Hubo otro silencio, esta vez más largo.
Sarah fue la primera en romperlo.
—Mencionó que podía hacer algo por nosotros, señor Pool ¿Qué tenía pensado?
—No lo sé. ¿Qué necesitan?
Allocco los interrumpió sin más.
—Ya está bien. Señor Poole, ¿nos disculpa un momento, por favor?
—Por supuesto.
Warne siguió a Sarah y Allocco al cubículo de Georgia.
—¿Qué demonios está haciendo? —le preguntó Allocco a Sarah en voz baja para que Poole no los oyera—. El tipo no es más que un guardia de alquiler, y nosotros tenemos un trabajo que hacer.
—Ahí está el problema —susurró Sarah—. Exactamente, ¿qué trabajo? ¿Alguna novedad respecto a la lista de sospechosos que preparó Barksdale?
—No hemos encontrado nada. Un técnico llamado Tibbald salió esta mañana temprano y aún no ha vuelto, así que no hemos podido interrogarlo. Tampoco hemos encontrado nada en los vídeos de las cámaras de vigilancia.
—¿Ve a lo que me refiero? No tenemos nada más que hacer aparte de lamernos las heridas y esperar a que suene el teléfono.
Allocco señaló la cortina con el pulgar.
—Dado que no sabemos nada, él podría ser uno.
—Vamos, Bob. Sabe que eso es una locura. Sus parientes estaban en la atracción; arriesgó la vida para salvarlos.
—Así que es un visitante. Aún peor. ¿Sabe lo que parecerá esto? ¿Lo que el tipo puede decir?
—¿Qué cree que dirá si le decimos que se largue con viento fresco? Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir. Si envía sus agentes a que lo pongan todo patas arriba, resultara sospechoso. Pero este tipo, un turista con una gorra de mezclilla, probablemente no. Es obvio que sabe de lo que habla. Estoy dispuesta a aceptar la oferta, y, si no recuerdo mal, esto no es una democracia.
El jefe de Seguridad la miró, incrédulo. Abrió la boca dispuesto a protestar. Luego la cerró y sacudió la cabeza.
—Tiene razón, no lo es. De todas maneras, no quiero tener nada que ver con ese tipo.
Manténgalo alejado de mi gente.
—No se lo prometo. —Sarah los invitó a volver al cubículo de Poole.
—¿Tiene algún pariente aquí, señor Poole? —preguntó Sarah.
—La familia de mi prima. Buena gente trabajadora de Iowa.
—¿Están bien? Me refiero a después del accidente.
—¿Habla en serio? ¿Después de la manera como sus hombres de Relaciones Pública han estado repartiendo vales de comida y fichas para el casino a manos llenas? Ya están de nuevo en la juerga.
—¿No quiere reunirse con ellos?
—Ya se lo dije. Me han estropeado mi atracción favorita. —Poole sacudió la cabeza, y su sonrisa perpetua pareció perder fuerza—. Ahora no podría disfrutar de mi cerveza.
El comentario fue recibido en silencio.
—Habló usted de protección personal. ¿Algo así como un guardaespaldas?
—No es el término que preferimos. Cada caso es distinto: ejecutivos, dignatarios extranjeros, VIP. Esa clase de cosas.
—Muy bien. —Warne vio que Sarah lo señalaba—. Señor Poole, le presento a Andrew Warne.
—Lo vi en el Puerto Espacial —dijo Poole—. Creí que era otro visitante que tenía prisa. —Miró a Warne con más atención—. ¿Se siente bien, amigo?
—Verá, señor Poole, no es sencillamente un visitante más. Piense en él como su VIP.
El hombre tardó unos segundos en asentir.
—Ah, señor Poole…
Poole volvió hacia ella sus ojos azul claro.
—Manténgalo con vida el resto del día, y quizá consiga un Pase libre a perpetuidad.
Poole sonrió.
Norman Pepper estaba cómodamente sentado en un sillón de cuero en la sala para especialistas externos del nivel B. Tenía a mano un vaso de refresco y leía la edición nacional del New York Times. Había pasado una deliciosa media hora con la Sección A, y tenía la intención de pasar otra media hora igual de placentera con el resto.
La visita había sido incluso mejor de lo que esperaba. El personal de Utopía le había parecido inteligente, capacitado, dispuesto a colaborar. Habían aceptado su propuesta para los macizos de Orquídeas en el ateneo de Atlantis sin hacer preguntas, y habían aprobado un presupuesto mayor del que había presentado. Atlantis era algo espectacular.
Estaba seguro de que cuando lo inauguraran se convertiría en el más concurrido de los Mundos. Calificarlo de parque acuático no le hacía justicia. Era casi como un mar interior, o algo así, con todas aquellas lanchas que trasladarían a los visitantes desde la ciudad semisumergida hasta las diferentes atracciones. El mejor detalle era la entrada al Mundo.
Incluso inacabada era fantástica, sobresaliente, sin duda el mejor portal de Utopía, y él, Norman Pepper, lo había visto antes que nadie. Sus chicos se retorcerían de envidia cuando se lo contara. Sentía un orgullo especial, como si lo hubiesen hecho partícipe de unos secretos de Estado. Se rió por lo bajo.
Estar en aquella sala era la guinda final. Comida y bebida gratis, vídeos de todos los espectáculos de Nightingale, mesa; de billar, una pequeña biblioteca, habitaciones privadas con televisión y teléfono. Lo mejor de todo era que nadie parecía usarlo. El lugar se encontraba desierto. Pepper se dijo que probablemente era por el nombre. «Sala para especialistas externos» evocaba las imágenes de una estación de autocares; sillas de plástico, revistas viejas, máquinas de café. Nada podía estar más lejos de la realidad, pero ¿qué otra razón podía explicar que estuviese desierto? Solo había otra persona, y acababa de entrar hacía cinco minutos. Quizá los otros especialistas visitantes estaban recorriendo el parque. Pero Pepper se quería tomar las cosas con calma. Tenía que ir a Luz de Gas a las seis, para ocuparse del problema de las flores nocturnas. Al día siguiente, más reuniones para acabar los detalles de diseño y el programa de colocación. Finalmente, el miércoles recorrería el parque. Lo haría bien, desde la nueve de la mañana hasta las nueve de la noche, de Camelot a Calisto. Suspiró satisfecho y dejó el periódico a un lado para llenar el vaso con el resto de la lata de Dr. Pepper.
Desde la infancia, Pepper había soportado bromas por su gaseosa favorita. No podía evitarlo: le encantaba. Ninguna broma había conseguido hacerlo cambiar. Ahora le gustaba decirle a la gente que el doctor había sido su tatarabuelo. Solo era una broma, por supuesto, y por cierto le había sacado un gran partido. Se bebió medio vaso de un trago y cogió el periódico sin abandonar la copa. Sí, señor, esto era vivir bien.
Mientras pasaba las páginas, vio al otro visitante. El tipo iba vestido de una manera estrafalaria: un abrigo con capa, un traje de lana con unas solapas muy pequeñas y muchísimos botones. En una mano llevaba un sombrero de copa, la otra sujetaba la empuñadura de un bastón. El hombre había estado recorriendo la sala. Ahora se acercó a Pepper.
—Un lugar muy tranquilo —comentó el hombre.
—Parece un cementerio. Usted es el único al que he visto entrar.
—Entonces ¿lleva aquí rato?
—Claro que sí —respondió Pepper.
«¿Qué pasa si llevo rato o no?», pensó Pepper. No le gustó el tono del hombre. Después de todo, él era un especialista externo, ¿no? Tenía todo el derecho a estar allí. Que era más de lo que podía decir de este tipo. Con esa pinta no podía ser más que uno de los actores.
¿Qué estaba haciendo en esta sala? Seguramente había ido a aprovecharse de la comida gratis.
Ahora el hombre miraba el techo. Tenía los ojos almendrados y muy separados en un rostro conforma de corazón.
Con un movimiento delicado, el hombre dejó el sombrero de copa en una mesa cercana y luego se volvió hacia Pepper.
Ahora sostenía el bastón con la mano derecha y golpeaba el puño de latón contra la palma de la izquierda, Pepper se fijó en el brillo de la bola al reflejar la luz fluorescente. Bajó el periódico.
—Es usted un hombre difícil de encontrar, señor Warne —dijo el hombre mientras se acercaba a Pepper. Solo que por alguna razón no se detuvo a tiempo. Continuó caminando hasta que sus piernas tocaron las rodillas de Pepper.
El especialista estaba tan inmerso en el tranquilo y amable ambiente de la sala que, por un momento, solo sintió curiosidad.
Entonces se dio cuenta de la realidad y se aplastó contra el sillón. Aflojó los dedos y se le cayó el vaso; la gaseosa y los cubitos de hielo se derramaron sobre el periódico. ¿Qué era aquello? El hombre estaba violando su espacio personal. Todavía más: su voz —¿qué era aquel acento? ¿Francés? ¿Israelí?— era claramente amenazadora. Pepper se asustó de una forma tan repentina que tardó unos segundos en comprender las últimas palabras.
—¿Warne? —tartamudeó. Notó cómo el líquido frío se le colaba por la entrepierna—. Yo no soy Warne. Ese no es mi nombre.
El hombre dio un paso atrás. Bajó el bastón.
—¿Ah, no?
—No. ¡Espere, espere! Ahora lo recuerdo. Warne, seguro. Era el tipo que viajó conmigo en el monorraíl esta mañana. Yo no soy Warne. Soy Pepper. Norman Pepper.
La mirada del hombre pasó del rostro de Pepper a la lata de gaseosa.
—Por supuesto que sí —dijo con una sonrisa, y después se acercó mas.
Desde su incómodo asiento frente a la consola de Terri Bonifacio, Warne observó cómo el hombre llamado Poole abría la puerta del laboratorio, asomaba la cabeza cautelosamente, miraba a uno y otro lado del pasillo, cerraba la puerta y hacía girar la llave en la cerradura. Con la gorra de mezclilla, la chaqueta de pana y el polo de cuello cisne, parecía un turista jugando a agente secreto. No era una imagen que inspirase confianza.
—Me pongo nervioso solo con verlo —comentó Warne.
Poole miró a Warne y sonrió. Sus dientes se veían muy blancos sobre el bronceado.
—Muy bien —repuso—. Estar nervioso es bueno. Hace que este alerta. —Se apartó de la puerta y recorrió todo el laboratorio. Se fijó en las paredes y el techo. Cuando acabó su revisión, se detuvo detrás de Warne con los brazos cruzados.
Warne sacudió la cabeza. Tener un guardaespaldas le parecía ridículo. Por mucho que los malos, quienes fueran, se hubieran enterado de su presencia, ¿era posible que lo consideraran una amenaza grave? Sin duda, les preocuparían más los agentes de seguridad.
Por otra parte, quién era Poole? Aumentó su sensación de irrealidad. Durante las últimas horas había vivido demasiadas sorpresas, demasiados traumas.
—¿No tendría que estar allí, entre mi persona y la puerta? —Preguntó Warne—. Me refiero a que si me dispararan me serviría de escudo.
—Prefiero que nadie me dispare en mi día libre. Usted haga lo que tiene que hacer y olvídese de mí.
Warne miró un momento más el rostro impasible y luego exhaló un sonoro suspiro. Se volvió hacia Terri, que estaba sentada a su lado.
—Hacer lo que tenga que hacer. ¿Por dónde empezamos?
Terri no había dicho palabra. Había encontrado a Warne en el centro médico cuando ya se marchaba escoltado por Poole. Cuando Warne le había explicado lo sucedido en Aguas Oscuras y todo lo que le había dicho Sarah referente a lo que estaba ocurriendo en el parque, había palidecido. Ahora la mirada de sus oscuros ojos asiáticos era firme.
—Si me lo has contado todo —manifestó Terri—, a mí me parece que Sarah te ha encargado dos trabajos. Averiguar cuáles son los robots modificados y descubrir quién es el responsable.
—Dos trabajos. —Warne se balanceó en su asiento, con la mirada puesta en la pantalla del ordenador—. Y creo que están vinculados.
—¿Sí? ¿Cómo?
—Todos los ladrones, en este caso un pirata, dejan un rastro. Si conseguimos descubrir cómo se transmitieron las nuevas instrucciones a los robots, quizá podamos seguir el rastro de quién lo hizo.
—¿No sería mejor entonces hablar con Barksdale? Es en su departamento donde comenzó todo esto. Si hay alguien que dispone de las herramientas, es él.
—Eso también lo saben los malos. Seguramente han tomado sus precauciones. —Warne hizo una pausa—. El problema es que todo esto no son más que conjeturas. Carecemos de la información necesaria.
—En ese caso, dispare a la cabeza —aconsejó Poole.
Warne lo miró, intrigado.
—Dispare a la cabeza —repitió Poole, como si fuese obvio—. Fue lo primero que nos enseñó nuestro comandante. Si estás en una situación de combate, puedes escoger entre varios objetivos. ¿A quién le disparas?
Terri y Warne permanecieron en silencio.
—Al objetivo que ofrezca un disparo limpio a la cabeza —dijo Poole en respuesta a su propia pregunta.
—Su comandante —repitió Warne—. ¿Así que estuvo en las fuerzas armadas?
—Por supuesto.
Warne miró de nuevo a Terri.
—Si no hacemos caso de la parte homicida, creo que nos está diciendo que hagamos primero lo más obvio.
—Encontrar el código modificado.
—Así es. Si conseguimos determinar cómo alteraron la metarred, quizá podamos invertir el procedimiento y localizar A los robots modificados.
—Eso significa que tendremos que convertirnos en detectives.
Warne asintió.
—¿Detectives? —repitió Poole.
A Warne le dolía el hombro izquierdo, así que esta vez no se molestó en volver la cabeza.
Resultaba curioso que un guardaespaldas se interesara tanto en los quehaceres de su cliente.
—Buscaremos en el sistema, atentos a cualquier indicio que puedan haber dejado los malos.
Terri señaló el carro con las piezas de los robots afectados.
—Podríamos comenzar con esos. Hacer un diagnóstico, descargar sus últimas operaciones.
—Buena idea. —Warne se volvió en la silla para mirar el montón de cables y chips del cerebro del robot que, hasta unas pocas horas atrás, había sido la estrella de los vendedores de helados en Calisto—. ¿Sabes?, no he dejado de pensar en Currante.
—¿Qué pasa con él?
—No deja de ser extraño. Es obvio que lo reprogramaron para que se volviera loco, que atacara. Pero ¿por qué se disparó en aquel momento? A mí me parece que fue prematuro.
Me refiero a que el tal John Doe aún no había aparecido en escena.
—¿Advertiste alguna cosa fuera de lo normal antes de que ocurriera? —preguntó Terri, al cabo de unos segundos.
Warne sacudió la cabeza.
—Currante se comportó de la misma manera que en las pruebas. Preparó un batido para Georgia. Después le hice el pedido especial que me identificaba como su creador.