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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (47 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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El rostro del Vikingo, de ordinario sereno y casi inexpresivo, experimentó una violenta contracción.

—No puede ser… —dijo.

—Puedes estar seguro de ello —contestó Sergio—. Lo haré mañana mismo, a estas horas…

—No me refería a eso —dijo el Vikingo, con aspecto preocupado—. No me refería eso; no digo que no vayas a hacerlo. Sólo digo que… ¿cómo puede ser buen wu-wei una cosa así? Debo pensarlo mucho… pero, ¡no puedo haberme equivocado! Siento en mí que lo que vas a hacer es bueno… no sé cómo… pero… es así.

—¿Te hace eso cambiar de opinión?

—Aún no puedo decírtelo, Sergio. Voy a retirarme… a pensar… aunque no hace ninguna falta. Sigo sintiendo lo mismo; es bueno, es bueno… no causará mal. Pero quiero tener la certeza…

La noche transcurrió lentamente, sin que del bosque abandonado viniese un solo rumor. El Manchurri y el Huesos dormían acurrucados bajo las ruedas del autociclo, lejos de la pequeña hoguera donde habían hecho la cena.

Sergio, sabiendo que no iba a poder dormir, se ofreció para quedarse de guardia, y así lo hizo, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en uno de los grandes árboles, y palpando sin cesar el rifle, como si temiese que desapareciera.

No había luna. A través de las extensas ramas apenas se distinguía algún lejano retazo de firmamento, con una solitaria estrella brillando. Era inútil ya buscar el relumbrar de Gabkar, puesto que había decrecido rápidamente hasta casi desaparecer.

Procurando no hacer ruido, para no despertar a sus compañeros, Sergio colocó cuidadosamente un par de pequeñas ramas en la moribunda fogata. No eran necesarias ni por la temperatura, pues la noche era templada y agradable, ni tampoco por protección frente a los predadores, pues era seguro que no había un solo animal en las cercanías.

El Vikingo se levantó, sin decir nada, tomó su rifle, y sin mirar a Sergio, se perdió entre los troncos.

Las ramas ardían alegremente, crepitando, y dejando caer alguna brasa entre la espesa ceniza blanca. El oloroso humo se perdía entre las frondas, mientras las llamaradas se reflejaban fantasmagóricamente sobre la hierba, sobre el costado del carricoche y sobre los grandes troncos, formando como oleadas sucesivas de luz y sombra. A la mente de Sergio volvían ahora lejanas imágenes, y por algún misterioso mecanismo su mente consciente rechazaba aquellas que pertenecían a su vida anterior, en la Ciudad. Recordaba a Edy, a la casa de piedra, con pulidos suelos; a Marta, al Capitán Grotton… al pobre Amílcar Stone… Durante un instante le pareció sentir de nuevo esa fuerza extraordinaria en sus manos, como si una corriente de energía emanase de todo su cuerpo y fuera capaz de domeñar la materia…

Comenzó a amanecer sin que el Vikingo hubiese regresado. Algo como una leve luz gris, casi imperceptible, comenzó a filtrarse a través de las ramas, empezando a resaltar la negra mole de la Columna del Alba y palideciendo las pocas brasas que aún quedaban en la hoguera. Ojeroso, pálido, con el corazón lleno de negros presentimientos, Sergio colocó la cafetera de hierro sobre las brasas, añadió agua y café y esperó…

El agua ni siquiera llegó a hervir, antes de que un lejano zumbido comenzara a oírse. Aunque lo esperaba, Sergio, sobresaltado, se levantó tan rápidamente que casi volcó la cafetera sobre las brasas. El zumbido fue creciendo rápidamente, mientras Sergio corría hacia la linde del bosque, y se transformó en un rugido continuo, que torturaba los oídos.

Algo inconmensurable desplazaba las capas atmosféricas a gran altura sobre el Pilón del Alba; algo tan grande como éste, con un tono intensamente anaranjado, que atravesaba la atmósfera dejando un rastro de vapores inflamados… A medida que se acercaba, pareciendo que iba a aplastar la columna negra y el bosque entero, los valles, montañas y cordilleras, Sergio pudo ver que la masa anaranjada, aún rodeada de turbiones de humo amarillento, iba mostrando las singulares formas poliédricas de un sector de la Ciudad, apareciendo planos y salientes, columnas y protuberancias que se dibujaban cada vez mejor en medio del aire recalentado…

Con un último aullido ensordecedor, y una violenta ola de viento que inclinó los troncos de los árboles, hizo caer ramas y hojas, y produjo una marea cenagosa en el río, el Sector Central de la Ciudad, con toda su gloria de miradores, balconcillos, bóvedas, cubiertas de cristal de roca, superficies deslumbrantes, espejos y estructuras se posó sobre el Pilón del Alba,
acoplándose perfectamente
en él mediante un hueco en su parte inferior que reproducía exactamente la cima truncada de la pirámide.

—¿Qué es eso? —dijo la voz del Vikingo. Estaba tendido a su lado, aún cubierto por las masas de hojas que el brutal movimiento de la atmósfera había desprendido.

—Es la Ciudad… —dijo Sergio—. El Sector Central, donde se halla el Palacio Presidencial, y la sede del Gobierno… Hoy es el jubileo, y es tradicional que el Presidente sea consagrado en la Tierra…

—Lo sabías —afirmó el Vikingo.

—Por eso vine.

Con sus arcadas y construcciones color naranja aun vibrantes en la atmósfera caldeada, el sector de la Ciudad permanecía inmóvil sobre la columna negra.

—¿Has decidido algo? —preguntó Sergio.

—Sí… —contestó el Vikingo, lentamente—. No he cambiado de opinión… Es buen wu-wei. Estaré contigo… y si pasa lo peor siempre sabré que he obrado como debía.

Sin contestar, Sergio, sintiéndose conmovido, le dio una palmada en el hombro. Se volvió hacía atrás; el Huesos y el Manchurri, con los ojos desorbitados, estaban agazapados tras ellos contemplando los gigantescos bloques anaranjados como si del mismo infierno se tratase.

—Ahora —murmuró Sergio— no queda más que esperar. La ceremonia se celebrará en este lado, precisamente, y al aire libre.

—Tomarán precauciones…

—Más de las que tú crees… Por si acaso sería preferible apagar la hoguera… No creo que entren en el bosque; pero no tenemos por qué descuidarnos…

—Manchurri, Huesos… —dijo el Vikingo—. ¿Haréis lo que os digamos?

—Por cierto que no debíamos —contestó el Manchurri, con el terror vibrándole en la voz—. Pero si nos lo pedís vosotros dos cosa mala no ha de ser… por más que ese armatoste tan grande me hiela la sangre en las venas…

—¡Mirad!

En los costados de la estructura anaranjada se abrían diminutas bocas negras, y algo como un enjambre de mosquitos salía de ellas. Sergio no necesitó verlos más cerca para darse cuenta de que eran vedettes mineras, utilizadas provisionalmente como aparatos de vigilancia…

Se retiraron hacia el interior, y apagaron el fuego echándole tierra encima. Un suave sisear se escuchó en la linde del bosque, y les pareció ver un disco color cobre pasando velozmente junto a los árboles. Con cuidado, Sergio se arrastró hasta que pudo divisar el panorama completo del valle. Las vedettes daban vueltas en todo lo que resultaba visible, danzando como peonzas, descendiendo hasta el suelo, alzándose como balas, en un velocísimo desplazamiento vertical, hasta perderse entre las nubes…

Nada sucedió durante una hora, a excepción del ininterrumpido patrullar de las vedettes, que no cesaban en sus desplazamientos. En varias ocasiones pasaron sobre el bosque, o rozando sus costados, haciendo que Sergio enterrase su rostro entre las hierbas, por temor a que destacase demasiado. Una de ellas pasó tan próxima que pudo ver con claridad el rostro del piloto, protegido por gruesas gafas, tras el hemisferio de cristal templado.

Repentinamente, como si una llamada hubiera suspendido la búsqueda, todos los aparatos se retiraron velozmente hacia la Ciudad, sumergiéndose en sus alvéolos.

—De manera que eso es la Ciudad… —dijo el Vikingo.

—Solamente un sector. Lo que queda allí arriba es mucho más grande…

Algo como una humareda violácea surgió de las acastilladas cimas de la Ciudad, en la parte más próxima a ellos. Las humaredas se condensaron poco a poco, formando como unos nudos o cables gaseosos que comenzaron a deslizarse serpentinamente por la extensa muralla negra, siguiendo fielmente las dos rozaduras paralelas que viera Sergio. Durante unos minutos el proceso continuó sin interrupción, produciéndose nuevas humaredas, y descendiendo éstas después, hasta que hubo como dos vías violáceas, titilantes, con un brillo extraño, tendidas desde la Ciudad hasta el suelo.

Fue entonces cuando un fragmento de la Ciudad se puso en movimiento, destacándose del resto. En la formidable muralla anaranjada se abrió una pequeña grieta que fue alargándose y marcando un contorno cortado en ángulos rectos… La grieta se ensanchó, y muy despacio, una parte de la Ciudad comenzó a deslizarse sobre las guías violáceas, descendiendo pausadamente a lo largo de la inclinada cara de la pirámide.

Un suspiro retenido se escapó de los labios de Sergio. Miraba, miraba con tanta atención, que los ojos le dolían. En varias ocasiones tuvo que retirar la vista, cerrar los ojos, y pasarse la mano sobre los doloridos párpados, mientras el sector separado del resto continuaba su paulatino descenso… Sobrepasó la abertura cuadrada, y se detuvo, con un cierto temblor de las estructuras… Se escuchó claramente, en el aire tranquilo de la mañana, algo como el silbido de mil calderas de vapor, y después, un violento choque metálico. Hubo un estremecimiento más, y la parte separada de la Ciudad quedó firmemente anclada a mitad del costado de la pirámide, sin que por eso se interrumpiese su movimiento, pues comenzó a abrirse hacia los lados como una flor al amanecer… Estructuras cuadrangulares, cilíndricas, trapezoidales, corrían unas sobre otras, desplazándose hacia los ángulos de la columna, y todo ello acompañado de rechinar metálico, de silbidos y de ocasionales explosiones, como si una ciclópea maquinaria estuviera trabajando en el interior del fragmento.

—Eso es el palacio —dijo Sergio—. Creo que aún no ha terminado…

Mientras la gigantesca adherencia anaranjada continuaba su lento desdoblamiento, las bocas de los hangares superiores volvieron a abrirse. No fueron las vedettes las que salieron esta vez, sino unos cilindros alargados, coronados en un extremo por una pantalla reticular, de un brillo blanquecino… Con rapidez, se dirigieron alrededor de la pirámide, colocándose sobre el suelo, a un kilómetro de distancia. Una de ellas se situó a corta distancia del bosque, y el terreno retransmitió el rudo choque. Las pantallas reticulares habían quedado en la parte superior y, después de un momento, entre unas y otras surgió como un retorcimiento del espacio, que hacía vibrar las estructuras de la Ciudad y del Pilón del Alba…

—Campo de fuerzas —dijo Sergio, en un susurro—. Fíjate que se han colocado en círculo… Ningún proyectil normal puede atravesar eso… solamente las personas y los vehículos lentos…

—Entonces, ¿cómo vas a…?

Sin contestar, Sergio golpeó expresivamente el cargador dorado, aún colocado en el rifle. Después musitó:

—Estos sí pueden…

El Palacio había quedado abierto sobre el costado de la Columna, formando una extensa explanada horizontal a cuyo final se hallaba la gran abertura rectangular… A los lados, los sucesivos desplazamientos y transformaciones habían formado dos alas coronadas de torres, terrazas, balconcillos y pasarelas extendidas entre unas y otras… Comenzó a escucharse un ligero trompeteo, y algo como una música, ensordecida por la distancia. Las torres y balconcillos se cubrieron rápidamente de penachos de colores, gallardetes y banderas… Una hilera de trazos de humo surgió hacia el espacio desde uno de los bastiones, explotando al final en anchos ramilletes dorados… Figuras insignificantes hormigueaban ahora en los pasadizos y soportales anaranjados… uniéndose unas a otras, y formando una masa cada vez más compacta en la explanada situada en el centro…

La música aumentó el volumen, y algunas palabras llegaban a los oídos de Sergio y de sus compañeros:

«Ciudad en los espacios engarzada,

que surcas orgullosa lo profundo,

tú siempre habrás de ser idolatrada

y siempre reinarás en todo el mundo…»

El ligero viento se llevó el resto de la canción, aunque, de cuando en cuando, retazos de palabras y de música continuaban llegando hasta el bosque. Nuevos cohetes de mil colores, púrpura, dorado, rojo, verde, explotaban sin cesar sobre el palacio, trazando un velo de fuego que se extendía sin cesar, como un palio mágico…

«Aérea, victoriosa e infinita,

tus hijos lucharán por tus laureles

y si un día tu gloria se marchita

te la traerá la sangre de tus fieles…»

A pesar de que seguía con toda atención el desarrollo de los acontecimientos, el Vikingo no pudo evitar el darse cuenta de que, al oír la canción, dos lágrimas habían brotado de los ojos de Sergio. Sin comentar nada, volvió su vista de nuevo hacia la Ciudad, el palacio y la pirámide. El hormigueo era cada vez más intenso, e incluso parecía que en la complicada trama que había quedado en la cima de la pirámide se habían abierto ventanas, surgido pasarelas y mesetas, y numerosos grupos se amontonaban en los saledizos y balaustradas, tratando de ver lo que sucedía abajo, en el Palacio.

La música volvió a aumentar de intensidad, acompañada ahora por un clamoreo confuso, aunque potente. Se percibían con claridad los remolinos de la diminuta multitud, a medida que dos grandes puertas (aún cuando a esta distancia, tenían el tamaño de una hormiga), se abrían en una de las alas laterales del palacio… Hubo un confuso rebullir entre los grupos situados en la parte superior de la Ciudad, evidentemente menos privilegiados que los que habían logrado un sitio en la meseta, y algo se deslizó a través de las puertas que acababan de abrirse… Los ojos del Vikingo, el Manchurri y el Huesos eran apenas capaces de distinguirlo; pero Sergio sabía perfectamente lo que era: el gran vehículo presidencial, llevando sobre sí el trono, el Presidente y los principales dignatarios…

Tratando de dominar los latidos de su corazón, tomó el rifle y lo encaró hacia el palacio, asentándolo firmemente en su hombro. El Vikingo tosió levemente.

—¿Ya?

—Ya —respondió Sergio.

Ajustó los mandos del telémetro, con toda frialdad. Distancia: mil trescientos noventa y seis metros. La pantalla del scope mostraba ahora borrosamente la imagen del vehículo presidencial, con las siglas GRIII en oro sobre fondo escarlata en los tapices y cortinajes… Una mano se posó firmemente sobre su hombro. No levantó la vista; sabía perfectamente que era la del Vikingo.

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