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Authors: Juana Salabert

Velodromo De Invierno (10 page)

BOOK: Velodromo De Invierno
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En mis momentos más absurdamente optimistas, yo soñaba,
deseaba,
que mi padre hubiese arrojado por la ranura de algún tablón mal encolado el pobre saquito de piel al entrelazado de vías de algún andén perdido durante su viaje a Treblinka... Lo deseaba, como desea un reo al que arrastran entre varios al patíbulo la sorpresiva lectura de su indulto, a sabiendas de que tal anhelo entraba del todo en el horizonte de lo imposible. Josué Miranda no se hubiera, no se
había,
seguro, des-Prendido jamás, en ninguna circunstancia, del montoncito de arena que prometió preservar y transmitir, a la par que su apellido, con lágrimas en los ojos, en el instante en que despidió a quien yacía dentro de un ataúd y lo lanzó a los senderos del mundo...

—La ciudad de Dalmases... Debió de amarla mucho.

Por un momento no comprendí si se había referido a Finis o a Ilse. Pero enseguida supe y sonreí, malicioso y conmovido.

—Te equivocas. Javier odiaba Finis. La odiaba tanto que nunca logró irse de ella. Uno sólo llega a despedirse de veras de aquello que deseó suyo para siempre.


La Joya del Cantábrico...

Había vuelto a cerrar su ventanilla, y me observaba, burlón y cómplice, remedando el huero estilo de las frases impresas en los folletos multicolores que fuimos a recoger días antes a una oficina madrileña de turismo.


Campos de golf de entre los más reputados de Europa, un gótico esplendor, renacentistas
palacios señoriales...
—seguí su juego y él entrecerró los ojos.

—No
deje de visitar el encanto de su antigua e intrincada judería
—remachó—. Me pregunto qué fue de sus habitantes.


Que qué se fizo de sus gentes...
Pues bueno, Herschel, unos cuantos se convirtieron sinceramente y otros lo fingieron, y muchos sobrevivieron a duras penas, tratando de pasar desapercibidos, hasta que el Santo Oficio empezó a atormentarles con que si fueron vistos en una venta apartando el tocino en un reborde de sus platos, o conque si sus vecinos y denunciantes tenían noticias de que gustaban de bañarse los sábados... La mayoría de los judíos de Finis se fueron, excepción hecha de quienes se decantaron por Francia, a Portugal,
Portugale,
que decíamos nosotros. También de allí los echaron en 1497. Y entonces vuelta a lo mismo, unos, los menos, se convirtieron, y el resto salió para Amsterdam, Burdeos, el imperio otomano... Y unos cuantos regresaron a Portugal al cabo de un tiempo. A Oporto y a Lisboa.

—A Lisboa. Como mi madre. La única ciudad que sigue gustándote.

—No la única que me
gusta
—corregí—, la única donde aún me parece disponer a mis anchas de un futuro. Por eso la visito tan poco. Cada tres meses. Y nunca me quedo más de siete días en ella. De lo contrario la ilusión se iría al garete.

Había despedido a Javier y a Ilse, justo antes de su regreso a Lisboa, en el París de la liberación, donde supieron de mi supervivencia gracias a las listas chincheteadas por esos vestíbulos del hotel Lutétia que recorríamos a tientas, con vacilantes andares de fantasmas sin más dominios a los que atemorizar que aquellos que se enseñoreaban de los ojos de quienes nos veían sin previo aviso, y nuestros cuerpos furtivos de esqueletos temiéndole al simple sobresalto del chocar de una polilla anunciadora de la noche contra un cristal. Habían leído mi nombre en esas listas de supervivientes consultadas en busca del destino de los Landerman, y me esperaron durante meses casi todas las tardes (cuando ella ya estaba enterada de la muerte de su madre y de su hermano, el pequeño Herschel, pero aún aguardaba noticias del paradero de Arvid, aún interrogaba, con ayuda de los intérpretes voluntarios de tantas lenguas, a los escasos retornados de los campos, proporcionándoles sin esperanzas unas descripciones que de poco iban a servirles, porque la miseria del espanto vivido borró de nuestras memorias casi
todos
los rasgos, sulfatándonos hasta el recuerdo más íntimo), de pie y durante horas, a las Puertas de unas improvisadas oficinas visitadas por gentes repitiéndole a mecanógrafos exhaustos: «sí, mire usted, lo detuvieron en la calle Mme de Sévigné el 7 de agosto del 42, era muy alto, mi hijo
es
muy alto, de más de metro ochenta, Raymond Glücksmann le digo, nacido en el hospital de Port Royal el 20 de marzo de... Atienda, señorita: los datos son Madeleine Vidal, veintidós años cumplidos en noviembre, detenida en enero del 44, judía y militante de las Juventudes Comunistas de Francia, es mi novia, y fue deportada desde Compiègne en los convoyes de la primera semana de febrero, desde entonces no sé nada de ella...» «Mis hijos Hélène y Noah, y mi marido Rene Flammand, nos separaron en el campo de MauthaIlsen, y no he vuelto a verles... por favor, por favor, joven, vuelva a mirar en sus listas, alguno de ellos habrá sobrevivido, no sería tan raro, no ve que
yo
he sobrevivido, por qué no iban a hacerlo ellos, mis hijos tan jóvenes o mi marido que nunca estuvo enfermo, trabajó toda su vida como un animal, si hasta les dijo a las SS de la estación que si era por trabajo por él que no quedara, que llevaba trabajando desde los trece años... y no le escucharon, no escuchaban a nadie, a empujones nos hicieron avanzar hacia los vagones.»

«Sabía que

volverías», Javier Dalmases me rozó un hombro, no hizo amago de abrazarme y si entonces no le agradecí su detalle de pudor (ese gesto que le alabé muchos años después, ante una botella de malta, en un limpio hostal de las estribaciones de Gredos, frente a una lumbre de llamaradas
tranquilizadoras,
y entonces se dejó ir a la emoción, y lo vi llorar sin ruido y sin vergüenza) fue porque ni siquiera era capaz de reconocer al hombre que me estaba hablando, con una chica rubia colgada de su brazo. Se dio cuenta y me deletreó muy despacio su nombre, y el de la hija de Arvid Landerman, y yo les di la espalda. Un rato antes había asistido con indiferencia a una trifulca, porque cuando fui a recoger, a la cola de quienes ya no esperaban a nadie —decías, yo lo comprobé, que buscabas a tu gente de Salónica y te miraban con una mezcla de conmiserativo pavor y de incredulidad, imagínate menos de cuatro mil supervivientes sobre doscientos y pico mil deportados—, la ración de tabaco a que suponía me daba derecho mi historial de resistente en suelo francés, una taquimeca del recién creado Ministerio para ex combatientes y deportados me informó de que «al no estar naturalizado, al ser, según mis propias palabras,
español
no nacionalizado, no iba a poder dármela».
Ya lo ves madre, un español, claro
que sí, un rojo español,
pensé cansadísimo, dándome la vuelta para marcharme sin protestas de las que ya no me sentía capaz; pero entonces el tipo que iba tras de mí en la cola empezó a gritar que menuda vergüenza, para eso habíamos combatido él y la gente como yo por una Francia a la que tías como ella habían precipitado a la mierda de la sumisión, «¡yo también soy un rojo español!, ¡me llamo Antoine Picard, de la calle Chat-qui-Pêche, y soy un rojo español que no ha cruzado en su vida hacia abajo los Pirineos, hija de puta,
pétainista
disfrazada, saca ahora mismo su tabaco y los francos que le debéis los cobardes como tú o te mato a hostias!», gritaba, y la mujer volvió a abrir, tras unos segundos de vacilación, su caja de vales para cartillas, y me tendió un puñado, con la cara demudada de miedo. Estreché la mano de mi valedor cuando ambos abandonábamos el desorden de nuestra fila de muertos vivientes llegados poco antes a la gare de l'Est, donde se nos esperaba con fanfarrias de músicas y ramilletes de flores que miramos con nuestro estupor mustio y acobardado, y él me la apretó casi con furia. «Pero hombre, reacciona, ahora no nos vamos a dejar comer el terreno por más gentuza, eh... después de lo que hemos soportado. Y al cabrón de Franco que le den pasaporte muy pronto,
amigo»,
esta última palabra la dijo en español al despedirme sobre la acera del carrefour Sèvres-Babylone.

Lo miré partir y perderse entre la multitud de esa mañana soleada. Vi su cráneo rasurado idéntico al mío, estudié su andar inequívoco, esa manera inconsciente de moverse tratando de no llamar la atención, atenta a esquivar golpes y castigos, de quienes al entrar a las noches en los barracones nos decíamos para nuestros adentros «otro día más»; reconocí unos andares —los míos— que proclamaban a gritos su última residencia, y me eché a llorar. Ruidosamente, en medio de la gente que no se detenía y apartaba de mí, incómoda, los ojos. Entonces volví a entrar, anduve,
anduví,
hacia la sala de los repartos gubernamentales a resistentes y deportados sin más bienes en la inmediata memoria que el atroz recuerdo de esa tierra de infortunio sobre la que no cayeron.

Quería ver al tipo que acababa de encajar sin ni una sola maldita queja una injusticia, al tipo que se había dado la vuelta con el paso cansino de los menesterosos sin remedio, al pobre hombre volteándose con el fardo de su vergüenza a la espalda y su nueva, e inhábil, resignación de
converso.
Quería verlo porque ese tipo había resultado, acababa de ser, era yo.

Y entonces ellos vinieron a mí, Javier e Ilse, Ilse y Javier, y yo no los reconocí, y cuando lo hice les di la espalda porque aún me duraba la vergüenza. Y él, Dalmases, dijo que ella buscaba todavía a su padre, de paso él trataba de informarse acerca de un gitano... bueno, no se trataba realmente de un gitano, era el suegro de una amiga suya que había viajado con un grupo de gitanos, perdiéndose con ellos en la niebla de la guerra... «con los gitanos es más difícil, apenas hay registros, en cualquier caso es una historia muy larga y no creo que ahora...». Se interrumpió y volvió a decirme: «sabía que volveríamos a vernos». Nos miramos a los ojos y repuse, sonriéndole: «Sí, he sobrevivido.» Y de seguido: «pero qué barbaridad, cómo ha crecido esta niña. Cómo nos ha crecido esta niña».

«Nunca tendré hijos», repitió ella hasta la saciedad en Lisboa en los dos años subsiguientes, «nunca tendré hijos para que les cosan un distintivo en la ropa y les sellen sus documentos, los señalen con mofa otros niños por las calles y se los lleven monstruos de caras tan normales, monstruos que parecían vecinos, hacinados detrás de una locomotora para alimentar sus hornos de ogros. Nunca tendré hijos para que alguien haga jabones con la grasa de sus carnes, billeteros con el revés de sus pieles, relleno de almohadas con sus cabellos. Nunca tendré hijos para que con sus restos se lave la cara, cuente su dinero o descanse un ama de casa en una guerra, un ama de casa que pretende después de haberlos visto, mirándolos, a ella y a los suyos, tras de los listones claveteados de esos vagones de bestias, en alguna parada de estación ferroviaria, que nunca supo de ellos, cómo iba ella a enterarse de nada, ella y los suyos pasaban junto a las sinagogas y las librerías incendiadas y las viviendas saqueadas sin verlas, igual que si fuesen invisibles, respiraban el hedor de los crematorios de Dachau sin sentirlo, como si hubiesen perdido su sentido del olfato y es que, maldita sea, por Dios, ahora resulta que eran
inocentes...
Inocentes. Somos inocentes, vocean por doquier, con muecas de agravio, también nosotros somos víctimas de esta guerra, víctimas engañadas porque "no sabíamos nada"... Y mientras ellos entonan a coro su lamentable estribillo, los verdugos insisten en que se limitaron a cumplir órdenes... No, yo nunca tendré hijos para que me los maten inocentes como los que gasearon a mi hermanito Herschel».

Imaginé a Javier escuchándola en silencio al final de un muelle, en algún café de los del Chiado o la plaza del Rossío, tras de las muchas horas ocupadas en ayudarla a rellenar voluminosos formularios y en responder a las mil y una preguntas de los funcionarios estadounidenses de emigración. Quieto y cansado, más atento a la cadencia inflexiva de sus palabras que a su verdadero sentido, presintiendo acaso, en el instante en que ella las pronuncia como si salmodiara, cuan fácilmente llegan a romperse las más contundentes declaraciones de principios. Por supuesto que no la creyó, no al menos del modo en que iba a creerla cuando poco después le comentó de refilón, y como sin darle mayor importancia al asunto, que estaba bastante segura de que si todo marchaba bien y no le denegaban por apátrida (pues prefería cualquier cosa antes que solicitar de nuevo la nacionalidad alemana, le repugnaba incluso la mera idea de haber sido alguna vez alemana) el permiso de salida, no volvería a pisar tierra europea en todos los años que le quedaran por vivir. Entonces sí que la creyó, cómo no iba a creerla. Pero tampoco en ese momento despegó sus labios, ni soltó cuanto le rondaba por la mente en esas horas previas a los amaneceres de no dormir que pasaba encendiendo un pitillo con la colilla del anterior, midiendo la distancia entre las paredes sucias del piso de Sao Tomé con pasos reiterativos de prisionero o de sonámbulo; esas locas y vanas fantasías en que la muchacha que dormía boca abajo en la única cama de la casa -él se dejaba caer molido sobre un sofá, a eso de la medianoche, y el insomnio lo entresacaba invariablemente de sueños inquietos y ligeros a las cinco, con puntualidad alevosa de relojero en su taller- aceptaba casarse con él, y acompañarlo a su casa, donde se enclaustraban como los únicos celebrantes de una peculiar orden monástica que a nadie más que a ellos admitía. O bien, disparataba su mente, él se convertía a un judaísmo a cuyos signos ella se aferraba con tenacidad amorosa y descreída y los dos se iban muy lejos, a un lugar que no estaba en los mapas. Ella le aseguraba que llevaba ya mucho tiempo apresurándose en crecer para él, y sólo para él, que nunca había desistido de aguardarla. Por eso, cuando años después vio en un cine de Finis esa película,
Retrato de
Jennie,
y escuchó a la niña fantasma prometerle a Joseph Cotten «voy a crecer para ti,
te
prometo que creceré para ti»,
tuvo que levantarse de la butaca y abandonar la sala con prisas de maleante o de evadido. Nunca quiso terminar de verla, y llegó a prohibirnos a sus más íntimos amigos que le mentáramos siquiera hasta el título de una cinta que lo fulminó y estuvo, me confesaba, a punto de matarlo dentro de una sala donde nadie cae víctima de su propia vida fuera de los límites demarcatorios de la pantalla. Ilse temía que se la esperase, pero a Javier Dalmases lo atemorizaba el asalto de sus emociones casi tanto como las turbulencias de una imaginación que se le figuraba de un orden más indecente que pueril y a la que se esforzó siempre, desde que tuvo uso de razón, en domeñar o al menos en distraer, mediante un complejo ejercicio de locas rutinas y una lealtad sin reservas a las rarezas propias. De modo que calló entonces, como callaría después, y aprendió a defenderse del espanto de amor que lo invadía si ella se echaba a llorar de repente, sobre el empinado pavimento de una calle de portales angostos y fachadas de colores, o rompía a reír sin motivo alguno en la cabina de uno de los ascensores de hierro que tanto le gustaban. Por aquella época, entrado ya 1947, yo llevaba casi tres años sin verlos, aunque a veces me mandaban noticias suyas a un apartado de correos de París. Salían muy poco; la Lisboa salazarista les revelaba ahora toda su dormida tristeza, que ella, fugitiva del París ocupado, no llegó a advertir en su primera estancia. Y además, ahora que ya conocía el final de todos los suyos, cualquier cosa o suceso podían sumirla en un desespero que duraba horas, arrojándola a mudas crisis de llanto o a episodios histéricos de vómito... La simple visión de un niño de rizos oscuros, de la edad que tenía su hermano cuando lo dejó
(abandonó,
decía siempre ella) dentro de la ratonera del Velódromo de Invierno, desencadenaba en su interior violentos episodios de angustia de los que emergía con expresión alelada de sonámbula y apatías de suicida rescatado en el último momento de las más turbias aguas de la noche.

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