Velodromo De Invierno (6 page)

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Authors: Juana Salabert

BOOK: Velodromo De Invierno
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Iba a necesitar todo su odio, toda esa audacia... me repetí, al amanecer; el resto de los niños dormía, disperso entre coches olvidados por dueños que nunca volvieron de sus éxodos a Provenza, cuando me alertaron sus pasos en la cocina —yo nunca dormía la noche antes de una salida— y fui hacia ella, a sabiendas exactamente de lo que iba a decirme, insistiéndome con la tranquila desesperación de quien sabe que no será escuchado: «Monsieur Miranda, pero es que no entiende que yo tengo que volver con ellos.» Calenté un pote de café y fumé un rato en silencio, el necesario para prohibirme, prohibirnos, toda incursión sentimental. Desde la guerra española, en la que combatí como voluntario, al principio en Brigadas Internacionales, y tras su marcha en un regimiento del ejército regular, sabía de los peligros que entraña el abandonarse a cierta clase de actitudes en determinadas circunstancias; sucumbes al encantamiento de un recuerdo, al maleficio de un deseo, acaso ínfimo o pueril (de repente, y detrás del punto de mira de una posición
difícil
decides cerrar los ojos, escamotearte a la tensión del ataque inminente, y alargar una mano sobre sacos terreros, no en busca de la brisa nocturna que pronto olerá a pólvora y al manar de la sangre sobre carnes abiertas, sino de caricias del aire de «antes»; un aire anodino de anochecer veraniego cualquiera, no corrompido por pesadas respiraciones de hombres que acaso son ya, mientras esperan las primeras luces o fingen dormir, pienso y vaticinio de muerte, un aire que exhala sólo aromas a tomillo, jaras, resina de pinares entremedias de un tremolar de grillos y distantes cantos de lechuzas. El aire de cuando no había una guerra que tal vez no cuentes), y el resultado de tu distracción es que despiertas gritando de dolor en una cama de hospital que agotó sus reservas de morfinas y anestésicos. O no despiertas y agonizas inconsciente, aferrado a la mano sudorosa de un camillero imberbe. Aprendí muy pronto a recelar y a resguardarme del riesgo de las emociones, que entonces asociaba y confundía, por otra parte, con algún tipo de sospechosa debilidad, a desconfiar de impulsos y gestos ciegos, a no desdeñar nunca los avisos del instinto. Terminé el pitillo y lo aplasté sobre la hornilla. La noche antes habíamos descosido la estrella de su vestido, pero el resultado «cantaba» mucho, y llevaba, bajo la chaquetilla de punto, una blusa y una falda de la mujer de Jérôme que le venían grandes. «Vais a salir enseguida. Buena suerte, Ilse.» Y me fui de la cocina.

«Eres un irracional enamorado de una razón a la que profesas un culto de provinciano con mayúsculas, un creyente de la incredulidad», se divertía a mi costa Klara Linen, en una especie de eternidad anterior, «y quizá por ello me resultes muy poco misterioso... los mediterráneos sois muy poco afectos al misterio, contra lo que de vosotros se suele pensar. A veces me pareces una fiera herida y dispuesta a todos los zarpazos, y otras un tipo extrañamente calculador. No sé ni muy bien por qué me atraes tanto. No sé en absoluto por qué te aprecio, por qué tuve que quererte».

Miré a Herschel encogido sobre su plato, atendí a la desorientada desolación de sus pupilas, y suspiré para mis adentros. Porque, de un modo u otro, y bajo otras luces menos dañinamente asesinas, todo volvía a reiniciarse, y de nuevo se me colocaba en el arduo papel de «responsable de otros», de nuevo otra mirada imploraba de la mía atisbos de absurdas certidumbres, la inminencia de un siguiente, y
correcto,
paso a dar, el asalto a un destino. Lo escruté, pero al mirarlo no vi a Ilse, sino a Klara. «Klara, Klara», suspiré para mis adentros, «qué fácil nos resultó entonces a los dos juzgarlo todo, las vidas y las cosas, con qué facilidad fuimos reos y acusadores». Para Klara las cosas habían sido más fáciles que para mí. Era la hija única de un abogado berlinés de éxito que procuraba no tener que recordar jamás que sus antepasados malvivieron hasta el advenimiento de Bonaparte en guetos sombríos de la Europa central más mísera... Un hombre -no me podía ni ver, me consideraba no sólo un «agitador» de la peor clase, también una especie de «bárbaro» que hablaba un alemán con acento, decía, de zoco piojoso-que creyó a pies juntillas, al igual que muchos de sus correligionarios franceses (tipos como los de aquella maldita UGIF que empezó siendo cándida y terminó resultando únicamente siniestra), en los cantos de sirena de la
asimilación.
Nunca entendieron que en ciertos ambientes no se asimiló jamás dicha asimilación, como no se había asimilado medio siglo atrás un voto que no fuese censitario, ni se asimilaron las vacaciones pagadas del gobierno Blum. Sé de tipos como él que se subieron a los vagones de ganado protestándoles a los impertérritos gendarmes del gobierno colaboracionista francés que velaban, junto a sus colegas alemanes, porque todo transcurriese en un perfecto orden castrense, con educadas lamentaciones del estilo de «pero cómo consiente el Mariscal que se nos trate así».

Pero yo era el chico que se consiguió una beca de estudios haciéndole los recados -y más tarde otras cosas- a esa voluminosa alemana entrada en años y en carnes que se refugiaba, verano tras verano, de sí misma y de su escasa suerte como pintora, en la casa de Salónica en cuya azotea tomaba el sol desnuda, ante el horror de un vecindario que temía sus túnicas de espiritista y escuchaba fascinado sus risotadas bucaneras y sus incomprensibles alegatos vegetarianos en el medio griego y medio turco de su invención... Yo era el chico que anheló el mundo desde que lo contempló pintado, en azules y amarillos, en un globo terráqueo que Grete Wolff, quien con el tiempo y las muchas tardes pasadas en su cama, bajo la recia y amistosa furia de su cuerpo espoleado por los cigarrillos de cocaína, me enseñó alemán y me convirtió en su intérprete, tenía sobre su mesa de tablero, junto a las barajas del tarot y la esfera de vidrio con que consultar las vidas. «Y tú qué quieres, hijo», me lanzó una tarde en que regué sus tiestos de geranios, dispuse los panes de amapolas junto a la otomana desde donde ella me observaba, ebria de vino, y la salvé de morir incendiada y sola en su casa de alquiler, rescatando un humeante puro descomunal de entre las sábanas caídas sobre el piso de azulejos, «qué has venido a hacer aquí». «Lo de siempre, señora Wolff, traerle los panes que encargó del horno de mi padre y cuidar sus plantas.» Tenía entonces trece años, y Grete Wolff, bendita sea su alma de quiromántica de pacotilla, se echó a llorar (recuerdo que volví el rostro, azorado, mientras palmeaba el revoltijo de sábanas quemadas), y enseguida a reír a mandíbula batiente. «Sí, de acuerdo, pero y tú qué quieres, hijo, dime
qué
quieres de verdad en pago, porque todos tenemos un pago que no se mide en monedas, no es cierto, pequeño...» Algo en su desacostumbrada insistencia me hizo perder de golpe la timidez y envalentonó mi voz llena de gallos. «Quiero eso», y señalé la bola terráquea (la del maestro, guardada bajo llave y codiciada por todos, era más pequeña, mucho menos bonita, y estaba agrietada por el lado de África), «quiero el Mundo». «El mundo», repitió la señora Wolff, muy despacio, «el mundo, dices, chico», y entornó los párpados negros de
khôl,
se frotó las orondas mejillas sucias de rímel, y volvió a reír, con carcajadas de ogro bondadoso. «El mundo, muchacho, no el
mapamundi,
no, dices que el mundo...» «Ven aquí, muchacho.» Me arrimé, y supe del tacto suave de sus dedos palpándome las clavículas y del olor tenue de su piel de rubia en la canícula del agosto mediterráneo. «Tendrás el mundo, hijo, palabra de Grete Wolff», afirmó, de pronto muy alegre, y muchas horas después, mientras descansábamos bajo los tules pringosos de su mosquitero de novia perenne, tomó mi mano que se ovillaba maravillada sobre su vientre y añadió: «pero cuida de que el mundo no llegue a tenerte a ti. Esa bola de mierda no tiene compasión».

Le sonreí, un poco aliviado, porque pensar en Grete Wolff tenía siempre la virtud de ponerme de buen humor.

—Bueno, Herschel, no se debe juzgar a la ligera, o no se debería... Tu madre pensó que el silencio era lo mejor para ambos. Había perdido a los suyos, sólo quedaba ella, y Konrad no fue ni por asomo el pariente soñado que uno anhela cuando emigra, sin voluntad de regreso y con el alma en quiebra, a otro continente.

—El cabrón de Konrad. La última vez que nos vimos no me inspiró odio, sentí más bien pena, estaba muy disminuido y achacoso, y aun así seguía mostrándose inauditamente mezquino... Pero escucha, sé que pensabas que ella no debió de mantenerme así, tan completamente a oscuras, durante años y años. Si me ponía muy pesado, me despachaba con cantilenas para tontos. Que se había quedado huérfana durante la guerra, me contaba, y por supuesto no me explicaba
cómo
había muerto su familia. Que por favor no la entristeciese con mis preguntas, que desde luego que yo no era alemán, si incluso mi pasaporte era español, quién me mandaba hacerle caso a Konrad y darle cuerda a sus chocheces si Milita y yo nos cruzábamos con él en medio de una cuadra, que hiciéramos como ella, que ni los saludaba, ni a él ni a la bruja de su mujer. De acuerdo, éramos de origen judío, pero ni siquiera practicábamos, así es que mejor sería que no me obsesionase con el tema. Que la dejase en paz, sólo eso me pedía. En su manuscrito me escribió que tú la entendías, aunque no compartieses su... no, no puedo llamarlo su punto de vista. No sé, sin embargo, qué opinaba
él.
Dalmases, quiero decir. Comprende que no puedo llamarlo «mi padre». Aunque pasado mañana viajemos a Finis para ese asunto de aceptación de herencia y en un despacho alguien se refiera a mí como a su hijo. El hijo del que nadie tenía noticias. No faltará quien me acuse de impostor, imagino.

—Habladurías y acusaciones hay siempre, Hersch, pero eso no debe preocuparte. Todo está en regla, en unos meses podrás disponer de esos bienes. Y en cuanto a Javier... no puedo decirte cuál era su opinión al respecto, sencillamente porque nunca me la dijo.

Esbozó un gesto de impaciencia.

—Esos bienes no me importan. O muy poco, sabes que no necesito dinero. Tengo mi trabajo y la almoneda resultará rentable mientras Bettina Basilia siga encargándose del negocio. No es eso lo que vine a buscar. Ni siquiera sé a qué carajo he venido. Si todos ellos están muertos. Si yo mismo nací para ocupar el lugar de un muerto. No se deshizo de mí únicamente porque deseara un hijo. Quería una criatura que le
devolviese
la vida a su hermano.

—No digas estupideces —lo interrumpí—. Sabes muy bien qué has venido a buscar. Y tu madre, aunque no quisiera reconocérselo, sabía, siempre lo supo, que alguna vez ibas a meterte en su piel. Al contarte su historia por escrito te estaba fijando una cita. No puedes fallarle porque se tiró toda la vida acusándose a sí misma de no haber compartido con ellos el peor de los destinos. Ni Dalmases ni yo logramos convencerla de que haberles sobrevivido no era ningún pecado. Sólo tú puedes hacerlo. Aunque esté muerta. Creo que ella contaba con eso.

Agachó la cabeza, turbado.

—Sabes, después de leer y releer esas páginas fui a una biblioteca y yo... consulté libros, miré esas fotos horribles, yo... perdona si te estoy haciendo recordar cosas, cosas que...

—Vamos, Herschel, no seas niño. Quieres decirme que viste la famosa foto del Velódromo de Invierno. La única que existe, tomada seguramente al segundo o tercer día, por no se sabe quién, si acaso por algún gendarme como el que se ve, en escorzo, al fondo de la pista.

Respiró hondo.

—Sí. Me pasé horas estudiándola. Miraba a las dos niñas sentadas, a la anciana de la pañoleta, a la mujer embarazada, a la chica rubia del vestido claro sentada sobre la rampa de la pista, y después otra vez al gendarme, como si detrás de su uniforme fuese a encontrarla a ella, a mi madre, a la edad que dentro de nueve años cumplirá mi hija Estelle y... Dios, ya sé que hasta el mero hecho de decirlo resulta macabro.

«Como Dalmases», pensé, «también él buscaba en esa foto atroz los pasos perdidos de la pequeña Ilse a la que condujo a Finis...».

Entonces le hablé suave y firmemente.

—Has venido a sacarla de veras del Velódromo de Invierno que nunca abandonó realmente, Herschie. Únicamente tú puedes hacerlo, para que sobreviva en ti. Sólo tú puedes salvarla.

1992 III

Mienten las fotos, como miente la sonoridad de esos nombres inscritos en papel timbrado sucediéndose en una lista de monstruoso orden alfabético si la enuncian y recitan voces anónimas cuya indiferencia distorsionan y multiplican los altavoces de la desdicha. Engañan los espejos que reflejaron en madrugadas perdidas legañosos bostezos infantiles diezmando caras de víctimas o de verdugos futuros que aún no saben, mientras se asoman a sus lisas superficies sin misterio, del espanto o de la iniquidad venideros, del tormento de conocer de antemano la matriculada hora de su muerte, o del turbio y embriagador sentimiento, ese que corrompe siempre a los más débiles y los aboca al oscuro gozo de disponer de las vidas ajenas, aguardándoles al cabo de esos años que aún no se perfilan tras el vaho de su aliento empañando la lámina donde, como todos los niños, desde que mercurio dejó de ser un dios para tornarse seductora bola de plata que mide fiebres y se esconde en los azogues, divisan en ese instante tan sólo los mostachos, los dientes disparejos, del monstruo gordinflón que sus dedos acaban de dibujar sobre la niebla vertical. Estafan, aun sin quererlo, todos los libros de texto donde los muertos son un puñado de cifras, protagonistas de un capítulo de historia ilustrado por imágenes de las que dan miedo e inducen a girar muy deprisa las páginas sobre el pupitre, a rehuir la fijeza de unas pupilas que miran sin ver desde el interior de calaveras que respiran, por encima de los trajes rayados de mortaja donde aún crujiría, por unas horas o unas semanas, con un chasquido de hielos partiéndose, la pobre sonaja de sus huesos vueltos después lenta ceniza sobre la tierra que ahora pisan quienes eluden el pavor de mirarlos.
Leyes raciales de Nuremberg,
reza el sumario,
Conferencia de Wansee,
se lee, al pie del retrato de grupo donde Hitler alza el leve mentón y Goering exhibe a su lado una bufonesca sonrisa de gordo feliz, por qué no está con ellos Pétain, el «héroe» de Verdún, que en 1917 mandó colocar en escarmiento, atados de pies y manos, a los desertores franceses de su estrategia guerrera de camarillas ante el fuego de las trincheras alemanas. Por qué no reluce entre sus uniformes, captada por el magnesio, su aura de anciano inconmovible que firma en Vichy el decreto-ley que tipifica y condena a los judíos franceses, y a sus homónimos extranjeros residentes en su suelo de «hija predilecta de la iglesia», por qué no está allí, encima de la instantánea donde un Bergson moribundo y premio Nobel aguarda, en el frío octubre de 1940, en medio de una resignada fila de desesperados, y a las puertas de una comisaría de distrito, su inscripción forzosa en ese censo que a partir del llamado «Estatuto de los Judíos de Francia» facilitará sus nombres a los recaudadores de la muerte. Allí, entre quienes esperan, en mayo del 42, a la puerta de esas mismas comisarías de barrio, la recogida obligatoria de sus estrellas amarillas, dos por persona, entregadas a cambio de un «punto sobre artículos del textil», punto automáticamente requisado,
prélevé,
de sus cartillas de racionamiento.
Seis millones de muertos
informa el subtítulo,
La solution finale,
se llama ese capitular resumen del horror encabezado por la foto del
Vel d'Hiv.
Por qué no está allí Pétain, ex embajador ante su amigo Franco, con su cremoso bigote de abuelo termal y su seriedad de padre de la nación, de necrófilo secreto que se excita en sueños al calor de una hoguera de eternidad donde Jeanne d'Arc se retuerce sobre leños, como bajo el peso y el delirio de un hombre, ofrendándole, a través del humo, su sonrisa extasiada de virgen bajo las capas fundentes de un maquillaje de burdel.

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