—¿Qué pasa? —dijo este último.
En el mismo instante precipitóse Comminges en el salón.
—Perdonadme, señora, el pueblo ha hecho trizas a los centinelas contra las verjas y ahora está forzando las puertas. ¿Qué ordena Vuestra Majestad?
—Oíd, señora —dijo Gondi.
El mugido de las olas, el estallido del rayo, los ruidos de un volcán inflamado, no son comparables con la tempestad de gritos que se elevó al cielo en aquel instante.
—¿Qué ordeno, preguntáis? —dijo la reina.
—Sí, el tiempo urge…
—¿Cuánta gente tendréis dispuesta en el Palacio Real?
—Seiscientos hombres.
—Poned cien alrededor del rey, y con los demás dispersad ese populacho.
—Señora —dijo Mazarino—, ¿qué hacéis?
—Idos —añadió la reina.
Comminges se marchó con la pasiva obediencia militar.
Entonces se oyó un crujido terrible: empezaba a ceder una puerta.
—Señora —exclamó Mazarino—, nos estáis perdiendo a todos, a vos, al rey y a mí.
Ana de Austria sintió miedo a su vez al oír aquel grito salido del alma del aterrado cardenal, y mandó llamar a Comminges.
—Es tarde —dijo Mazarino arrancándose los cabellos de desesperación—. ¡Es muy tarde!
Cedió la puerta y oyéronse los aullidos de alegría del populacho. D’Artagnan llevó la mano a la espada e hizo seña a Porthos de que le imitase.
—¡Salvad a la reina! ¡Salvad a la reina! —dijo Mazarino dirigiéndose al coadjutor.
Gondi se lanzó a la ventana, la abrió y divisó a Louvieres a la cabeza de unos tres o cuatro mil hombres.
—¡No deis un paso más! —gritó—. La reina va a firmar.
—¿Cómo? —exclamó Ana de Austria.
—La verdad, señora —respondió Mazarino presentándola papel y pluma—. Firmad, Ana —añadió—; os lo suplico, lo exijo.
Dejóse caer la reina en un sillón, tomó la pluma y escribió.
El pueblo no se había movido, contenido por Louvieres; pero el horrible murmullo que revelaba la cólera de la multitud continuaba. La reina escribió lo siguiente:
«El alcaide de la cárcel de San Germán libertará al consejero Broussel».
El coadjutor, que devoraba con la vista sus menores movimientos, tomó el papel en cuanto firmó la reina, volvió al balcón, y dijo con él en la mano:
—Aquí está la orden.
El pueblo respondió con un immenso grito de alegría, y en seguida resonaron las voces de: ¡Viva el coadjutor! ¡Viva Broussel!
—¡Viva la reina! —añadió Gondi.
Sólo algunas voces medio apagadas respondieron a este viva. Tal vez el coadjutor no lo había dado más que para probar la impotencia de Ana de Austria.
—Ahora que habéis logrado lo que queríais —dijo ésta—, idos, señor de Gondi.
—Cuando la reina me necesite —respondió el coadjutor inclinándose—, ya sabe Su Majestad que estoy a sus órdenes.
La reina hizo una inclinación de cabeza, y Gondi se retiró.
—¡Ah! ¡Maldito cura! —exclamó Ana de Austria tendiendo la mano hacia la puerta aún entreabierta—. Algún día me pagarás la hiel que hoy me has hecho tragar.
Y viendo que Mazarino iba a acercarse a ella, añadió:
—Dejadme, no sois hombre.
Y salió de su habitación.
—Vos sí que no sois mujer —murmuró Mazarino.
Al cabo de un instante de meditación se acordó de que D’Artagnan y Porthos, permanecían escondidos, y por consiguiente debían haberlo visto y oído todo. Contrajéronse sus cejas y levantó el tapiz: el gabinete estaba desierto.
De allí pasó a la galería, y en ella halló a los dos amigos paseando.
—¿Por qué habéis salido del gabinete, señor de D’Artagnan? —preguntó Mazarino.
—Porque la reina mandó a todos que se retiraran, y pareció que aquella orden hablaba con nosotros lo mismo que con los demás.
—Es decir, que estáis aquí…
—Hace un cuarto de hora —dijo D’Artagnan mirando a Porthos para que no le desmintiese.
Sorprendió Mazarino esta mirada, y se convenció de que D’Artagnan todo lo había presenciado, mas no dejó de agradecerle la mentira.
—Decididamente, señor de D’Artagnan —le dijo—, sois el hombre que buscaba y podéis contar conmigo, lo mismo que vuestro amigo. Saludando después a los dos con agradable sonrisa, volvió más tranquilo a su gabinete, porque a la salida de Gondi el tumulto había cesado completamente.
Ana de Austria volvió enfurecida a su oratorio.
—¡Cómo! —exclamaba retorciéndose los brazos—. ¡Cómo! ¿De modo que el pueblo ha visto a mi suegra María de Médicis prender al señor de Condé, primer príncipe de la sangre, ha visto al señor cardenal desterrar a mi suegra, su antigua regente, ha visto prisionero en Vincennes al caballero de Vendóme, al hijo de Enrique IV, sin decir nada cuando se insultaba, se encarcelaba, se amenazaba a esos altos personajes, y ahora por un Broussel…? ¡Dios santo! ¿Qué ha sido de la majestad real?
La reina tocaba sin saberlo una cuestión muy grave. El pueblo nada había dicho en favor de los príncipes, y sublevábase en favor de Broussel, porque se trataba de un plebeyo, y al defender al consejero conocía por instinto que se defendía a sí mismo.
Mientras tanto Mazarino paseaba por su gabinete, mirando de vez en cuando su hermosa luna de Venecia hecha pedazos.
—¡Bah! —decía para sí—. No es grato ceder de este modo; pero ya tendremos revancha: ¿qué nos importa Broussel? Es un hombre y no una cosa.
A pesar de toda su política, Mazarino se engañaba en aquel momento: Broussel era una cosa y no un hombre.
Cuando a la mañana siguiente hizo el consejero su entrada en París, en una hermosa carroza, con su hijo Louvieres al lado y Friquet a la zaga, todo el pueblo se precipitó armado a su paso: oyéronse por doquier los gritos de: ¡Viva Broussel!, ¡viva nuestro padre!, llevando la muerte a los oídos de Mazarino: de todas partes daban malas noticias los espías del cardenal y de la reina, que encontraban al primero muy excitado y a la segunda muy tranquila, y con señales esta última de estar meditando alguna grave resolución, lo cual hacía crecer la zozobra del ministro, que conocía y temía los arrebatos de su orgullo.
El coadjutor había vuelto al Parlamento, siendo más rey que lo eran el rey, la reina y el cardenal juntos. De acuerdo con su parecer, invitó el Parlamento al vecindario por medio de un edicto a deponer las armas y deshacer las barricadas, porque ya estaba visto que no se necesitaba más que una hora para volver a tomar las unas y una noche para hacer de nuevo las otras.
Considerándose amnistiado por su triunfo y sin temer ya que le ahorcaran, Planchet volvió a su tienda convencido de que si daban el más pequeño paso para prenderle, el pueblo se sublevaría en su favor como acababa de hacerlo por Broussel.
Rochefort devolvió sus ligeros al caballero de Humieres; faltaban dos, pero el caballero, que era frondista allá en sus adentros, no quiso admitir indemnización ninguna.
El mendigo se situó otra vez en el atrio de San Eustaquio, distribuyendo como antes agua bendita con una mano, y pidiendo limosna con la otra, sin que nadie sospechara que aquellas dos manos ayudaron a arrancar del edificio social la piedra fundamental de la monarquía.
Louvieres estaba orgulloso y satisfecho; habíase vengado de Mazarino, a quien detestaba, y contribuido mucho a sacar de la cárcel a su padre; su nombre fue repetido con temor en el Palacio Real, y decía, riéndose, vuelto al seno de su familia:
—¿Suponéis, padre, que si ahora pidiese el mando de una compañía a la reina, me lo daría?
D’Artagnan se aprovechó de aquellos momentos de tranquilidad para dar suelta a Raúl, a quien le costó gran trabajo tener encerrado durante el motín y que quería absolutamente desenvainar la espada en favor de unos o de otros. Raúl opuso al principio algunas dificultades, mas D’Artagnan habló en nombre del conde de la Fère, y el joven marchó a hacer una visita a la señora de Chevreuse y partió en seguida para el ejército.
Rochefort era el único a quien le pareció que no había concluido bien el asunto; había escrito al duque de Beaufort que fuese a París y cuando llegase el príncipe debía encontrar la ciudad tranquila.
Fue, por tanto, a ver al coadjutor para preguntarle si sería conveniente enviar contraorden al duque, pero Gondi reflexionó unos momentos y dijo:
—Dejadle que confirme su camino.
—¿Pues no se ha acabado ya todo? —preguntó Rochefort.
—No, amigo, aún estamos al principio.
—¿Qué os inclina a suponer?…
—El conocimiento que tengo del corazón de la reina: no querrá darse por vencida.
—¿Pues qué? ¿Está preparando algo?
—Es probable.
—¿Qué noticias tenéis? Sepamos.
—Sé que ha escrito al príncipe de Condé que vuelva del ejército a toda prisa.
—¡Hola!, ¡hola! —replicó Rochefort—. Tenéis razón, es necesario dejar que venga el duque de Beaufort.
La misma tarde de esta conversación corrieron voces de que había llegado Condé.
Esta noticia era muy natural, y sin embargo, causó una inmensa sensación: decíase que la señora de Longueville había cometido ciertas indiscreciones, y que el príncipe, a quien se acusaba de profesar a su hermana un afecto que excedía los límites de la amistad fraternal, le había confiado secretos que revelaban siniestros proyectos de parte de la reina.
Sin aguardar al otro día, algunos principales, entre los que se contaban regidores y capitanes de barrio, se fueron a casa de sus conocidos diciendo:
—¿Qué inconveniente habría en apoderarse del rey y conducirle a la Casa Ayuntamiento? Dejar que le cerquen nuestros enemigos, y le den malos consejos sería un grave error, pudiendo dirigirle por ejemplo al coadjutor, infundiéndole sanos principios y amor al pueblo.
Por la noche reinó una sorda agitación; a la mañana siguiente aparecieron otra vez las capas pardas y negras, las patrullas de tenderos armados y las bandadas de mendigos.
La reina pasó la noche hablando a solas con el príncipe, el cual fue introducido a las doce en su oratorio y no salió de él hasta las cinco de la mañana.
A esta hora pasó la reina al gabinete del cardenal. Aquélla no se había acostado aún y éste estaba ya levantado. Ocupábase en aquel momento en redactar la respuesta de Cromwell; ya habían pasado seis días de los diez pedidos a Mordaunt.
—¡Bah! —decía para sí—. Le he hecho esperar un poco, pero Cromwell sabe muy bien lo que son revoluciones para extrañarse de ello.
Estaba, pues, leyendo el primer párrafo de su minuta cuando tocaron suavemente a la puerta que daba a los aposentos de la reina. Sólo Ana de Austria podía venir por aquella parte; el cardenal se levantó y marchó a abrir.
La reina hallábase en traje de casa; pero este traje le sentaba bien todavía, porque Ana de Austria, lo mismo que Diana de Poitiers y Ninon Lenclos, conservó siempre el privilegio de ser hermosa. Aquella mañana lo estaba todavía más que de costumbre, porque sus ojos tenían todo el brillo que presta a las miradas una satisfacción interior.
—¿Qué tenéis, señora? —preguntó Mazarino inquietamente—. Muy orgullosa parece que venís.
—Sí, Giulio —contestó ella—; orgullosa y feliz, porque he encontrado un medio de ahogar a esa hidra.
—Sois una excelente política, reina mía —dijo Mazarino—; sepamos ese medio.
Y ocultó lo que estaba escribiendo, metiendo la comenzada carta debajo de algunos pliegos de papel blanco.
—Ya sabéis que desean apoderarse del rey —dijo la reina.
—¡Ah, sí! Y ahorcarme a mí.
—Pues no me lo quitarán.
—Ni me ahorcarán, Benone.
—Oídme. Trato de sacar de aquí a mi hijo, marchándome con él y vos conmigo. Quiero que este plan, que cambiará la faz de las cosas de la noche a la mañana, se lleve a cabo sin que lo sepa nadie más que vos, yo y otra persona.
—¿Y esa persona?…
—El príncipe de Condé.
—¿Conque es verdad que ha llegado?
—Anoche.
—¿Y le habéis visto?
—Ahora me separo de él.
—¿Se adhiere al proyecto?
—Él me lo ha aconsejado.
—¿Y París?
—Le sitiará por hambre y le obligará a rendirse.
—No deja de ser grandioso el proyecto, pero hay una dificultad.
—¿Cuál?
—Su imposibilidad.
—¡Palabra sin sentido! Todo es posible.
—En proyecto.
—Y en ejecución. ¿Tenemos dinero?
—Un poco —dijo Mazarino, temiendo que Ana de Austria quisiera apelar a su bolsillo.
—¿Y tropas?
—Cinco o seis mil hombres.
—¿Y valor?
—De sobra.
—Pues está hecho. ¡Oh! ¿No lo entendéis, Giulio? París, ese odioso París, despertará una mañana sin reina y sin rey, cercado, sitiado, hambriento y sin más recurso que su estúpido Parlamento y su enano y patizambo coadjutor.
—¡Bellísimo, bellísimo! —dijo Mazarino—. Comprendo el efecto, pero no veo de qué manera se puede lograr.
—Yo encontraré medios.
—¿Sabéis que eso es suscitar una guerra, una guerra civil, ardiente, encarnizada e implacable?
—¡Oh! Sí, sí, una guerra —respondió Ana de Austria—; sí, quiero convertir en cenizas esa ciudad rebelde; quiero apagar el fuego con su sangre, quiero que un espantoso ejemplo eternice el crimen y el castigo. ¡París! ¡Le aborrezco, le detesto!
—Poco a poco, Ana; ¿ya sois sanguinaria? Id con tiento, no estamos en tiempo de los Malatesta ni de los Castrucco Castracani; os vais a hacer decapitar, bella reina mía, y sería una lástima.
—¿Os bromeáis?
—No suelo chancearme; es muy peligrosa la guerra con todo un pueblo; ved a vuestro hermano Carlos I; se halla mal, muy mal.
—Estamos en Francia y soy española.
—Tanto peor,
per Baccho
, mucho peor; más valiera que fueseis francesa y yo también; no nos odiarían tanto.
—Sin embargo, ¿aprobáis mi plan?
—Cierto, si comprendo que es posible.
—Lo es, yo lo aseguro; id haciendo los preparativos de viaje.
—Yo siempre estoy dispuesto a marchar; pero ya lo sabéis, nunca me marcho… y esta vez sucederá, sin duda, lo que las demás.
—Pero, en fin, ¿si yo me voy, vendréis conmigo?
—Probaré.
—Me estáis matando de intranquilidad con tantos temores, Giulio; ¿qué teméis?
—Muchas cosas.
—¿Cuáles son?
La fisonomía de Mazarino convirtióse de irónica en sombría.