—¿Sois vos Bernouin? —dijo—. ¿Está ahí el señor de D’Artagnan?
—Sí, señora, en el oratorio. Espera a que Vuestra Majestad se prepare.
—Ya lo estoy. Decid a Laporte que despierte y vista al rey, y después ir a avisar al mariscal de Villeroy.
Bernouin hizo un saludo y salió:
Al entrar la reina en su oratorio, alumbrado por una lámpara de cristal de Venecia, encontró a D’Artagnan en pie y aguardándola.
—¿Sois vos? —le preguntó.
—Sí, señora.
—¿Estáis dispuesto?
—Sí.
—¿Y el señor cardenal?
—Ha salido de París sin novedad, y espera a Vuestra Majestad en Cours-la-Reine.
—¿Pero en qué carruaje vamos a ir?
—Todo lo he previsto; abajo hay uno a la disposición de Vuestra Majestad.
—Pasemos al aposento del rey.
D’Artagnan hizo un saludo y siguió a la reina.
El joven rey estaba ya vestido, faltándole sólo los zapatos y la ropilla; dejábase vestir con asombro y multiplicando sus preguntas a Laporte, que sólo le respondía con estas palabras.
—Señor, la reina lo ordena.
Las colgaduras de la cama estaban descorridas y permitían ver las sábanas, tan usadas, que en algunos sitios se clareaban. Esto era afecto a la mezquindad de Mazarino.
Entró la reina, y D’Artagnan se quedó en el umbral. Al ver el real niño a su madre, escapóse de entre las manos de Laporte y corrió hacia ella.
La reina indicó a D’Artagnan que se acercase.
El gascón obedeció.
—Hijo amado —dijo Ana de Austria señalando al mosquetero, que se mantenía inmóvil y grave—, aquí os presento al señor D’Artagnan, hombre valiente como los antiguos paladines, cuya historia os place tanto que os refieran mis damas; guardad su nombre y sus facciones en la memoria; miradle con atención, porque esta noche nos va a prestar un buen servicio.
El joven monarca contempló al oficial con sus rasgados y altivos ojos, y replicó:
—¿El señor D’Artagnan?
—Sí, amado hijo.
Entonces el rey levantó su pequeña mano y se la presentó al mosquetero; éste puso una rodilla en tierra, y la besó respetuosamente.
—El señor D’Artagnan —repitió Luis—, está bien, señora.
En aquel momento oyóse un rumor de voces que se acercaba.
—¿Qué es eso? —preguntó la reina.
—¡Oh! —respondió D’Artagnan, aplicando a la parte de afuera su oído y su mirada penetrante—. Es la voz del pueblo en conmoción.
—Es preciso huir dijo la reina.
—Vuestra Majestad me ha confiado la dirección de este asunto; es necesario quedarse y saber lo que desea el pueblo.
—¡Señor D’Artagnan!
—Yo respondo de todo.
No hay cosa que se comunique más pronto que la confianza. La reina, dotada de gran entereza y valor, comprendía estas virtudes en los demás.
—Haced lo que gustéis —le dijo—; en vos confío.
—¿Me permite Vuestra Majestad dar en su nombre las órdenes que exijan las circunstancias?
—Dadlas.
—¿Y qué desea el pueblo? —preguntó el rey.
—Ahora lo sabremos, señor —dijo D’Artagnan.
Y salió rápidamente.
El tumulto iba en aumento, todo el Palacio Real resonaba con los gritos; en el interior oían voces que no se entendían; era indudable que había un motín.
El rey a medio vestir, la reina y Laporte, se quedaron en el mismo estado y casi en el mismo sitio en que permanecían escuchando y esperando.
Comminges, que daba aquella noche la guardia en palacio, entró para poner a disposición de la reina unos doscientos hombres, que tenía reunidos en las cuadras y en los patios.
—¿Qué pasa? —preguntó Ana de Austria cuando volvió D’Artagnan.
—Pasa, señora, que han corrido voces de que la reina ha salido de palacio llevándose al rey, y que el pueblo quiere que le demuestre que no es cierto o amenaza con echar abajo el edificio.
—¡Oh! Esto ya es demasiado —dijo la reina—. Yo les demostraré que no me he marchado.
D’Artagnan, conociendo en el rostro de la reina que iba a dar alguna orden violenta, se acercó a ella y dijo en voz baja:
—¿Sigue Vuestra Majestad honrándome con su confianza?
Estas palabras le hicieron estremecerse.
—Sí, con toda mi confianza.
—¿Se dignará la reina ejecutar lo que le aconseje?
—Hablad.
—Tenga V. M. a bien despedir al señor de Comminges, ordenándole que se encierre con su gente en el cuerpo de guardia y en las cuadras.
Comminges miró a D’Artagnan con los envidiosos ojos de un cortesano, testigo del favor de un nuevo compañero.
—¿Habéis oído, Comminges? —preguntó la reina.
D’Artagnan, que con su ordinaria sagacidad había comprendido aquella impaciente ojeada, marchó a él y le dijo:
—Perdonadme, señor de Comminges, ¿no somos entrambos servidores de la reina? Pues ahora me toca a mí serla útil; no me envidiéis tal suerte.
Comminges se inclinó y salió del aposento.
—¡Vaya por Dios! —dijo entre sí D’Artagnan—. Héteme aquí con un adversario más.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó la reina—. Porque ya veis que el ruido aumenta en vez de apaciguarse.
—Señora —dijo el oficial—, el pueblo quiere ver al rey y es necesario que le vea.
—¡Cómo! ¿Qué le vea? ¿Dónde? ¿Al balcón?
—No, señora; durmiendo en su cama.
—¡Oh! —dijo Laporte—. El señor D’Artagnan tiene mucha razón.
La reina se quedó meditabunda y se sonrió como mujer capaz de conocer la doblez de aquel proyecto.
—No está mal pensado —murmuró.
—Señor Laporte —dijo D’Artagnan—, id a la verja y decid desde allí al pueblo, que van a ser cumplidos sus deseos, y que dentro de cinco minutos verá al rey, no así como quiera, sino en su cama; añadid que S. M. está durmiendo y que la reina ruega que se haga el menor ruido posible para no despertarle.
—Pero que no vengan todos, sino una comisión de tres o cuatro personas.
—Todos, señora.
—Entonces nos van a tener aquí hasta el amanecer.
—Nos tendrán un cuarto de hora. Señora, yo respondo de todo, no lo dudéis, conozco al pueblo; no es más que un niño grande que con que le acaricien se contenta; al ver al rey dormido se quedará callado con la dulzura y timidez de un cordero.
—Id allá, Laporte —ordenó la reina.
El joven monarca se acercó a su madre y preguntó:
—¿Por qué hemos de hacer lo que quiere esa gente?
—Porque es necesario, hijo mío —contestó Ana de Austria.
—Pues si me han de contestar que es menester, quiere decir que no soy rey.
La reina guardó silencio.
—Señor —dijo D’Artagnan—, ¿me permite vuestra majestad que le haga una pregunta?
Luis XIV volvió la cabeza asombrado de que hubiese quien se atreviera a dirigirle la palabra. Ana de Austria apretó la mano del niño, el cual dijo:
—Sí, señor.
—¿Se acuerda Vuestra Majestad de cuando jugaba en el parque de Fontainebleau o en los patios del palacio de Versalles, y de pronto se entoldaba el cielo y se oían truenos?
—Sí, me acuerdo.
—Pues bien, aquellos truenos decían a Vuestra Majestad por muchas ganas que tuviera de jugar: recogeos, señor, es necesario.
—Es verdad; pero también me han dicho que el ruido del trueno es la voz de Dios.
—Pues oíd la voz del pueblo y veréis que se parece mucho a la del trueno.
En efecto, en aquel momento pasaba un terrible estruendo en alas de la brisa nocturna.
De pronto cesó.
—Mirad, señor —dijo D’Artagnan—, acaban de decir al pueblo que estáis durmiendo, ya veis que aún sois rey.
La reina contempló con asombro a aquel hombre extraordinario, igual a los más valientes por su noble valor y capaz de igualarse a todos por su penetración y astucia.
En esto volvió Laporte.
—¿Qué hay? —preguntó la reina.
—Señora, la profecía del señor D’Artagnan se ha cumplido. El pueblo se ha tranquilizado como por encanto. Van a abrirle la puerta y dentro de cinco minutos estará aquí.
—Laporte —dijo la reina—, si pudieseis poner a cualquiera de vuestros hijos en lugar de S. M. nos marcharíamos entretanto.
—Mis hijos y yo —contestó Laporte—, están a las órdenes de Vuestra Majestad.
—Nada de eso —dijo D’Artagnan—; si alguno de los que vienen conociese a Su Majestad y advirtiese tal subterfugio, todos estaríamos perdidos.
—Tenéis razón, señor D’Artagnan, tenéis razón como siempre —dijo Ana de Austria—. Laporte, acostad al rey.
Laporte puso al rey en el lecho sin desnudarle y le cubrió los hombros con la sábana.
La reina se inclinó hacia él y diole un beso en la frente.
—Haceos el dormido, Luis —le dijo.
—Bueno —contestó el rey—, pero no permito que me toque ninguno de esos hombres.
—Yo estoy aquí, señor —dijo D’Artagnan—, y os aseguro que el que tuviera semejante audacia lo pagaría con su vida.
—¿Qué hacemos nosotros? —preguntó la reina—. Porque ya están ahí.
—Señor Laporte, salid a su encuentro y encargadles otra vez que no hagan ruido. Señora, esperad ahí en esa puerta. Yo me coloco a la cabecera del rey, dispuesto a morir por él.
Laporte salió; la reina púsose junto al tapiz de la puerta, y D’Artagnan se escondió detrás de la colgadura de la cama.
Oyóse luego la marcha sorda y contenida de una gran multitud, y Ana de Austria levantó el tapiz, llevándose un dedo a la boca como para imponer silencio.
Al ver a la reina se detuvieron todos en actitud reverente.
—Entrad, señores, entrad —dijo Ana de Austria.
Hubo entonces en el pueblo un movimiento de indecisión y como de vergüenza; la multitud aguardaba que se le resistiese: esperaba forzar puertas y atropellar guardias, y las puertas se habían abierto a su paso y el rey no tenía a su cabecera más guardia que su madre, al menos aparentemente.
Los que iban delante tartamudearon algunas palabras e hicieron ademán de retroceder.
—Adelante, señores —repitió Laporte—, ya que la reina lo permite.
Entonces, uno de los más atrevidos osó pasar el umbral, y acercóse de puntillas. Imitáronle los demás, y la alcoba se fue llenando silenciosamente, ni más ni menos que si aquellos hombres fuesen los cortesanos más humildes y respetuosos. A la parte exterior se veían las cabezas de muchachos que por no haber podido entrar, se empinaban para ver.
De todo era testigo D’Artagnan, gracias a un agujero que hizo en la colgadura. En el que entró primero reconoció a Planchet.
—Caballero —le dijo la reina conociendo que era el jefe de aquella turba—, deseabais ver al rey, y he querido enseñárosle en persona. Acercaos, miradle y decid si tenemos traza de personas que proyectan escaparse.
—No a fe —contestó Planchet algo aturdido con el impensado honor que se les hacía.
—Decid, pues, a mis buenos y leales parisienses —repuso Ana de Austria con cierta sonrisa, cuya verdadera expresión comprendió D’Artagnan—, que habéis visto al rey durmiendo y la reina a punto de acostarse.
—Así lo diré, señora, y los que me acompañan lo dirán también, pero…
—Pero ¿qué? —preguntó Ana de Austria.
—Perdone Vuestra Majestad —continuó Planchet—, ¿es verdaderamente el rey el que está ahí?
Ana de Austria se estremeció.
—Si hay entre vosotros —dijo— alguno que conozca a Su Majestad, que se aproxime y diga si es él quien está en esa cama.
Salió al frente un hombre envuelto en una capa, con cuyo embozo se cubría el rostro, e inclinando el cuerpo examinó al rey.
Temiendo D’Artagnan que aquel hombre tuviese alguna intención siniestra, echó mano a la espada; pero en el movimiento que hizo el de la capa al bajarse, dejó descubierto parte de su rostro, y nuestro oficial reconoció al coadjutor.
—El rey es —dijo el hombre enderezándose—; Dios bendiga a Su Majestad.
—Sí —dijo a media voz el jefe—, sí, el cielo bendiga a Su Majestad. Y aquella multitud que había entrado impulsada por el furor, pasó de la cólera a la compasión, y bendijo al joven monarca.
—Retirémonos ahora, compañeros —dijo Planchet, después de dar las gracias a la reina.
Inclináronse todos, y salieron poco a poco y sin hacer ruido conforme habían entrado. Planchet, que fue el primero en entrar, fue el último en salir.
La reina le detuvo y le dijo:
—¿Cómo os llamáis, amigo?
Planchet volvió la cabeza, muy sorprendido de esta pregunta.
—Sí —prosiguió la reina—, tengo a tanto honor el haberos recibido esta noche en mi palacio como si fueseis un príncipe, y deseo saber vuestro nombre.
—Pues —pensó Planchet— para tratarme como a los príncipes que son tus enemigos.
D’Artagnan estaba encendido temiendo que su ex lacayo, envanecido como el cuervo de la fábula, dijese su nombre, y que la reina al saberlo supiese también que había pertenecido a su servidumbre.
—Señora —contestó respetuosamente Planchet—, me llamo Dulaurier, para serviros.
—Gracias, señor Dulaurier —dijo la reina—. ¿Y en qué os ocupáis?
—Señora, soy comerciante de paños y vivo en la calle de Bourdonais.
—Es cuanto quería saber —dijo la reina—. Adiós, apreciable Dulaurier. Ya tendrá noticias mías.
—Vamos, vamos —murmuró D’Artagnan saliendo de entre las cortinas—; ya veo que maese Planchet no es ningún tonto; se ve que se ha educado en buena escuela.
Los diferentes actores de esta extraña escena, se quedaron por un momento frente a frente sin pronunciar palabra. La reina de pie al lado de la puerta, D’Artagnan casi fuera de su escondite, y el rey recostado sobre el codo, dispuesto a dejarse caer otra vez sobre el lecho al menor ruido que indicase el regreso de toda aquella muchedumbre; mas en lugar de acercarse el tumulto se fue alejando cada vez más hasta que cesó completamente.
La reina respiró; D’Artagnan se enjugó su húmeda frente, y el rey salió de la cama diciendo:
—Marchemos.
En aquel momento volvió Laporte.
—¿Qué hay? —preguntó la reina.
—Los he seguido hasta la verja —contestó el ayuda de cámara—: allí han dicho a todos sus compañeros que han visto al rey y que la reina les ha hablado; de manera que se van llenos de orgullo.
—¡Ah, canallas! —murmuró la reina—. Cara pagarán su osadía, yo se lo prometo.
Volviéndose luego a D’Artagnan, dijo:
—Señor de D’Artagnan, esta noche me habéis dado los más excelentes consejos que he recibido en mi vida. Continuad. ¿Qué debemos hacer ahora?