Como había aprendido en la galera a contar bien las pulgas (no sólo a atraparlas, sino también a sumarlas, a restarlas, en una palabra, a hacer estadísticas), oficio delicado, que parece cosa de nada, pero constituye toda una técnica, quería aprovecharlo. Los americanos serán lo que sean, pero en materia de técnica son unos entendidos. Les iba a gustar con locura mi forma de contar las pulgas, estaba seguro por adelantado. No podía fallar, en mi opinión.
Iba a ir a ofrecerles mis servicios, cuando, de pronto, dieron orden a nuestra galera de ir a pasar cuarentena en una ensenada contigua, al abrigo, a tiro de piedra de un pueblecito reservado, en el fondo de una bahía tranquila, a dos millas al Este de Nueva York.
Y nos quedamos allí, todos, en observación durante semanas y semanas, hasta el punto de que fuimos adquiriendo hábitos. Así, todas las noches, después del rancho el equipo de aprovisionamiento bajaba del barco para ir al pueblo. Para lograr mis fines tenía que formar parte de aquel equipo.
Los compañeros sabían perfectamente lo que me proponía, pero a ellos no los tentaba la aventura. «Está loco —decían—, pero no es peligroso.» En la
Infanta Combitta
no se comía mal, les daban algún palo que otro, pero no demasiados; en una palabra, podía pasar. Era un currelo aceptable. Y, además, ventaja sublime, nunca los echaban de la galera y hasta les había prometido el Rey, para cuando tuvieran sesenta y dos años, un pequeño retiro. Esa perspectiva los hacía felices, así tenían algo con lo que soñar y, encima, el domingo, para sentirse libres, jugaban a votar.
Durante las semanas en que nos impusieron la cuarentena, gritaban todos juntos como descosidos en el entrepuente, se peleaban y se daban por culo también por turno. Y, en definitiva, lo que les impedía escapar conmigo era sobre todo que no querían ni oír hablar ni saber nada de aquella América, que a mí me apasionaba. Cada cual con sus monstruos y para ellos América era el Coco. Incluso intentaron asquearme por completo. En vano les decía que tenía amigos en aquel país, mi querida Lola entre otros, quien debía de ser muy rica ahora, y, además, el Robinson, seguramente, que debía de haberse hecho una posición en los negocios, no querían dar su brazo a torcer y seguían con su aversión hacia Estados Unidos, su asco, su odio: «Siempre serás un chiflado», me decían. Un día hice como que iba con ellos a la fuente del pueblo y después les dije que no volvía a la galera. ¡Agur!
Eran buenos chavales, en el fondo, buenos trabajadores y me repitieron una vez más que no lo aprobaban, pero, aun así, me desearon ánimo, suerte y felicidad, pero a su manera. «¡Anda! —me dijeron—. ¡Ve! Pero luego no digas que no te hemos avisado: para ser un piojoso, ¡tienes gustos raros! ¡Estás majareta de la fiebre! ¡Ya volverás de tu América y en un estado peor que el nuestro! ¡Tus gustos van a ser tu perdición! ¿Qué quieres aprender? ¡Ya sabes demasiado para ser lo que eres!»
En vano les respondía que tenía amigos allí y que me esperaban. Como si hablara en chino.
«¿Amigos? —decían—. ¿Amigos? Pero, ¡si les importas tres cojones a tus amigos! ¡Hace mucho que te han olvidado, tus amigos!…»
«Pero, ¡es que quiero ver a los americanos! —les repetía en vano—. Y, además, ¡mujeres como las de aquí no se encuentran en ninguna parte!…»
«¡No seas chorra y vuelve con nosotros! —me respondían—. ¿No ves que no vale la pena? ¡Te vas a poner más enfermo de lo que estás! ¡Te lo vamos a decir ahora mismo, nosotros, lo que son los americanos! ¡O millonarios o muertos de hambre! ¡No hay término medio! ¡Seguro que no los vas a ver tú, a los millonarios, en el estado en que llegas! Pero con los muertos de hambre, ¡te vas a enterar tú de lo que vale un peine! ¡Descuida! ¡Y en seguidita!…»
Para que veáis cómo me trataron, los compañeros. Al final, me horripilaban todos, unos frustrados, soplapollas, subhombres. «¡Iros a tomar por culo todos! —fui y les respondí—. ¡Lo que pasa es que os morís de envidia! ¡Ya lo veremos eso de que los americanos me van a dar para el pelo! Pero, ¡lo que es seguro es que todos vosotros tenéis menos cojones que un pajarito!»
¡Para que se enteraran! Entonces, ¡me quedé a gusto!
Como caía la noche, les silbaron desde la galera. Se pusieron otra vez a remar todos a compás, menos uno, yo. Esperé hasta que no se los oyera, pero es que nada, después conté hasta cien y entonces corrí con todas mis fuerzas hasta el pueblo. Era un sitio muy mono, el pueblo, bien iluminado, con casas de madera, que esperaban a que te sirvieses, dispuestas a derecha e izquierda de una capilla, en completo silencio también, sólo que yo era presa de escalofríos, el paludismo y, además, el miedo. Por aquí y por allá, te encontrabas un marino de aquella guarnición, que no parecía apurarse, e incluso niños y luego una niña de lo más musculosa: ¡América! Yo había llegado. Eso es lo que da gusto ver tras tantas aventuras amargas. Te vuelven las ganas de vivir, como al comer fruta. Había ido a parar al único pueblo que no servía para nada. Una pequeña guarnición de familias de marinos lo mantenía en buen estado con todas sus instalaciones para el posible día en que llegara una peste feroz en un barco como el nuestro y amenazase al gran puerto.
Sería en aquellas instalaciones en las que harían cascar al mayor número posible de extranjeros para que los otros de la ciudad no se contagiaran. Tenían incluso un cementerio muy mono preparado en las cercanías y todo cubierto de flores. Esperaban. Hacía sesenta años que esperaban, no hacían otra cosa que esperar.
Encontré una pequeña cabaña vacía y me colé en ella y al instante me quedé dormido y desde por la mañana no se veía otra cosa que marineros por las callejuelas, con traje corto, cuadrados y bien plantados, cosa fina, dándole a la escoba y al cubo de agua en torno a mi refugio y por todas las encrucijadas de aquel pueblo teórico. De nada me sirvió aparentar indiferencia, tenía tanta hambre, que, pese a todo, me acerqué a un lugar en que olía a cocina.
Allí fue donde me descubrieron y arrinconaron entre dos escuadrones decididos a identificarme. En seguida se habló de lanzarme al agua. Cuando me llevaron por el conducto más rápido ante el Director de la Cuarentena, no me llegaba la camisa al cuerpo y, aunque la constante adversidad me había enseñado el desparpajo, me sentía aún demasiado embebido por la fiebre como para arriesgarme a una improvisación brillante. No, me puse a divagar y sin convicción.
Más valía perder el conocimiento. Eso fue lo que me ocurrió. En su despacho, donde más tarde lo recobré, unas damas vestidas de colores claros habían substituido a los hombres a mi alrededor y me sometieron a un interrogatorio vago y benévolo, con el que me habría contentado de muy buena gana. Pero ninguna indulgencia dura en este mundo y el día siguiente mismo los hombres se pusieron a hablarme de nuevo de la cárcel. Aproveché, por mi parte, para hablarles de pulgas, así, como quien no quiere la cosa… Que si sabía atraparlas… Contarlas… Que si era mi especialidad, y también agrupar esos parásitos en auténticas estadísticas. Veía perfectamente que mis actitudes les interesaban, les hacían poner mala cara, a mis guardianes. Me escuchaban. Pero de eso a creerme iba un trecho largo.
Por fin, apareció el comandante del puesto en persona. Se llamaba «Surgeon General», lo que no estaría mal de nombre para un pez. Se mostró grosero, pero más decidido que los otros. «¿Cómo dices, muchacho? —me dijo—. ¿Que sabes contar las pulgas? ¡Vaya, vaya!…» Se creía que me iba a confundir con un vacile así. Pero le devolví la pelota recitándole el pequeño alegato que había preparado. «¡Yo creo en el censo de las pulgas! Es un factor de civilización, porque el censo es la base de un material de estadística de los más preciosos… Un país progresista debe conocer el número de sus pulgas, clasificadas por sexos, grupos de edad, años y estaciones…»
«¡Vamos, vamos! ¡Basta de palabras, joven! —me cortó el Surgeon General—. Antes que tú, ya han venido aquí muchos otros vivales de Europa, que nos han contado patrañas de esa clase, pero, en definitiva, eran unos anarquistas como los otros, peor que los otros… ¡Ya ni siquiera creían en la Anarquía! ¡Basta de fanfarronadas!… Mañana te pondremos a prueba con los emigrantes de ahí enfrente, en la Ellis Island, ¡en el servicio de duchas! El doctor Mischief, mi ayudante, me dirá si mientes. Hace dos meses que el Sr. Mischief me pide un agente “cuentapulgas”. ¡Vas a ir con él de prueba! ¡Ya puedes dar media vuelta! Y si nos has engañado, ¡te tiraremos al agua! ¡Media vuelta! ¡Y mucho ojo!»
Supe dar media vuelta ante aquella autoridad americana, como lo había hecho ante tantas otras autoridades, es decir, presentándole primero la verga y después el trasero, tras haber girado, ágil, en semicírculo, todo ello acompañado del saludo militar.
Pensé que ese método de las estadísticas debía de ser tan bueno como cualquier otro para acercarme a Nueva York. El día siguiente mismo, Mischief, el médico militar de marras, me puso en pocas palabras al corriente de mi servicio; grueso y amarillento era aquel hombre y miope con avaricia y, además, llevaba enormes gafas ahumadas. Debía de reconocerme por el modo como los animales salvajes reconocen su caza, por el aspecto general, porque lo que es por los detalles era imposible con gafas como las que llevaba.
Nos entendimos sin problemas en relación con el currelo y creo incluso que, hacia el final de mi período de prueba, Mischief me tenía mucha simpatía. No verse es ya una buena razón para simpatizar y, además, sobre todo mi extraordinaria habilidad para atrapar las pulgas lo seducía. No había otro como yo en todo el puesto, para encerrarlas en cajas, las más rebeldes, las más queratinizadas, las más impacientes; era capaz de seleccionarlas según el sexo sobre el propio emigrante. Era un trabajo estupendo, puedo asegurarlo… Mischief había acabado fiándose por entero de mi destreza.
Hacia la noche, a fuerza de aplastar pulgas, tenía las uñas del pulgar y del índice magulladas y, sin embargo, no había acabado con mi tarea, ya que me faltaba aún lo más importante, ordenar por columnas los datos de su filiación: pulgas de Polonia, por una parte, de Yugoslavia… de España… Ladillas de Crimea… Sarnas de Perú… Todo lo que viaja, furtivo y picador, sobre la humanidad me pasaba por las uñas. Era, como se ve, una obra a la vez monumental y meticulosa. Las sumas se hacían en Nueva York, en un servicio especial dotado de máquinas eléctricas cuentapulgas. Todos los días, el pequeño remolcador de la Cuarentena atravesaba la ensenada de un extremo a otro para llevar allí nuestras sumas por hacer o por verificar.
Así pasaron días y días, recobraba un poco la salud, pero, a medida que perdía el delirio y la fiebre en aquella comodidad, recuperé, imperioso, el gusto por la aventura y por nuevas imprudencias. Con 37° todo se vuelve trivial.
Sin embargo, habría podido quedarme allí, tranquilo, para siempre, bien alimentado con la manduca del puesto, y con tanta mayor razón cuanto que la hija del Dr. Mischief, aún la recuerdo, gloriosa en su decimoquinto año, venía, a partir de las cinco, a jugar al tenis, vestida con faldas cortísimas, ante la ventana de nuestra oficina. En punto a piernas, raras veces he visto nada mejor, todavía un poco masculinas y, sin embargo, ya muy delicadas, una belleza de carne en sazón. Una auténtica provocación a la felicidad, promesas como para gritar de gozo. Los jóvenes alféreces del destacamento no la dejaban ni a sol ni a sombra.
¡Los muy bribones no tenían que justificarse como yo con trabajos útiles! Yo no me perdía un detalle de sus manejos en torno a mi idolito. Varias veces al día me hacían palidecer. Acabé diciéndome que por la noche también yo podría pasar tal vez por marino. Acariciaba esas esperanzas, cuando un sábado de la vigésima tercera semana se precipitaron los acontecimientos. El compañero encargado de llevar las estadísticas, un armenio, fue ascendido de improviso a agente cuentapulgas en Alaska para los perros de los prospectores.
Era un ascenso de primera y, por cierto, que él estaba encantado. En efecto, los perros de Alaska son preciosos. Siempre hacen falta. Los cuidan bien. Mientras que los emigrantes importan tres cojones. Siempre hay demasiados.
Como en adelante no teníamos a nadie a mano para llevar las sumas a Nueva York, en la oficina no se andaron con remilgos a la hora de nombrarme a mí. Mischief, mi patrón, me estrechó la mano en el momento de partir, al tiempo que me recomendaba portarme muy bien en la ciudad. Fue el último consejo que me dio, aquel hombre honrado, y no volvió a verme nunca, pero es que nunca. En cuanto llegamos al muelle, una tromba de lluvia empezó a caernos encima y después me caló mi fina chaqueta y me empapó también las estadísticas, que fueron deshaciéndoseme poco a poco en la mano. Sin embargo, me guardé unas pocas con tampón bien grande sobresaliendo del bolsillo para tener aspecto, más o menos, de hombre de negocios en la ciudad y, presa del temor y la emoción, me precipité hacia otras aventuras.
Al alzar la nariz hacia toda aquella muralla, experimenté una especie de vértigo al revés, por las ventanas demasiado numerosas y tan parecidas por todos lados, que daban náuseas.
Vestido precariamente y aterido, me apresuré hacia la hendidura más sombría que se pudiera descubrir en aquella fachada gigantesca, con la esperanza de que los peatones no me viesen apenas entre ellos. Vergüenza superflua. No tenía nada que temer. En la calle que había elegido, la más estrecha de todas, la verdad, no más ancha que un arroyo de nuestros pagos, y bien mugrienta en el fondo, bien húmeda, llena de tinieblas, caminaban ya tantos otros, pequeños y grandes, que me llevaron consigo como una sombra. Subían como yo a la ciudad, hacia el currelo seguramente, con la nariz gacha. Eran los pobres de todas partes.
Como si supiera adónde iba, hice como que elegía otra vez y cambié de camino, seguí a mi derecha otra calle, mejor iluminada, Broadway se llamaba. El nombre lo leí en una placa. Muy por encima de los últimos pisos, arriba, estaba la luz del día junto con gaviotas y pedazos de cielo. Nosotros avanzábamos en la luz de abajo, enferma como la de la selva y tan gris, que la calle estaba llena de ella, como un gran amasijo de algodón sucio. Era como una herida triste, la calle, que no acababa nunca, con nosotros al fondo, de un lado al otro, de una pena a otra, hacia el extremo fin, que no se ve nunca, el fin de todas las calles del mundo.
No pasaban coches, sólo gente y más gente todavía.
Era el barrio precioso, me explicaron más adelante, el barrio del oro: Manhattan. Sólo se entra a pie, como a la iglesia. Es el corazón mismo, en Banco, del mundo de hoy. Sin embargo, hay quienes escupen al suelo al pasar. Hay que ser atrevido.