—¡Señor D’Artagnan! —decía—. ¡Señor D’Artagnan!
—Aquí está —dijo Porthos.
Porthos calculó que si se iba D’Artagnan ocuparía él solo la cama. Acercóse un oficial y el gascón se recostó sobre el codo.
—¿Sois acaso vos el señor D’Artagnan? —preguntó el emisario.
—Sí, señor. ¿Qué se ofrece?
—Vengo a buscaros.
—¿De parte de quién?
—Del cardenal.
—Decid a monseñor que voy a dormir y que le aconsejo haga lo mismo.
—Su Eminencia no se ha acostado ni se acostará, y manda que vayáis al momento.
—¡Los demonios carguen con él! —murmuró D’Artagnan—. Ni dormir a tiempo sabe. ¿Qué me querrá? ¿Hacerme capitán? En ese caso se lo perdono.
Y el mosquetero se levantó murmurando, cogió la espada, el sombrero, las pistolas y la capa y siguió al oficial, mientras que Porthos, solo y único dueño de la cama, se acomodaba para hacer lo que tanto deseaba su amigo.
—Caballero D’Artagnan —dijo el cardenal al ver acercarse al que tan espontáneamente había enviado a llamar— no he olvidado el celo con que me servís, y voy a probároslo.
—Esto preséntase bien —pensó el mosquetero.
Mazarino le miró y vio pintarse la alegría en su rostro.
—Señor D’Artagnan —le preguntó—, ¿tenéis muchos deseos de ser capitán?
—Sí, señor.
—¿Y vuestro amigo sigue con las suyas de ser barón?
—En este momento está soñando que lo es.
—Entonces —añadió Mazarino, sacando de una cartera el pliego que ya en otra ocasión había enseñado a D’Artagnan—, tomad esto y llevadlo a Inglaterra.
D’Artagnan miró el sobre, que estaba en blanco.
—¿A quién lo he de dar?
—Lo sabréis al llegar a Londres; sólo allí podréis abrir el primer sobre.
—¿Qué instrucciones llevo?
—Obedecer en todo a la persona a quien va dirigida esta carta. Iba el gascón a hacer más preguntas, cuando Mazarino repuso.
—Saldréis de aquí para Boulogne, y en la fonda de las
Armas de Inglaterra
, encontraréis a un caballero joven, llamado el señor Mordaunt.
—Bien, señor; ¿qué hago con él?
—Seguirle hasta donde os lleve. D’Artagnan miró al cardenal con estupor.
—Ya estáis enterado —dijo el cardenal—; id con Dios.
—Fácil es decir
id con Dios
—contestó D’Artagnan—; pero para irme necesito dinero y no lo tengo.
—¡Ah! —exclamó Mazarino rascándose una oreja—. ¿No tenéis dinero?
—No, señor.
—Pues ¿y la sortija de diamantes que os di anoche?
—Deseo conservarla como recuerdo de Vuestra Eminencia.
Mazarino suspiró.
—En Inglaterra es muy cara la vida, señor, y más llevando el carácter de enviado extraordinario.
—¡Pché! —dijo el cardenal—. Aquel país es muy sobrio, hay allí mucha sencillez desde la revolución; pero en fin, no importa.
Y abriendo un cajón, tomó de él un bolsillo.
—¿Qué os parecen estos mil escudos?
D’Artagnan acantiló el labio superior desmesuradamente.
—Que es muy poco, señor, porque no he de irme solo.
—Ya estoy en ello —respondió Mazarino—; os acompañará Du-Vallon, nuestro buen amigo; es todo un caballero, y os aseguro, querido D’Artagnan, que después de vos, es el hombre a quien más estimo en Francia.
—Siendo así, señor —replicó el mosquetero, señalando al bolsillo que aún no había soltado el cardenal—, apreciándole tanto Vuestra Eminencia, ya conoceréis…
—Está bien, por consideración a él añadiré doscientos escudos.
—¡Avaro! —murmuró D’Artagnan—. Pero siquiera —añadió en alta voz— ¿podremos contar para cuando regresemos con la baronía y el ascenso?
—Sí, a fe de Mazarino.
—Me gustaría más otro juramento —pensó D’Artagnan.
Y prosiguió:
—¿Podré presentar mis respetos a la reina?
—Está durmiendo —respondió vivamente Mazarino—, y tenéis que marchar al momento; idos ya.
—Una palabra más, señor, ¿si hay guerra adonde vaya, habré de entrar en acción?
—Haréis lo que os mande la persona a quien os dirijo.
—Corriente —dijo D’Artagnan alargando el brazo para recibir el dinero—: quedad con Dios.
Metióse lentamente los escudos en el bolsillo, y salió diciendo al oficial que le había acompañado y que le aguardaba en la antecámara:
—Caballero, ¿tenéis la bondad de ir a despertar al señor Du-Vallon de parte de Su Eminencia, y decirle que le aguardo en las caballerizas?
La prisa con que empezó a andar el oficial, hizo pensar a D’Artagnan que estaba particularmente interesado en cumplir esta orden.
Acababa Porthos de acomodarse en la cama, y ya comenzaba a roncar armoniosamente, según costumbre, cuando sintió que le daban un golpecito en el hombro.
Creyendo que era D’Artagnan, no se movió siquiera.
—De parte de Su Eminencia —dijo el militar.
—¡Cómo! —exclamó Porthos abriendo los ojos—. ¿Qué decís?
—Que Su Eminencia os envía a Inglaterra, y que el señor D’Artagnan os está aguardando en la caballeriza.
Lanzó Porthos un profundo suspiro, se levantó, tomó el sombrero, las pistolas, la espada y la capa, y echando una triste mirada a la cama en que tan bien había pensado dormir, salió del cuarto.
Así que volvió la espalda, se instaló el oficial en el abandonado lecho, y al atravesar Porthos el umbral de la puerta, roncaba ya su sucesor a pierna suelta. Esto no era extraño; el oficial solamente, exceptuando el rey, la reina y Gastón de Orléans, dormía gratis entre aquella asamblea.
D’Artagnan se dirigió al momento a la cuadra, y con ayuda de la escasa claridad que despedían los primeros albores del crepúsculo, pudo buscar su caballo y el de Porthos, que estaban atados al pesebre, que observó que se hallaba vacío. Compadecido de los pobres animales, marchó hacia un rincón en que se veía relucir un poco de paja, libertada milagrosamente de la noche anterior; pero al reunir esa paja con el pie, tropezó la punta de su bota con un cuerpo redondo, que, herido sin duda en parte sensible, dio un grito y se levantó de rodillas restregándose los ojos. Era Mosquetón, que por no tener paja propia usurpó la suya a los caballos.
—¡Arriba, Mosquetón, arriba! —le dijo D’Artagnan—. ¡A caballo! Reconociendo el lacayo la voz del amigo de su amo, incorporóse precipitadamente, y al hacerlo, dejó caer unos cuantos luises de los que ilegalmente había ganado durante la noche.
—¡Cáscaras! —exclamó D’Artagnan recogiendo un luis y olfateándole—. Vaya un ambiente raro que despide este oro; huele a paja que trasciende.
Mosquetón ruborizóse tan cándidamente, y se turbó tanto, que el gascón no pudo contener la risa.
—Porthos se enfadaría quizá, querido señor Mosquetón —le dijo—; pero yo os perdono. Tened presente, sin embargo, que ese dinero debe serviros de tópico para vuestra herida, y que quiero que estéis contento.
Revistió Mosquetón instantáneamente su semblante de la más jovial expresión, ensilló con actividad el caballo de su amo, y montó en el suyo sin hacer muchos ademanes. Estando en esto llegó Porthos a la cuadra echando pestes y se quedó sumamente sorprendido al ver la resignación de D’Artagnan y el semblante poco menos que alegre de su lacayo.
—¿Qué es eso? —dijo—. ¿Hemos conseguido el grado y la haronía?
—A buscar títulos vamos —respondió D’Artagnan—; cuando volvamos nos los firmará maese Mazarino.
—¿Y adónde nos dirigimos? —preguntó Porthos.
—A París en primer lugar; tengo que arreglar allí algunos asuntos.
—Vamos a París —dijo Porthos.
Y entrambos amigos se encaminaron a París.
Llegados que fueron a las puertas, les asombró la amenazadora actitud de la capital. El pueblo lanzaba mil imprecaciones en derredor de un carruaje hecho pedazos, y tenía prisioneros a un anciano y dos mujeres que habían intentado huir.
Son inexplicables las muestras de benevolencia con que por el contrario fueron recibidos D’Artagnan y Porthos cuando pidieron se les permitiera entrar. Creyéndoles desertores del partido realista, pretendían ganarlos al suyo.
—¿Qué hace el rey? —les preguntaron.
—Dormir.
—¿Y la española?
—Soñar.
—¿Y el miserable italiano?
—Velar. Tened firmeza, porque está claro que cuando se han ido por algo será. Pero como es indudable que sois los más fuertes, no os encarnicéis con mujeres ni ancianos; permitid que se vayan esas señoras, y ensañaos con quien tenga la culpa.
El pueblo oyó plácidamente estas palabras y dejó en libertad a las señoras, las cuales dieron las gracias a D’Artagnan con una expresiva mirada.
—Adelante —dijo el mosquetero.
Y continuaron su camino, atravesando las barricadas, saltando por encima de las cadenas, empujando y siendo empujados, interrogando y siendo interrogados.
En la plaza del Palacio Real encontró D’Artagnan un sargento enseñando el ejercicio a quinientos o seiscientos paisanos: era Planchet, quien procuraba utilizar en pro de la milicia ciudadana sus recuerdos del regimiento del Piamonte.
—Buenos días, señor D’Artagnan —dijo el ex lacayo con acento fanfarrón, reconociendo a su antiguo amo.
Planchet quedóse parado, mirando a D’Artagnan con asustados ojos; la primera fila se detuvo mirando, imitando a su jefe, y así lo fueron haciendo todos, sucesivamente, hasta la última.
—¡Extremadamente ridículos son esos paisanos! —dijo D’Artagnan a Porthos.
Y prosiguió su camino.
Cinco minutos después se apeaban en la fonda de la Chevrette.
La linda Magdalena salió precipitadamente a recibir a D’Artagnan.
—Querida señora de Turquaine —le dijo éste—; si tenéis dinero enterradle pronto, si tenéis alhajas escondedlas lo antes posible; si tenéis deudores, haced que os paguen; si tenéis deudas no las paguéis.
—¿Y por qué? —preguntó Magdalena.
—Porque París va a ser aniquilado ni más ni menos como la antigua Babilonia, de la cual sin duda habréis oído hablar.
—¿Y me dejáis sola en semejantes momentos?
—Ahora mismo parto —dijo D’Artagnan.
—¿Y dónde?
—Si pudierais decírmelo, me haríais un gran favor.
—¡Válgame Dios!
—¿Tenéis alguna carta para mí? —preguntó D’Artagnan, dando a entender a la huésped con un ademán la conveniencia de suprimir lamentaciones inútiles.
—Precisamente acaba de llegar una.
Y se la entregó a D’Artagnan.
—¡De Athos! —exclamó éste al conocer la clara y cursiva letra de su amigo.
—¡Hola! —dijo Porthos—. Veamos lo que dice.
Queridos amigos D’Artagnan y Du-Vallon: Acaso será esta la última vez que recibáis noticias mías. Aramis y yo somos ahora muy desdichados; pero aún nos sostienen Dios, nuestro valor y la memoria de nuestra amistad. No os olvidéis de Raúl. Os recomiendo los papeles de Blois, y si dentro de dos meses y medio no tenéis noticias de nosotros, enteraos de su contenido. Dad al vizconde apretados abrazos en nombre de vuestro afectísimo amigo,
Athos.
—Ya lo creo que le abrazaré —dijo D’Artagnan—; tanto más, cuanto que le veremos en el camino: si tiene la desgracia de perder a nuestro pobre Athos, le adopto por hijo.
—Y yo —añadió Porthos— prometo nombrarle mi heredero universal.
—Veamos que más dice Athos.
Si encontráis por esos caminos a un señor Mordaunt, desconfiad de él: No puedo deciros más en esta carta.
—¡Señor Mordaunt! —exclamó D’Artagnan sorprendido.
—¡Señor Mordaunt! —añadió Porthos—; me acordaré. Pero parece que hay otra posdata de Aramis.
—En efecto —respondió D’Artagnan—, dice así:
Queridos amigos: No os decimos el sitio en que nos hallamos, porque conocemos vuestro fraternal cariño y sabemos que vendríais a morir con nosotros…
—¡Voto a!… —interrumpió Porthos con una expresión de cólera que envió a Mosquetón de un salto al otro extremo de la sala—; ¿están en peligro de muerte?
D’Artagnan prosiguió:
Athos os lega a Raúl, y yo os lego una venganza. Si por fortuna echáis mano a un tal Mordaunt, decid a Porthos que lo arrastre a un rincón y le apriete el pescuezo: no me atrevo a explicaros más por escrito.
Aramis.
—Si no es más que eso —dijo Porthos—, es fácil hacerlo.
—Al contrario —repuso D’Artagnan con aire sombrío—, no es posible.
—¿Por qué?
—Justamente vamos a Boulogne a reunirnos con ese señor Mordaunt, y hemos de pasar con él a Inglaterra.
—¿Hay más que no hacerlo e irnos a buscar a nuestros amigos? —preguntó Porthos con un gesto capaz de asustar a todo un ejército.
—Ya he pensado en ello —dijo D’Artagnan—; pero la carta no tiene fecha ni sello.
—Es verdad —contestó Porthos.
Y se puso a pasearse como un frenético por el cuarto, gesticulando y sacando repetidas veces un tercio de la espada.
D’Artagnan se quedó inmóvil, confuso y con el semblante alterado por su profunda aflicción.
—Eso es portarse mal —decía—; Athos nos insulta, quiere morir solo; es portarse mal.
Mosquetón, testigo de la desesperación de aquellos dos hombres, deshacíase en lágrimas acurrucado en un rincón.
—Basta —dijo D’Artagnan—; de nada sirve afligirse. Vámonos; daremos un abrazo a Raúl, y veremos si ha tenido noticias de Athos.
—¡Calla! Pues no es mala idea —respondió Porthos—. Yo no sé cómo os componéis, querido D’Artagnan; pero siempre estáis lleno de ideas. Vamos a dar un abrazo a Raúl.
—¡Ay del que mire con malos ojos a mi amo en este instante! —murmuró Mosquetón—. No doy nada por su pellejo.
Con esto montaron a caballo y partieron. En la calle de San Dionisio encontraron mucha gente reunida. El señor de Beaufort acababa de llegar del Vendomois y el coadjutor presentábalo a los asombrados parisienses, que teniendo al duque con ellos se creían invencibles.
Ambos amigos se encaminaron por una callejuela por no encontrarse con el príncipe, y llegaron a la barrera de San Dionisio.
—¿Es cierto —preguntaron los guardias— que está en París el señor de Beaufort?
—Tan cierto —contestó D’Artagnan—, que de su parte vamos a recibir a su padre, el señor de Vendóme, que también viene.
—¡Viva el duque de Beaufort! —gritaron los guardias. Y se apartaron respetuosamente para abrir paso a los emisarios del príncipe.
Pasada la barrera, aquellos dos hombres, que no conocían el cansancio ni el desaliento, devoraron el camino arrebatados por sus caballos: iban hablando de Athos y Aramis.