—La verdad, o al menos una parte de la verdad, se halla aquí dentro. Un trocito de mi historia… De la historia de todos nosotros. De la historia de Laville…
Abrió el libro, se quedó mirando la primera página, sobre la que estaban inscritas estas palabras:
Nicolas le Garrec
ALGÚN DÍA SUCEDERÁN COSAS TERRIBLES…
Novela
J
enny Bertegui sabía que algo no iba bien. En absoluto. Cuando su madre le había presentado a Saphir, se había hecho ilusiones de una tarde deliciosa «entre chicas», y encima con una «mayor», una pura diversión tanto más apreciable cuanto debería estar en clase en lugar de jugando con sus Barbies.
Solo que hete aquí que, en cuanto se cerró la puerta detrás de su madre, Saphir se había abalanzado sobre la ventana de la habitación como para comprobar algo. Pero ¿qué? Al principio, Jenny no lo había entendido… Ahora ya se había hecho una idea: la canguro quería asegurarse de que su madre se había ido para dejar de «representar un papel», como decían los adultos. Porque en cuanto se marchó su madre, Saphir no le había vuelto a dirigir la palabra, por así decir, y daba vueltas por la casa con el teléfono en la mano, moviendo los ojos con impaciencia o incluso pánico.
Para Jenny Bertegui, cuyo sentido de la lógica volvía locos tanto a sus padres como a sus maestros, el problema se planteaba en los términos siguientes: 1) Saphir mostraba un comportamiento extraño; 2) se comportaba de manera totalmente diferente en presencia de su madre; 3) pese a todo, no era tan idiota como para imaginar que Jenny no fuera a contarles nada a sus padres.
De donde se seguía la siguiente pregunta: ¿por qué la canguro había ido precisamente ese día, si según todos los indicios no tenía ninguna intención de conservar su puesto (dado que Jenny iba a decírselo a sus padres, quienes prescindirían de inmediato de sus servicios)? Era el tipo de conclusión al que todas las reflexiones de Jenny Bertegui acababa por llegar inevitablemente… lo que, a la postre, la volvía loca a ella también.
—¿Quieres jugar al Monopoly? —aventuró Jenny.
Acababa de salir de su habitación y hacía dos minutos que observaba a la canguro, que estaba en el vestíbulo, mordiéndose las uñas hasta hacerse sangre.
Entonces se quedó inmóvil, y a Jenny le sorprendió su expresión dura, casi salvaje.
—¿Qué quieres? —escupió, como si no hubiera oído la pregunta.
La niña retrocedió.
—¿Te pa… te pasa algo? —preguntó a falta de respuesta.
—Sube a tu habitación. Ahora mismo… ¡Es demasiado pronto!
—¿Demasiado pronto? ¿Demasiado pronto para qué? —preguntó Jenny (quien de paso se guardó muy mucho de señalar que su habitación no estaba en el primer piso).
Saphir Argenson pestañeó nerviosa.
—Demasiado pronto para… para jugar al Monopoly. ¡Sube a tu habitación! —volvió a ordenarle.
Jenny Bertegui decidió que lo mejor era batirse en retirada. Porque… porque de hecho, la canguro parecía un poco molesta. Es más: inquietante.
Tras volver a su habitación, se esforzó por hacer balance de la situación. Estaba atrapada con una chica… que aparentemente no era normal. Fuera la niebla… —vistazo a la ventana— tampoco estaba lo que se dice normal. Su madre se había ido a dar clase a Dijon y por lo tanto, no iba a regresar en un buen rato, y menos con aquella niebla. Quedaba su padre. Sí, tenía que llamar a su padre porque, decididamente, aquello no iba nada, pero nada bien.
Jenny se levantó de la cama y, de puntillas, en calcetines, cruzó el pasillo para llegar hasta la habitación de sus padres, donde estaba el teléfono supletorio.
El número de su padre estaba grabado, bastaba con marcar el 2 y ENTER (el 1 era el de su madre) y le hablaría bajito bajito, lo justo para pedirle que se pasara por allí lo antes posible. Descolgó el auricular, se lo llevó a la oreja, sin prestar atención a la pesada forma azul que acababa de pararse ante la escalera de su casa: un Mercedes.
Nada. No daba tono. Tecleó una vez, dos veces, sorprendida, y luego cada vez más preocupada.
—¿Buscas algo? —le dijo una voz desde el aparato.
Jenny soltó el teléfono con un grito. La canguro estaba al otro lado de la línea. ¡Desde el teléfono del salón! En ese preciso instante el timbre de la puerta sonó y Jenny se vio salvada: porque su lógica le indicaba claramente que se encontraba en peligro. Se abalanzó a la entrada, esperando llegar antes que la… la cerda. ¡Gané! Abrió la puerta de par en par, en las narices de la chica, que llegaba corriendo desde el salón.
La silueta que se recortaba contra la niebla era la de un hombre alto. Y delgado. Y…
… y había algo que no funcionaba con el rostro que se veía bajo la gorra. Para nada…
Jenny retrocedió con la extraña sensación de que si echaba a correr, la iban a perseguir. Sin duda estaba en lo cierto, pues el hombre entró y avanzó en su dirección, y…
¡Dios mío! No, a la luz, aquello no iba NADA bien. Nada era normal, aun cuando Jenny no podía decir de qué manera, exactamente, no lo era y…
Jenny chocó con la canguro, que estaba a su espalda, y se asustó dando un gritito.
El hombre se volvió y cerró la puerta tras de sí. Todo en sus maneras revelaba su calma y su determinación, y Jenny comprendió instintivamente que era inútil proferir contra él esas amenazas que a veces producían un cierto efecto sobre algunos chicos del colegio, tipo «¡Mi padre es policía, es poli y no le va a hacer ninguna gracia, así que déjame en paz y estate quietecito!».
Dirigió su atención hacia ella y dijo con voz profunda, casi ahogada, como si le costara respirar, o el sonido llegara de muy lejos:
—Tu padre no ha sido muy amable conmigo, ¿sabes, jovencita? Sin embargo, he tratado de enviarle un mensaje guardando las debidas formas… pero por lo que se ve, no ha querido escuchar.
Así que tú y yo vamos a intentar hacerle entender mejor las cosas. Nosotros dos, ¿de acuerdo?
Cuando el hombre se quitó la piel del rostro, Jenny Bertegui supo que el oficio de su padre podía ser mucho peor que todo lo que había visto nunca en la televisión. Y también que le iban a suceder cosas terribles.
L
a granja de los Morizot se encontraba en el límite del nivel de la niebla que se extendía ahora por la ciudad, en la línea de flotación, por así decir, pero Bertegui no se fijó en ese detalle cuando avanzó por el camino. Se limitó a echar un vistazo al cercado que había un poco más abajo donde, unas semanas antes, uno de los orgullos de la familia —el toro José— pacía con toda tranquilidad.
La puerta del recio caserón se abrió cuando se acercaba y el chavalín —ese al que le brillaban los ojos ante la culata de una pipa— salió para darle la bienvenida, seguido inmediatamente por la silueta huesuda de su «yaya», que se quedó en el escalón.
—Entonces, ¿vuelves por José? —le preguntó el crío haciéndole al policía las mismas fiestas que un perro a su dueño.
Acompañó a Bertegui por el caminito. Este se detuvo a algunos metros, esperando a que la Morizot lo invitara a pasar.
—Ha vuelto usted —dijo sencillamente a modo de bienvenida: una afirmación desprovista de cualquier sorpresa.
—Solo hay uno o dos detalles que me gustaría tratar con usted…
La mujer asintió con la cabeza con rostro inexpresivo, luego entró en la casa. Bertegui la siguió, acompañado en todo momento por Gérard, a quien su abuela pidió que fuera a ver si su yayo estaba donde las vacas: el chaval no protestó, aunque sabía que era una excusa para que dejara a los mayores solos.
—¡No te entretengas por ahí, eh!
—¿Teme por él? —preguntó Bertegui mientras se sentaba en una silla de anea desgastada.
La señora Morizot le daba la espalda y se afanaba en calentar café en la gran estufa del cuarto de estar/cocina rústica.
—Oh, con la niebla, nunca se sabe lo que puede pasar —dijo en tono apagado—. Y a esas edades es fácil que se pierdan…
Le sirvió una taza humeante a Bertegui, sin dirigirle la mirada, antes de sentarse.
—Usted sabe por qué le arrebataron el toro, ¿verdad?
—Intuyo que me lo va a decir usted —ironizó.
—Vio usted lo que no debía haber visto.
Volvió la cabeza hacia la puerta un instante para asegurarse de que nadie entrara.
—¿A quién vio? ¿Y cuándo exactamente?
La mujer se cerró en banda, en una actitud terca: mentón avanzado, ceño fruncido.
—Ya entendí que no querían que hubiera extraños que se metieran en sus asuntos —insistió Bertegui—. Ya tuvieron bastante hace unos años, ¿no? Solo que mire por dónde, señora Morizot… ahora es demasiado tarde. Hay… algo merodeando por estos lares. Necesito saber qué o quién. Y cuántos son. No seré yo quien le descubra que se trata de una cuestión de vida o muerte, ¿verdad?
Mirada clavada en el
mug
de Bertegui, que se estaba enfriando.
—Hace algunos años, tuve un accidente —dijo por fin—. Grave. Estuve a punto de palmarla…
—Sí —dijo Bertegui—. He oído decir que tuvo una experiencia de muerte inminente.
—Yo no sé lo que fue aquello —dijo con tono monocorde—. En todo caso, no fue como Philippe Labro cuenta por la tele.
—¿Qué quiere decir?
—Efectivamente, vi mi cuerpo… bueno, tal como dicen. Me vi flotando. Y luego, lo del túnel… con la luz. Pero lo mío, no fue como lo de ellos… no como lo de los demás. Yo no quería ir.
Bertegui guardó silencio, trató de buscar alguna expresión en el rostro seco y estriado de la gente que vive al aire libre y desconoce los productos Hecticon. Comprendió que los ojos de la Morizot estaban de nuevo enfilando el túnel.
—La luz no era blanca, sino roja… roja como la sangre.
«Yo no quería ir, pero m'empujaron. Bueno, noté cómo algo m'empujaba. Me empujaron hasta el borde del túnel. Como si me quisieran hacer caer. La cosa se detuvo justo en el borde.
Y ahí, la vi.
—¿Qué es lo que vio?
—La ciudad… Laville-Saint-Jour como cuando la miras desde lo alto, o bueno, no exactamente, como si estuviera a veinte metros sobre el centro… mira, igual que si fuera una gárgola…
Y debajo, estaban los chiquillos. Los chiquillos que tendían sus brazos hacia mí. Chiquillos vivos pero muertos, sin piel, que se ahogaban en un baño de sangre. Parecía un cuadro. Solo que se movían, abrían sus manos, como si yo los pudiera salvar…
«No sé cuánto tiempo me quedé ahí, mirando. Pensaba:"¡Dios mío, todos esos niños! Pero ¿cuántos hay? ¿A cuántos han matado?". En un momento dado, noté que la fuerza que me empujaba por la espalda ya no estaba ahí… o eso creí. Y me escapé… corrí, retrocedí por el túnel. Tuve la impresión de que me perseguían, o que los niños estaban escalando para echar a andar ellos también por el túnel en el sentido correcto, pero no me volví a mirar. Al otro extremo, estaba el accidente. Volví a ver mi cuerpo, volví a ver a los bomberos: igual, como si estuvieran debajo de mí.
Y no lo pensé: me lancé por los aires.
«A… abajo, recobré la conciencia de golpe: acababan de ponerme una enorme inyección en el corazón, en la ambulancia que aún no se había puesto en marcha.
Un silencio.
—A menudo me pregunto qué habría pasado si al enfermero no se le hubiera ocurrido ponerme esa inyección… O si lo hubiera hecho un minuto después.
Bertegui intuyó que la historia aún no había terminado, esperó la continuación.
—Luego, fue diferente. Al principio, vi cosas en la niebla.
Y las oí. Y me di cuenta de que… de que cuando tocaba a alguien que tenía algo malo, cuando lo tocaba deseándole el bien, se producía…
—Y entonces pasó lo del caso Talcot —la cortó Bertegui.
No hubo respuesta.
—Los conocía, imagino.
ínfimo movimiento de cabeza.
—Los conocía bien, de hecho. Por eso la luz fue diferente en su caso. Eso es lo que comprendió el día de su accidente. Vio el infierno que la esperaba.
—Nosotros nunca hemos matado niños —protestó débilmente.
—Pero ustedes sabían. Y no hicieron nada… no dijeron nada.
La mujer cerró los ojos un momento.
—Después se distanciaron… de ellos. Y de todo el mundo.
—Hice lo que pude por ayudar. Para redimirnos —se defendió con una voz apagada.
—Y recientemente, comprendieron que algo estaba a… a punto de producirse de nuevo.
Suspiro.
—Esta vez, quizá pueda hacer algo antes de que sea demasiado tarde. Quizá pueda escapar nuevamente de los niños…
Aún no lograba mirar a Bertegui a los ojos.
—He visto luz… allá arriba. En La Talcotière. No mucho tiempo, pero… sí, he notado que algo pasaba. Fue unos días antes del gran blanco: de todos modos, siempre sucede en las épocas de niebla densa. O para los solsticios. Empecé a desconfiar, a vigilar a Gérard de cerca… y lo vi.
—Al espíritu —dijo Bertegui sin pestañear.
—A la sombra —corrigió ella.
—¿Algún conocido de Laville?
—Eso creo.
—¿Pierre Andremi?
La granjera dio un respingo, como si acabara de insultarla.
—No lo sé… No estoy segura. Había algo que no iba bien, ¿entiende? Con… con su piel. No pude reconocerlo.
—¿Estaba quemado? —preguntó Bertegui.
—No lo sé. Estaba oscuro… Solo vi que había algo que no… que no era normal.
—¿Podía tratarse de Pierre Andremi? —insistió el Jabalí.
—Sí. Alto, delgado. Y ese algo en la mirada…
—¿Lo conoció bien?
—Todo el mundo lo conocía. Era una institución. Andaba con todo el mundo, con los ricos, y también con los no tan ricos. Tanto con los Talcot como con sus sirvientas. Y sí, quizá fuera él a quien vi. No puedo estar segura…
—¿Tiene idea de qué podía estar haciendo por aquí?
Una máscara dolorosa deformó los rasgos duros de la granjera.
—Hace mucho tiempo… él… tuvo una historia con mi hija.
—¿Cómo fue?
—Ella… le proporcionaba animales.
Bertegui contuvo la respiración: no quería imaginar las razones de semejante comercio.
—Tenía… un algo. Ya desde adolescente, hacía lo que quería… quiero decir que sabía manipular. Mi hija estaba loca por él. Todas estaban locas por él. Era casi anormal. Y entonces desaparecieron varias cabezas. Al principio no entendimos por qué había animales que desaparecían, pero…
Su voz se tiñó de una dulce melancolía.