Utopía (34 page)

Read Utopía Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
8.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

La solución, sin embargo, creó un segundo problema el estruendo de las vagonetas, que pasaban con intervalos de un minuto, era tan fuerte que los empleados de Utopía que trabajaban en el subterráneo no querían estar en las zonas de los niveles A y B más cercanas a los raíles.

De nuevo, los ingenieros encontraron la solución.

Durante la construcción del parque, los niveles subterráneos estaban abarrotados de cables: en la guía que se repartía a los visitantes se mencionaba que había más cables en las instalaciones que en dos Pentágonos o en la ciudad de Springfield, Illinois. Los diseñadores decidieron destinar la zona que rodeaba la zanja de la montaña rusa para alojar todo el cableado. Levantaron dos paredes insonorizadas y, entre las dos paredes, concentraron el sistema nervioso central de Utopía. El Núcleo era autónomo y no requería ninguna operación de mantenimiento excepto las inspecciones mensuales. Por lo tanto, era una «zona oscura», donde el único ocupante era un robot de limpieza.

Ese día, sin embargo, el robot estaba acompañado.

En una esquina del compartimiento había un hombre sentado en una silla plegable. Iba vestido con el mono azul de los electricistas de Utopía y apoyaba la espalda en una gran caja de herramientas sujeta a un carro de mano rojo. En la caja había un ordenador portátil de gran potencia. Las luces del panel brillaban como estrellas en la penumbra del recinto.

Una docena de cables de diferentes grosores iban desde el ordenador hasta la pared más cercana, donde estaban enganchados con pinzas cocodrilo y acopladores digitales a las líneas troncales de transmisión de datos. Sostenía un teclado sobre los muslos, y había dos pantallas pequeñas en el suelo. Mientras tecleaba, su mirada pasaba de una pantalla a la otra. Debajo de la silla había un montón de basura: servilletas de papel manchadas con mantequilla de cacahuete y gelatina, envoltorios de chocolatinas, una lata de gaseosa aplastada.

Detrás del hombre, la pared interior del Núcleo comenzó a vibrar suavemente. Un segundo más tarde, un terrorífico rugido llegó desde el otro lado cuando las vagonetas de la Máquina llegaron al fondo de la primera bajada, recorrieron un tramo bajo tierra y después salieron de nuevo a la luz y el aire del mundo de Paseo. El hombre no hizo el menor caso y continuó tecleando mientras el ruido disminuía rápidamente hasta desaparecer del todo.

Los auriculares de artillero que le protegían los oídos convertían el mayor estruendo en un leve susurro.

El hombre acabó de escribir, se inclinó hacia delante y se masajeó los riñones. Después estiró y flexionó las piernas entumecidas para estimular la circulación. Llevaba sentado allí, ocupado en controlarlas cámaras de vigilancia del parque, modificar imágenes y rastrear la banda ancha de la red interna— desde primera hora de la mañana. Por fin, ya casi había acabado el trabajo.

Movió la cabeza en círculos para aliviar los músculos del cuello. Mientras hacía el ejercicio, miró las cámaras de vigilancia instaladas en paredes opuestas, cerca del techo. Incluso allí, en el deshabitado Núcleo, la seguridad estaba presente. Pero el hombre las miró sin ninguna preocupación: ya se había ocupado de que ambas transmitieran las imágenes de registros viejos que se repetían sin solución de continuidad. Los encargados de la vigilancia en la Colmena solo veían en sus monitores un espacio vacío y en penumbra.

El hombre era un joven que no podía tener más de veinticinco años. Sin embargo, incluso en la penumbra, las oscuras manchas de nicotina de los dedos se veían con toda claridad.

Como fumar habría tenido la consecuencia de una detección instantánea, el hombre masticaba chicles de nicotina al mismo ritmo con que un fumador enciende un cigarrillo con la colilla del otro. Sin interrumpir el meneo de cabeza, se quitó de la boca la goma de mascar y la pegó en un cable de conexión, ya había pegado varias docenas, que ahora se endurecían en el aire inmóvil del Núcleo.

Se reclinó de nuevo contra la caja, recogió el teclado y comenzó a escribir las órdenes para comprobar el estado de los varios procesos secretos que tenía en marcha dentro de la red de Utopía. Interrumpió el tecleo y frunció el entrecejo, con la mirada fija en una de las pantallas.

Todo había funcionado tal como lo habían planeado, sin la menor pega.

Hasta el momento.

Como una medida de precaución, había instalado controles de tecleo en algunos de los terminales críticos de Utopía. Estos controles registraban en secreto todo lo que se escribía en los teclados. Cada hora, el programa enviaba todo el registro, debidamente codificado, a su terminal en el Núcleo.

Hasta ese momento, todos los buenos y cumplidores empleados de Utopía se habían comportado correctamente. Con una excepción: el ordenador que controlaba la metarred.

Esto se estaba convirtiendo en otra historia.

El hombre buscó en los registros anteriores robados del terminal de la metarred. Alguien estaba utilizando el terminal para revisar los archivos, las rutinas y las órdenes. Era obvio que no se trataba de una búsqueda al azar: era un análisis a conciencia, realizado por alguien que conocía su trabajo.

Miró por encima del hombro a lo largo del pasillo del Núcleo. El compartimiento era alto y angosto como una chimenea gigante, con las paredes cubiertas por una compleja filigrana de cables. Lenta, pensativamente, se quitó los auriculares. Oyó el suave zumbido de las máquinas y también el del mecanismo de propulsión del robot de limpieza que se movía en algún rincón del recinto.

Detrás de él, la pared interior comenzó a vibrar.

Dejó el teclado en el suelo y miró la radio que había dejado junto a los monitores. Tenía una luz ámbar en la parte superior para avisarle de alguna comunicación cuando tenía los auriculares puestos. Cogió la radio, marcó el código y la acercó a la boca.

—Cascanueces a Factor Primario —llamó—. Cascanueces a Factor Primario, ¿me recibes?

Hubo una muy breve pausa. Luego se oyó la educada voz de John Doe alta y clara a pesar de la codificación digital.

—Cascanueces, te recibo alto y claro. ¿Cuál es tu estado?

—Excepto por los pasivos, dentro de diez minutos lo tendré todo acabado.

—¿Entonces por qué informas?

—He repasado los registros de los teclados que estamos controlando. Todo parece normal excepto por el ordenador central de la metarred. Alguien se ha dedicado a escarbar a fondo durante la última hora.

—¿Ha encontrado algo?

—Por supuesto que no. Pero la persona que lo hace conoce bien su trabajo.

—A ver si lo adivino. En el nivel B, ¿no?

—Sí.

—Por lo que parece, errarnos el objetivo. Muy bien, arreglaré una visita. Corto.

Se hizo el silencio. Al cabo de un momento, con un aullido atronador, las vagonetas de la máquina pasaron junto a la pared interior. El suelo del Núcleo se sacudió. Cascanueces se encogió instintivamente. Luego colocó la radio en un lugar donde la luz ámbar quedara bien visible, El ruido de las vagonetas se apagó y el silencio volvió a reinar en el Núcleo. El hombre se puso de nuevo los auriculares, recogió el teclado, se metió en la boca otro chicle de nicotina y comenzó a teclear.

15:15 h.

— ¿Qué demonios está haciendo esa cosa ahora?

Andrew Warne tardó unos segundos en darse cuenta de que la pregunta iba a dirigida a él.

Molesto por la interrupción, apartó la mirada de la pantalla. Poole, que estaba sentado en una mesa cercana, con los brazos apoyados en dos pilas de papeles, le devolvió la mirada con su habitual expresión de curiosidad.

—¿Cómo dice?

—Le he preguntado qué está haciendo esa cosa ahora. —Poole señaló a Tuercas.

El robot se acercaba a un objeto, se apartaba y se acercaba de nuevo. De vez en cuando movía la cabeza hacia delante y soltaba una nube de un líquido incoloro en la pata de una silla o de un banco.

—Está marcando su territorio —respondió Warne, y miró de nuevo la pantalla.

—¿Qué?

Warne exhaló un suspiro.

—Es parte de su programa. Ha pasado en este lugar el tiempo suficiente para considerarlo parte de su mundo. Por lo tanto, supone que probablemente volverá a estar aquí y que vale la pena el esfuerzo de elaborar un plano topográfico.

Ahora está optimizando sus rutas a través de la habitación y las marca con tinta ultravioleta. La verdad, me sorprende que al pobre aún le quede tinta.

—¿Podría decirle que deje de hacerlo? Me distrae.

—¿Lo distrae? —preguntó Terri—. ¿De qué? —Estaba sentada junto a Warne, con una pila de hojas sobre las rodillas.

—De mis deberes.

—Deberes.

—Sí. Estoy intentando calcular cuántas leyes han infringido estos tipos hasta ahora.

Terri pasó una página.

—Hasta ahora he contado treinta y nueve —continuó Poole.

La muchacha lo miró. Poole comenzó a contar con los dedos.

—Primero, tenemos robo en tercer grado. Entrar consciente e ilegalmente en un edificio con la intención de cometer un delito. Después esta la posesión criminal de un arma peligrosa en primer grado. Me refiero a la posesión de una sustancia explosiva, con la intención ilegal de utilizar dicha sustancia contra una persona o propiedad. También tenemos la posesión criminal de un arma en segundo grado…

—Ya me hago una idea —dijo Terri con un gesto de impaciencia—. ¿Qué deberes son esos?

—Las pruebas escritas para AFTE.

—¿AFTE?

—Alguacil Federal del Tesoro.

—Pues a mí me parece que las tiene dominadas.

Poole se encogió de hombros.

—Pasé todas las veces.

—¿Pasó?

—Tres veces. También los exámenes escritos y orales para el servicio secreto, el Departamento de Control de Armas y Explosivos y el Departamento de Control de Estupefacientes.

—Entonces ¿cómo es que a estas alturas no es agente federal?

—No lo sé. Creo que quizá tenga algo que ver con las pruebas del polígrafo.

Warne se volvió hacia ellos. Había estado leyendo las columnas de números hexadecimales que aparecían en la pantalla. Buscaba la manera de descifrar el código oculto del pirata informático. Pero era como pretender enhebrar una aguja con guantes de boxeo. Solo contaba para trabajar con el lenguaje básico de la máquina; ni un solo nombre simbólico ni comentarios del código fuente. Se inclinó hacia delante y se llevó una mano al vendaje en la sien. Se preguntó qué estaría haciendo Georgia, si aún continuaría durmiendo, y qué pensaría si al abrir los ojos descubriera que él no estaba allí. Se había mostrado muy valiente después de lo sucedido; pero, así y todo él tendría que estar con ella y no sentado en un laboratorio delante de un ordenador, dedicado a resolver este rompecabezas. La intrusión era mucho más compleja y sutil de lo que había imaginado. Había sido un tonto al creer que él podría descubrirla. Además, era muy posible que la crisis ya se hubiese acabado, que el misterioso John Doe hubiese recibido lo que deseaba y que en este mismo momento ya estuviera muy lejos. La voz de Terri lo sacó del ensimismamiento.

—¿Has encontrado algo?

Warne apartó la mano del vendaje.

—El intruso ha optimizado su código. Es como si quisiera ponernos las cosas muy difíciles.

—Una suposición muy razonable —opinó Terri, y reapareció su sonrisa traviesa.

—He podido reconstruir líneas sueltas, pero no las suficientes para tener una idea clara de lo que esta pasando. —Señaló la pantalla—. Esta rutina parece añadir instrucciones no autorizadas a la descarga diaria. —Hizo una pausa—. Pero hay algo más. Algo más allá del simple pirateo de la metarred.

—¿A qué te refieres?

—No lo sé exactamente. Es como si estuviesen robando información de la red principal de Utopía. Ahora estoy intentando ver si lo pillo.

Volvió a escribir en el teclado, y en pantalla aparecieron una cincuentena de líneas en lenguaje de máquina. La persona responsable de esto había hecho algo más que infectar la metarred; al provocarle fallos, había puesto en peligro su propia credibilidad. «No a menos que sean mejores programadores que terroristas.» Comprendió que se había equivocado con este pirata. El tipo que había hecho esto era muy bueno.

Miró a Terri.

—Está transmitiendo información a un puerto en la red interna de Utopía.

Terri dejó a un lado las hojas impresas y se acercó para mirar la pantalla por encima del hombro de Warne.

—¿Cómo?

—Han escondido un hardware en algún lugar del sistema. Probablemente lo están utilizando para extraer información saltándose el cortafuegos de Utopía.

—¿Puedes localizarlo, precisar la ubicación física en la red?

El sutil aroma de su perfume llegó hasta Warne. La muchacha estaba muy cerca, y un mechón de cabellos negros le rozaba la mejilla. Hizo un esfuerzo para mantenerse concentrado en el problema.

—Es lo que intento, pero el código está muy bien protegido. Tendremos que probar otro camino. ¿Tienes acceso a un rastreador o, todavía mejor, un analizador de protocolos?

Terri frunció el entrecejo.

—Por supuesto, en la oficina de administración de la red. ¿Por qué?

—Si estos tipos han colocado un router en la red, tendríamos que poder rastrearlo. He encontrado pistas suficientes para tener cierta ventaja. Quizá podamos dar con el puerto que utiliza para espiarnos.

La expresión ceñuda de Terri se acentuó.

—Imposible.

—Todos los routers tienen una señal exclusiva. Puede que el que estén usando no encaje con el resto del hardware de Utopía. Aun en el caso de que coincidiera, podríamos buscar la pérdida de información o enviar un ping de rastreo para ver cuál de los nodos no envía la respuesta correcta.

Terri sacudió la cabeza.

—¿Dónde has aprendido a hacer esas cosas?

—Una juventud malgastada. Demasiado tiempo en el laboratorio de informática del MIT cuando tendría que haber estado ligando.

La muchacha lo miró con una expresión de duda.

—¿Funcionará?

—Lo sabremos dentro de un par de minutos. Es mucho mejor que estar aquí sin hacer otra cosa que darnos de cazazos contra este código.

El estridente sonido de la campanilla del teléfono los sobresaltó. Terri atendió la llamada.

—Robótica Aplicada. Sí, sí. Está aquí. Por supuesto, se lo diré. —Colgó el teléfono—. Era Sarah Boatwright. Quiere que vayas a verla a la sala VIP. Ahora mismo.

Other books

My Own Miraculous by Joshilyn Jackson
This Tender Land by William Kent Krueger
The Invisible Enemy by Marthe Jocelyn
Sweet Convictions by Elizabeth, C.
Wife of Moon by Margaret Coel
The Stone Lions by Gwen Dandridge
The Book of James by Ellen J. Green
The Wrong Man by Jason Dean