—¿Adónde os dirigís? —preguntó la reina.
—A comunicar la respuesta de V. M. a los que están esperando.
—Quedaos; no quiero que se suponga que capitulo con esos rebeldes.
—Señora, lo he prometido —dijo el mariscal.
—Y eso, ¿qué significa?
—Que como no me mandéis prender, me veo en la necesidad de bajar.
—¡Oh! Pues no lo dejéis por eso, señor mío —repuso la reina—; ya lo he hecho con personas más altas que vos. ¡Guitaut!
Mazarino se interpuso y dijo:
—Señora, si por mi parte me atreviera a daros mi opinión…
—¿Sería la de poner en libertad a Broussel? En ese caso podéis dispensaros de hacerlo.
—No es eso —dijo Mazarino—, aunque quizá no andaría tan desacertado.
—Pues, ¿qué es?
—Llamar al coadjutor.
—¿Al coadjutor? —dijo la reina—. A ese enredador que ha armado todo el motín.
—Precisamente por eso —repuso Mazarino—; si lo ha armado lo podrá desarmar.
—Señora —dijo Comminges, que estaba mirando por un balcón—; justamente tenéis ocasión de hacerlo: el coadjutor está echando bendiciones en la plaza del Palacio Real.
—Cierto —dijo la reina aproximándose al balcón—. ¡Hipócrita! Vedle.
—Veo —repuso Mazarino— que todo el mundo se arrodilla ante él, aunque no es más que coadjutor, y en cambio, si yo me hallase en su lugar, me harían pedazos, aunque soy cardenal. Insisto, pues, señora, con mi
deseo
(Mazarino enfatizó esta expresión) de que V. M. le reciba.
—¿Y por qué no decís también en
vuestra voluntad
? —contestó la reina en voz baja.
Mazarino hizo un saludo.
La reina estuvo un instante pensativa, y luego dijo alzando la cabeza:
—Señor mariscal, marchad a buscarme al señor coadjutor y traédmele.
—¿Y qué diré al pueblo? —preguntó el mariscal.
—Que tenga paciencia —contestó Ana de Austria—; harta tengo yo. Tan imperioso era el acento de la orgullosa española, que el mariscal no hizo la menor observación; saludó y marchóse:
D’Artagnan se volvió hacia Porthos y dijo:
—¿En qué parará todo esto?
—Allá lo veremos —respondió Porthos con su acostumbrada flema. En aquel intermedio marchó Ana de Austria hacia Comminges, y le habló en voz baja.
Mazarino miraba inquietamente hacia donde estaban D’Artagnan y Porthos.
Los demás circunstantes se decían algunas palabras por lo bajo. Abrióse por fin la puerta y se presentó el mariscal seguido del coadjutor.
—Aquí tenéis, señora —dijo el primero—, al señor de Gondi que viene con la mayor prontitud a ponerse a disposición de V. M.
La reina dio cuatro pasos hacia él y se detuvo fría, serena e inmóvil, moviendo desdeñosamente el labio inferior.
Gondi inclinóse respetuosamente.
—Vamos a ver, señor mío —dijo la reina—, ¿qué decís de este motín?
—Que ya no es motín, señora —respondió el coadjutor—, sino rebelión.
—La rebelión está en los que suponen que mi pueblo puede rebelarse —exclamó Ana, incapaz de disimular delante del coadjutor, a quien consideraba, quizá con razón, como el promotor del desorden—. ¡Rebelión! Así llaman los que la quieren al movimiento que ellos mismos han preparado; pero esperad, esperad, ya lo arreglará todo la autoridad del rey.
—Señora —dijo fríamente el coadjutor—, ¿me ha hecho V. M. el honor de admitirme a su presencia para decirme eso?
—No, querido coadjutor —interrumpió Mazarino—, sino para preguntaros qué opináis que debemos hacer en este caso.
—¿Es cierto —preguntó Gondi aparentando admiración— que S. M. me ha mandado llamar para pedirme mi parecer?
—Sí —dijo la reina—, así lo han querido. El coadjutor se inclinó.
—¿Y Vuestra Majestad desea?…
—Que digáis lo que en su lugar haríais —se apresuró a contestar Mazarino.
El coadjutor miró a la reina, que hizo una señal afirmativa.
—Si yo fuese S. M. —dijo fríamente Gondi—, no vacilaría, pondría en libertad a Broussel.
—Y si no le pongo en libertad —respondió la reina—, ¿qué os parece que sucederá?
—Me parece que mañana no quedará en París piedra sobre piedra —interrumpió el mariscal.
—No os interrogo a vos —dijo la reina con sequedad y sin volverse siquiera—, sino al señor de Gondi.
—Si es a mí a quien pregunta V. M. —respondió el coadjutor—, le diré que soy de la opinión del señor mariscal.
Agolpóse la sangre al rostro de la reina; parecía que sus bellos ojos azules iban a saltar de sus órbitas; sus labios de carmín, comparados por todos los poetas de la época a una granada en flor, se pusieron pálidos y temblaron de rabia; finalmente, tal expresión tomó, que casi asustó al mismo Mazarino, a pesar de lo acostumbrado que estaba a presenciar sus furores domésticos.
—¡Poned en libertad a Broussel! —exclamó al fin con espantosa sonrisa—. Buen consejo a fe mía. Bien se conoce que lo da un eclesiástico.
Gondi aguantó esta ofensa como había aguantado el día anterior los sarcasmos de la corte; pero el rencor y la venganza se iban aglomerando silenciosamente y gota a gota en el fondo de su alma. Redújose a mirar fríamente a la reina, la cual empujaba a Mazarino como incitándole a que dijese algo por su parte.
Mazarino meditaba mucho y hablaba poco según su costumbre.
—Vamos, vamos —dijo—, buen consejo es ese, consejo de amigo. Yo también les volvería al buen señor Broussel muerto o vivo, para que quedase terminado todo.
—Si le volvierais muerto, es verdad que todo quedaría concluido, pero no del modo que pensáis, monseñor.
—¿He dicho muerto o vivo? —replicó Mazarino—. Es un modismo; ya sabéis que no soy muy fuerte en lengua francesa, que vos habláis y escribís perfectamente, señor coadjutor.
—Este es un consejo de Estado hecho y derecho —dijo D’Artagnan a Porthos—; pero mejores los hemos celebrado nosotros en la Rochela con Athos y Aramis.
—En el baluarte de San Gervasio —contestó Porthos.
—En el baluarte y fuera de él.
El coadjutor dejó pasar el chubasco y repuso siempre con la misma tranquilidad.
—Señora, si no es mi consejo del agrado de V. M. será sin duda porque tendrá otros mejores en que escoger; estoy muy persuadido de la prudencia de la reina y de sus consejeros para creer que dejarán durar mucho tiempo en la capital ese violento estado que puede acarrear una revolución.
—Conque a vuestro parecer —repuso con sarcasmo la española, mordiéndose los labios de ira—, ese motín de ayer, que hoy es ya una rebelión, podrá convertirse en revolución mañana.
—Sí, señora —dijo seriamente el coadjutor.
—Es decir, que pensáis que los pueblos han sacudido toda clase de freno.
—Malo está el año para los reyes —dijo Gondi sacudiendo la cabeza—; mirad lo que pasa en Inglaterra, señora.
—Sí, pero afortunadamente, aún no tenemos en Francia ningún Cromwell —repuso la reina.
—¡Quién sabe! —exclamó Gondi—. Estos hombres son como el rayo; no se les conoce hasta que descargan el golpe. Estremeciéronse todos los presentes y reinó un momento de silencio.
La reina se puso las dos manos sobre el pecho como para comprimir los precipitados latidos de su corazón.
—Porthos —dijo D’Artagnan—,, mirad bien a ese sacerdote.
—Ya lo veo —dijo Porthos—. ¿Qué tenemos?
—Nada, que es todo un hombre.
Porthos miró a D’Artagnan con extrañeza, manifestando a las claras que no entendía muy bien lo que le quería decir su amigo.
—Vuestra majestad —prosiguió el implacable coadjutor— adoptará las medidas convenientes; pero preveo que serán terribles, y propias sólo para irritar a los descontentos.
—Bien; entonces, señor coadjutor —dijo con ironía la reina—, vos que tanto poder tenéis sobre ellos y que sois nuestro amigo, les apaciguaréis dándoles la bendición.
—Quizá sea muy tarde —repuso Gondi con la misma frialdad—; tal vez haya perdido yo para entonces toda influencia, al paso que poniendo en libertad a Broussel, Vuestra Majestad cortará de raíz la sedición y tendrá derecho a castigar cruelmente cualquier otra tentativa.
—¿No lo tengo ahora? —dijo la reina.
—Si lo tenéis, usad de él —contestó Gondi.
—¡Diantre! —dijo D’Artagnan a Porthos—. Ved ahí un carácter que me gusta; ojalá fuera ministro y estuviera yo a su servicio, en lugar de estar al de ese belitre de Mazarino. ¡Pardiez! Buenas cosas habíamos de hacer entre los dos.
—Sí —dijo lacónicamente Porthos.
La reina despidió con un ademán a su corte, excepto a Mazarino. Gondi inclinóse y se dispuso a retirarse como los demás.
—Quedaos, señor coadjutor —dijo la reina.
—Bueno —pensó Gondi—, va a ceder.
—Va a mandarle ejecutar —dijo D’Artagnan a Porthos—; pero en todo caso, no será por mi mano. Juro, por el contrario, que si le tocan, me arrojaré sobre sus agresores.
—Yo también —añadió Porthos.
—Bien —dijo Mazarino cogiendo una silla—, preparémonos a ver esto.
La reina seguía con la vista a los que se marchaban. Luego que se cerró la puerta, Ana de Austria volvióse hacia el cardenal y el coadjutor. Conocíase que estaba haciendo violentos esfuerzos pare reprimir su cólera: se abanicaba, respiraba esencias y empezó a pasearse de un lado a otro. Mazarino estaba en su asiento como reflexionando. Gondi, que empezaba a inquietarse, sondeaba los tapices con la vista, tanteaba la coraza que llevaba bajo su largo ropaje y de vez en cuando examinaba por debajo de la muceta si estaba bien al alcance de su mano el puño de su puñal español que allí llevaba oculto.
—Vamos a ver —dijo la reina, deteniéndose por fin—, ahora que estamos solos, repetid vuestro consejo, señor coadjutor.
—Helo aquí, señora: simular que habéis reflexionado, reconocer públicamente un error, en lo cual consiste la fuerza de los gobiernos poderosos, sacar a Broussel de su prisión y devolverlo al pueblo.
—¡Oh! —exclamó Ana de Austria—. ¡Humillarme de este modo! ¿Soy reina o no? Toda esa canalla que vocea, ¿es o no la turba de mis súbditos? ¿No tengo amigos, no tengo guardias?… ¡Por Nuestra Señora!, como decía la reina Catalina —prosiguió, acalorándose con sus propias palabras—, antes de volverles a ese infame de Broussel, sería capaz de ahogarle con mis propias manos.
Y se lanzó con los puños crispados hacia Gondi, al cual aborrecía en aquel instante tanto como a Broussel.
Gondi permaneció inmóvil; ni un solo músculo de su rostro se movió, y únicamente su mirada de hielo se cruzó como un afilado acero con la furiosa mirada de la reina.
—Es hombre muerto si queda algún Vitry en la corte y entra en este instante —dijo el gascón—. Pero yo mataré a ese Vitry antes de que se acerque al buen prelado; el señor cardenal Mazarino me lo agradecerá luego.
—¡Silencio! —dijo Porthos—. Escuchad.
—Señora —exclamó el cardenal, cogiendo el vestido de Ana de Austria y tirando de ella—, señora, ¿qué hacéis?
Y añadió en español:
—¿Estáis loca, Ana? ¡Armáis riñas de gente plebeya, vos, toda una reina! ¿No veis que en la persona de ese sacerdote tenéis ante vos a todo el pueblo de París, al cual es peligroso insultar en este momento?, ¿no veis que, si ese cura quiere, dentro de una hora no tendréis corona? Vamos, más tarde, en otra ocasión os mantendréis firme; pero ahora no es tiempo; lisonjead, acariciad, bajo pena de no ser más que una mujer vulgar.
A las primeras palabras de este discurso, D’Artagnan cogió del brazo a Porthos, y le apretó cada vez con más fuerza; cuando calló Mazarino, dijo a su amigo:
—Porthos, nunca digáis delante del cardenal que entiendo el español, o soy perdido y vos también.
—Bueno —contestó Porthos.
Aquella severa admonición, revestida de cierta elocuencia que caracterizaba a Mazarino cuando hablaba en italiano o en español, y de que carecía enteramente cuando hablaba en francés, fue pronunciada con tanta impasibilidad, que Gondi se convenció, aunque hábil fisonomista, de que era sólo una simple indicación para que se expresara en términos moderados.
La enojada reina se apaciguó de pronto, e hizo desaparecer el fuego de sus ojos, el carmín de sus mejillas y la verdosa cólera de sus labios. Sentóse, y dejando caer los brazos, dijo con voz humedecida por las lágrimas:
—Dispensad, señor coadjutor, y atribuid esta violencia a lo que padezco. Como mujer, sujeta a las debilidades de mi sexo, me asusta la guerra civil; como reina, acostumbrada a ser obedecida, me irrito a la primera resistencia que encuentro.
—Señora —dijo Gondi inclinándose—. Vuestra Majestad se equivoca al calificar de resistencia mis sinceros consejos. Vuestra Majestad no tiene más que súbditos sumisos y respetuosos. Ningún enojo siente el pueblo contra la reina; llama a Broussel y nada más; considerándose muy feliz con vivir bajo las leyes de Vuestra Majestad… siempre que Vuestra Majestad les devuelva su consejero —repuso Gondi sonriéndose.
Mazarino había aplicado el oído a las palabras de
ningún enojo abriga el pueblo contra la reina
, creyendo que iba a hablar el coadjutor de los gritos de ¡caiga Mazarino! Agradeció a Gondi aquella supresión, y dijo con el más agradable semblante:
—Señora, creed al coadjutor, que es uno de los más hábiles políticos que poseemos; el primer capelo vacante debe venir de molde a su noble cabeza.
—¡Cómo me necesitas, tunante! —dijo entre sí Gondi.
—¿Y qué nos prometerá a nosotros el día que quieran matarle? —preguntó D’Artagnan—. ¡Diantre! Si así reparte capelos, démonos prisa, Porthos, y pidámosle mañana un regimiento cada uno. ¡Pardiez! Si dura un año la guerra civil, todavía he de hacer que se dore para mí la espada de condestable.
—¿Y para mí?
—Te reservaré el bastón de mariscal del señor de la Meilleraie, que no me parece goce de gran favor en este momento.
—Formalmente, señor coadjutor —dijo la reina—, ¿teméis esa conmoción popular?
—Formalmente, señora —contestó Gondi sorprendido de no haber adelantado más—. Cuando rompe un torrente su dique, temo siempre que cause grandes estragos.
—Y yo —repuso la reina— creo que en este caso es menester oponerle un dique nuevo. Idos, reflexionaré.
Gondi miró a Mazarino con asombro; Mazarino se acercó a la reina para hablar, y en aquel momento oyóse un espantoso tumulto en la plaza del Palacio Real.
Sonrióse Gondi, inflamáronse las miradas de la reina, y Mazarino se puso sumamente pálido.