodía de su angustia. Yo la ayudaba, por así decir, a dormirme y lo conseguí bastante bien… Ya no estaba del todo solo… Es imposible dormir solo…

Para alimentarte económicamente en América, puedes ir a comprarte un panecillo caliente con una salchicha dentro; es cómodo, se vende en las esquinas y es baratito. Comer en el barrio de los pobres no me importaba en absoluto, la verdad, pero no volver a encontrar nunca a aquellas hermosas criaturas para ricos, eso sí que resultaba muy duro. En ese caso ya no vale la pena jalar siquiera.

En el Laugh Calvin aún podía, por aquellas alfombras espesas, parecer que buscaba a alguien entre las bellísimas mujeres de la entrada, envalentonarme poco a poco en su equívoco ambiente. Al pensar en eso, me confesé que habían tenido razón, los de la
Infanta Combitta,
ahora me daba cuenta, con la experiencia: para ser un pelagatos yo no tenía gustos serios. Habían hecho bien, los compañeros de la galera, al meterse conmigo. Sin embargo, seguí sin recuperar el valor. Volvía a tomar dosis y más dosis de cine, aquí y allá, pero apenas bastaban para recuperar el ánimo necesario con que dar un paseo o dos. Nada más. En África, había conocido, desde luego, un tipo de soledad bastante brutal, pero el aislamiento en aquel hormiguero americano cobraba un cariz más abrumador aún.

Siempre había temido estar casi vacío, no tener, en una palabra, razón seria alguna para existir. Ahora, ante la evidencia de los hechos, estaba bien convencido de mi nulidad personal. En aquel medio demasiado diferente de aquel en que tenía mezquinas costumbres, me había como disuelto al instante. Me sentía muy próximo a dejar de existir, pura y simplemente. Así, ahora lo descubría, en cuanto habían dejado de hablarme de las cosas familiares, ya nada me impedía hundirme en una especie de hastío irresistible, en una forma de catástrofe dulzona y espantosa. Una asquerosidad.

La víspera de dejar mi último dólar en aquella aventura, seguía hastiado y tan profundamente, que me negaba incluso a examinar las necesidades más urgentes. Somos, por naturaleza, tan fútiles, que sólo las distracciones pueden impedirnos de verdad morir. Yo, por mi parte, me aferraba al cine con un fervor desesperado.

Al salir de las tinieblas delirantes de mi hotel, probaba aún a hacer algunas excursiones por las calles principales de los alrededores, carnaval insípido de casas vertiginosas. Mi hastío se agravaba ante aquellas extensiones de fachadas, aquella monotonía llena de adoquines, ladrillos y bovedillas y comercio y más comercio, chancro del mundo, que prorrumpía en anuncios prometedores y pustulentos. Cien mil mentiras meningíticas.

Por el lado del río, recorrí otras callejuelas y más callejuelas, cuyas dimensiones se volvían más corrientes, es decir, que se habría podido, por ejemplo, desde la acera en que me encontraba, romper todos los cristales de un mismo inmueble de enfrente.

Los tufos de una fritura continua llenaban aquellos barrios, las tiendas ya no montaban los escaparates, por los robos. Todo me recordaba los alrededores de mi hospital en Villejuif, hasta los niños de grandes rodillas patizambas por las aceras y también los organillos. Con gusto me habría quedado con ellos, pero tampoco me habrían alimentado, los pobres, y los habría visto a todos todo el tiempo y su tremenda miseria me daba miedo. Conque, al final, volví hacia la ciudad alta. «¡Serás cabrón! –me decía entonces—. ¡La verdad es que no tienes perdón de Dios!» Tenemos que resignarnos a conocernos cada día un poco mejor, ya que nos falta el valor para acabar con nuestros propios lloriqueos de una vez por todas.

Un tranvía pasaba por la orilla del Hudson hacia el centro de la ciudad, un vehículo viejo que temblaba con todas sus ruedas y su armazón inquieto. Tardaba una buena hora en hacer su recorrido. Sus viajeros se sometían con paciencia a un complicado rito de pago mediante una especie de molinillo de café para monedas colocado a la entrada del vagón. El revisor los miraba pagar, vestido como uno de los nuestros, con uniforme de «miliciano balcánico prisionero».

Por fin llegábamos, molidos; volvía a pasar, al regreso de aquellas excursiones populistas, ante la inagotable y doble hilera de las bellezas de mi vestíbulo tantálico y volvía a pasar otra vez y siempre pensativo y deseoso.

Mi indigencia era tal, que ya no me atrevía a hurgarme en los bolsillos para cerciorarme. ¡Con tal de que Lola no hubiera decidido ausentarse en aquel momento!, pensaba… Pero, antes que nada, ¿querría recibirme? ¿Le daría un sablazo de cincuenta o de cien dólares, para empezar?… Vacilaba, sentía que no iba a tener todo el valor, salvo si comía y dormía bien, por una vez. Y después, si me salía bien aquella primera entrevista para el sablazo, me pondría al instante a buscar a Robinson, es decir, en cuanto hubiese recuperado suficientes fuerzas. ¡No era un tipo de mi estilo, él, Robinson! ¡Era un decidido, él, al menos! ¡Un bravo! ¡Ah, qué de trucos y triquiñuelas sobre América debía de conocer! Tal vez dispusiera de un medio para adquirir esa certidumbre, esa tranquilidad que tanta falta me hacían a mí…

Si también él había desembarcado de una galera como me imaginaba y había pisado aquella orilla mucho antes que yo, ¡seguro que ahora ya se habría hecho una situación en América! ¡La impasible agitación de aquellos chiflados no debía de afectarlo, a él! Tal vez yo también, pensándolo mejor, habría podido encontrar un empleo en una de aquellas oficinas, cuyos resplandecientes rótulos leía desde fuera… Pero la idea de tener que penetrar en una de aquellas casas me espantaba y me vencía la timidez. Mi hotel me bastaba. Tumba gigantesca y odiosamente animada.

¿Sería tal vez que a los habituados no les causaban el mismo efecto que a mí aquellos amontonamientos de materia y alvéolos comerciales? ¿Aquellas organizaciones de largueros hasta el infinito? Para ellos tal vez fuese la seguridad todo aquel diluvio en suspenso, mientras que para mí no era sino un sistema abominable de coacciones, en forma de ladrillos, pasillos, cerrojos, ventanillas, una tortura arquitectónica gigantesca, inexpiable.

Filosofar no es sino otra forma de tener miedo y no conduce sino a simulacros cobardes.

Como ya sólo me quedaban tres dólares en el bolsillo, fui a verlos agitarse en la palma de mi mano, mis dólares, a la luz de los anuncios de Times Square, placita asombrosa donde la publicidad salpica por encima de la multitud ocupada en elegir un cine. Me busqué un restaurante muy económico y acabé en uno de esos refectorios públicos racionalizados donde el servicio se reduce al mínimo y el rito alimentario está simplificado a la medida exacta de la necesidad natural.

En la entrada misma te ponen una bandeja en la mano y vas a ocupar tu sitio en la fila. A esperar. Vecinas muy agradables, candidatas a la cena como yo, no me decían ni pío… Debe de causar una sensación extraña, pensaba, poder permitirse abordar así a una de esas señoritas de nariz precisa y linda. «Señorita —le dirías—, soy rico, muy rico… dígame a qué podría invitarla…»

Entonces todo se vuelve sencillo al instante, divinamente, todo lo que era tan complicado un momento antes… Todo se transforma y el mundo tremendamente hostil rueda al instante a tus pies en forma de bola hipócrita, dócil y aterciopelada. Tal vez entonces pierdas al mismo tiempo la agotadora costumbre de pensar en los triunfadores, en las fortunas felices, ya que puedes tocar con los dedos todo eso. La vida de la gente sin medios no es sino un largo rechazo en un largo delirio y sólo se conoce de verdad, sólo se supera de verdad, lo que se posee. Yo, por mi parte, tenía, a fuerza de coger y dejar sueños, la conciencia a merced de las corrientes de aire, toda hendida por mil grietas y trastornada de modo repugnante.

Entretanto, no me atrevía a iniciar con aquellas jóvenes del restaurante la más anodina conversación. Sostenía, discreto y silencioso, mi bandeja. Cuando me llegó el turno de pasar ante las fuentes de loza llenas de salchichas y alubias, tomé todo lo que daban. Aquel refectorio estaba tan limpio, tan bien iluminado, que te sentías como transportado a la superficie de su mosaico, cual mosca sobre leche.

Las dependientas, estilo enfermeras, se encontraban tras las pastas, el arroz, la compota. Cada una con su especialidad. Me atiborré con lo que distribuían las más amables. Por desgracia, no dirigían sonrisas a los clientes. En cuanto te servían, tenías que ir a sentarte a la chita callando y dejar el sitio a otro. Andabas a pasitos cortos con tu bandeja en equilibrio como por una sala de operaciones. Era un cambio respecto a mi Laugh Calvin y mi cuartito ébano con ribetes de oro.

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