Utopía (61 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
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Se sentó con la espalda apoyada en la pared, demasiado aturdido para ser consciente de cualquier otra cosa que no fuera una molesta sensación en las manos. Se las retiró como si fuesen las manos de otra persona; las tenía desolladas, pues el calor del disparo le había quemado la piel. Las dejó caer a los lados y, moviéndose lentamente, como en un sueño, miró hacia atrás. Vio a Peccam sentado contra la pared opuesta, con las manos sobre los ojos. Smythe había desaparecido.

Warne exhaló lentamente y apoyó la cabeza contra la fría superficie de la pared. Sobre el regazo tenía el bastoncillo apagado. El dolor en las manos era cada vez más fuerte, pero mucho peor era el cansancio. El sonido de las alarmas, el agua que le chorreaba por la cara le parecían cosas muy distantes. Quizá, si cerraba los ojos, conseguiría dormir.

Su mirada se posó de nuevo en el camión blindado. Entonces, como si hubiese recibido una descarga eléctrica, se sentó con tanta brusquedad que el bastoncillo rodó por el duelo.

John Doe caminaba por encima del capó del camión. Tenía el rostro tiznado y los cabellos quemados, le humeaban los hombros de la chaqueta, y la sangre le manaba de la nariz y los oídos. No pareció darse cuenta de la presencia de Warne, de los billetes destrozados, ni de nada de lo que lo rodeaba. Su mirada se mantenía fija en la salida del pasillo.

Warne se levantó tambaleante, sin apartar los ojos de las manos de Doe. En una empuñaba una pistola, y en la otra, el transmisor de infrarrojos.

Miró en derredor. Las quemaduras le impedían utilizar las manos e, incluso de haber podido usarlas, el agua había empapado las bengalas. No tenía nada a su alcance para impedir la fuga, no podía hacer nada.

Miró de nuevo hacia el camión. John Doe ya había alcanzado al suelo y había desaparecido de la vista, camino de la salida.

16:32 h.

John Doe caminó por el pasillo sin pensar en el humo, el agua, la confusión, ni los cadáveres destrozados en el interior del camión. Su paso era inseguro, pero mantenía bien sujeto el transmisor. Las sirenas de las alarmas de todo tipo sonaban por todas partes, pero no las oía: la explosión de la tercera bengala le había roto los tímpanos. No prestó ni la más mínima atención a la sangre y los restos humanos que tenía en la chaqueta y en los pantalones, porque no eran suyos.

Un guardia apareció a la carrera. Al ver a Doe, le gritó:

—¿Qué demonios ha pasado? ¿Está herido?

La respuesta de Doe fue levantar el arma y disparar. Tenía sangre y quemaduras en los ojos, pero aún era capaz de ver el semicírculo de luz al final del pasillo de acceso. No estaba muy lejos.

Apareció un segundo guardia, y tampoco esta vez vaciló John Doe. Efectuó un certero disparo sin siquiera detenerse.

Pasó por el puesto de vigilancia —ahora desierto— y solo tuvo que dar unos pocos pasos más para salir al aparcamiento. La sombra de la cúpula cubría la mayor parte de la zona, pero así y todo la luz era casi demasiado intensa para sus ojos malheridos. Avanzó a trompicones, mientras la sangre le goteaba de las orejas. Algunos de los empleados, que habían acudido corriendo desde los muelles de carga al oír las explosiones, se detuvieron y lo miraron, atónitos. Doe siguió caminando, sin hacerles caso. Un par de coches circulaban por el aparcamiento, unas vagas sombras para él, pero a Doe solo le interesaba llegar al coche que había escoltado al camión blindado y que lo sacaría de este lugar, de la terrible catástrofe que estaba a punto de abatirse sobre el parque. ¿Cuál era aquella frase de
Vishnu
citada en el
Bhagavad Gita
? «Me convertiré en la muerte, el destructor de mundos.» Al menos, así la recordaba; no tenía la mente clara como de costumbre.

Había perdido el dinero, por supuesto, pero tenía los discos; eran una compensación muy generosa. Distinguió la inmensa curva que trazaba la sombra de la cúpula en el suelo.

Apretó con fuerza el transmisor. Cuando llegara a ese punto, se volvería. Allí tendría el ángulo adecuado para enviar la señal.

Con los puños apretados para protegerse las palmas, Andrew Warne consiguió trepar por encima del capó del camión y pasar al otro lado. Ignoraba qué podía hacer; solo sabía que debía impedir que John Doe transmitiera la señal.

El proyector holográfico portátil que Peccam y él habían colocado para detener el camión estaba ahora tumbado como consecuencia de las ondas expansivas de las explosiones. Así y todo continuaba proyectando una imagen de Warne contra el techo: los brazos cruzados, las piernas separadas. Apretó el paso y se encontró en mitad del pasillo con un guardia muerto de un disparo en el pecho, y un poco más allá un segundo. Escuchó detrás un griterío, gente que corría. Pasó junto al puesto de guardia y salió al aparcamiento.

Se detuvo por un instante y miró en derredor, buscando a John Doe. Para su gran horror lo vio directamente delante, a un centenar de metros, justo en la línea de sombra proyectada por la cúpula de Utopía.

Vio cómo levantaba un brazo con un movimiento lento y preciso.

—¡No! —gritó Warne y echó a correr en línea recta.

Pero, incluso mientras corría, vio el transmisor apuntando al cielo, distinguió la sonrisa sádica en el rostro de John Doe y comprendió que era demasiado tarde.

Entonces, como por arte de magia, la cabeza de john Doe estalló en una nube de sangre y sesos.

El cuerpo se desplomó hacia atrás; el transmisor cayó al suelo. Solo entonces Warne oyó el estampido. Resonó por todo el aparcamiento, por encima del estruendo de las sirenas, y continuó rebotando entre las paredes del cañón.

Warne corrió hasta el transmisor y comenzó a darle taconazos hasta reducirlo a fragmentos. Luego se volvió para mirar hacia lo alto del inmenso muro trasero de Utopía.

Allá arriba, casi en el borde; se recortaba una silueta contra la sombra de la cúpula, una figura con una gorra y una chaqueta de pana y apoyada en un fusil. La figura levantó un brazo en un débil saludo para Warne. Después se sentó bruscamente y el fusil desapareció de la vista.

Warne también se sentó en el cemento, que, a pesar de la sombra, aún retenía parte del calor de todo el día. Un poco más allá, yacía el cuerpo de john Doe con la cabeza deshecha.

Miró en derredor, abrazado a las rodillas, y vio vagamente un coche último modelo con una luz ámbar en el techo, que salía del aparcamiento y encaraba el camino de servicio que llevaba a la carretera 95. Warne no le hizo caso. Tenía la mirada fija en un punto más lejano: en la línea roja del horizonte, donde una hilera de abultadas sombras se acercaban por encima de una banda de nubes. Le pareció oír un tronar, como el batir de unas alas gigantescas. Llegaba la caballería.

E
PÍLOGO

El sol de la mañana reverberaba en las paredes del cañón, y la piedra arenisca resplandecía en una profusión de rojos, amarillos y ocres. Warne ocupaba un asiento junto a la ventanilla y disfrutaba con el calor en el rostro. En esta ocasión había recordado traer las gafas de sol. El suave balanceo del vagón era reconfortante, como el recuerdo del mecer de la cuna en la infancia. Las palabras de bienvenida que sonaban en el altavoz las decía la misma voz educada que en su viaje anterior, solo que ahora habían añadido una referencia a Calisto, que había reabierto las puertas dos semanas antes con nuevas atracciones.

Alguien le hablaba por encima del hombro. Salió de su ensimismamiento y se volvió. Su interlocutor era un hombre de unos cuarenta años, con una calvicie incipiente y una expresión amable.

—¿Decía? —preguntó Warne.

—Decía si esta es su primera visita.

Warne sacudió la cabeza. Recordó la última vez que había visto estas laderas rojas: desde un helicóptero de salvamento que volaba a toda velocidad hacia Las Vegas, con las manos metidas en bolsas de hielo, y un hombre de uniforme que no dejaba de hacerle preguntas.

Por un momento, el balanceo del vagón fue menos reconfortante.

—Pues para mí es mi primera visita, y no puedo creerlo —añadió el hombre de carrerilla—, y todo por un artículo que escribí.

Desapareció la sensación, y Warne apartó los recuerdos.

—¿Un artículo?

—Efectivamente. Para el Epicurean Quarterly Review. Sobre cocina medieval. Mi especialidad es la historia de la cocina.

—La historia de la cocina —repitió Warne.

—Sí —dijo el hombre, con un tono de entusiasmo—. La semana pasada me llamó Lee Dunwich, el jefe del servicio de Restauración de Utopía, ¿qué le parece? Nada menos que Lee Dunwich en persona, que renunció a su restaurante de tres estrellas en París para venir aquí. El caso es que me invitó a venir para que revisara algunos de los menús que ofrecen.

Han abierto dos nuevos restaurantes, y las encuestas señalan que los clientes no están muy conformes con algunos de los platos. Vera, la comida medieval suele ser un poco… ¡Oh, Dios mío, allí está!

El monorraíl había pasado por un curva del cañón, y delante se alzaba la impresionante fachada color cobre de Utopía, que, iluminada por el sol, parecía un monumental espejismo. El hombre había callado bruscamente y solo tenía ojos para el fantástico espectáculo.

Al ver la expresión de asombro en el rostro del experto en cocina medieval, Warne no pudo evitar una sonrisa.

—Que disfrute de la visita —dijo.

En el Nexo todos los relojes marcaban las 00.50. Las largas galerías vacías parecían estar esperando, como si contuviesen el aliento ante la invasión que no tardaría en llegar. Warne se quedó en el andén, entretenido en contemplar la estructura de acero y madera del inmenso recinto, los restaurantes y comercios vacíos, la grácil curva azul de la cúpula.

Respiró lenta y profundamente. El experto. —Warne ya ni recordaba su nombre— bajaba la rampa para dirigirse hacia la fila de recepcionistas, vestidos con americanas blancas y formados como si se tratara de una revista militar. La fila comenzó a deshacerse a medida que los recepcionistas iban al encuentro de los especialistas externos y las personalidades.

Warne vio a una joven que saludaba al historiador. Le pareció que era Amanda Freeman, la recepcionista que lo había recibido nueve meses antes.

Luego, cuando se disponía a bajar, vio inesperadamente que Sarah Boatwright subía la rampa con paso enérgico.

En un primer momento se sorprendió, como siempre, de las líneas de su rostro, puras y fuertes. Pero, al acercarse, vio algo más: la leve inclinación hacia abajo de las comisuras de los labios y unas sombras debajo de los ojos que parecían delatar un profundo e íntimo pesar.

En las semanas que siguieron a su regreso a Pittsburgh, se había entrevistado con una legión de investigadores de diversos Organismos de Seguridad estatales y federales, y con agentes de relaciones públicas de Utopía. Después había mantenido innumerables conversaciones telefónicas con los diseñadores y los técnicos de sistema del parque. Pero esta era la primera vez que tendría la ocasión de hablar con Sarah. La última vez que la había visto, Sarah estaba sentada en el suelo de una celda con el moribundo Fred Barksdale entre sus brazos. Pensó en si correspondía saludarla con un abrazo, y acabó por tenderle la mano.

—Sarah, que agradable sorpresa.

Ella le estrechó la mano, un apretón firme pero breve.

—Vi tu nombre en la lista de los especialistas visitantes y me pareció correcto darte la bienvenida.

—¿No tendrías que estar en otra parte? En la reunión matinal, ¿cómo se llamaba?

—¿La reunión previa a la apertura? Creo que por una vez podrán apañárselas sin mí.

Bajaron la rampa tras los especialistas y sus acompañantes, que los conducían a los lugares donde necesitaban de sus servicios. Warne vio otro reloj: marcaba las 0.48.

—La verdad es que resulta agradable alejarse de vez en cuando —comentó Sarah—. Todo el mundo está como loco con los preparativos del segundo aniversario, y después tenemos que atender a un sinfín de nuevas normas. Cuando no es un funcionario, es otro. El Departamento de Salud y Seguridad Pública de Nevada, la Dirección de Medio Ambiente, la Agencia de Seguridad Laboral. A veces tengo la sensación de que nos han convertido en burócratas.

—¿Tan malo es?

—Peor. Pero no ha perjudicado al negocio. La asistencia al parque ha subido un quince por ciento en el último trimestre. Ahora somos los terceros en el ranking de parques temáticos.

Warne era consciente de que había algo reconfortante en esta charla, en la mención de cifras y porcentajes. Había algo diferente en Sarah, algo en el fondo de su mirada agridulce, pero fue incapaz de definirlo.

Pasaron entre un grupo de fuentes, y dejaron atrás las atracciones holográficas y el portal de entrada de Camelot. Los actores y los empleados pasaban a toda prisa, entraban y salían de puertas ocultas, todos muy ocupados en los detalles de última hora. Más adelante, cerca de la entrada de Calisto, un músico vestido con un mono color mercurio cargaba con un instrumento que parecía un violonchelo futurista.

—Vamos —dijo Sarah, cuando el silencio amenazaba con hacerse incómodo—. Hay algo que creo que querrás ver.

Caminaron por la calle de los negocios, pasaron frente a la galería del Ojo de la Mente, al fin llegaron al Nexo, donde había un enorme portal hexagonal. La palabra «Atlantis» aparecía en el frontispicio escrita con unas letras que se ondulaban como si estuviesen hechas de agua. «Por supuesto», pensó Warne al verla.

Al ver que se acercaban, un grupo de acomodadores reunidos delante del portal saludaron a Sarah y se apartaron. Ambos recorrieron un pasillo de techo bajo y salieron a lo que a Warne le pareció una playa tropical. Al parecer, estaban llevando a cabo una gran excavación arqueológica; miró sorprendido la multitud de herramientas, las zonas acotadas, los estratos del terreno. Todo tenía el aspecto de ser una excavación realizada por profesionales. A esta hora todavía temprana, se encontraba desierta.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Warne.

Sarah lo miró, un tanto sorprendida.

—¿Es que no has visto las representaciones virtuales?

—Solo vi unos bosquejos. Estaba muy ocupado con las especificaciones técnicas.

—Sigue el modelo de las excavaciones que se están realizando en la actualidad en Akrotirti.

Es una excavación arqueológica en toda regla, donde no falta detalle, incluidos los registros fotogramétricos. La idea es que los visitantes pasen por una excavación de Atlantis en marcha. Será la «descompresión». Después el portal los llevará a través del tiempo, hasta la edad dorada de la ciudad. Hemos intentado que esta inmersión sea lo más real posible. La construcción ya está terminada; hemos demorado un mes la inauguración para hacer un par de… refinamientos. —La directora del parque lo miró con viveza.

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