El tiempo queda en suspenso. Pierre continúa diciendo tranquilamente:
—Vas a morir en el sitio exacto donde todo comenzó. Donde «ÉL» se apareció por primera vez. A Guillaume de Chabannes: no al antepasado de los Talcot, sino al de los Andremi, o más bien de mi madre, Mathilde de Chabannes. Fue él quien abrió la puerta y…
—¡ATENCIÓN!
Cléance acaba de ver el revólver que Vilbois ha desenfundado con un gesto seco, en las narices de un Pierre enredado en su epopeya familiar. El jefe se recupera de inmediato: antes mismo de que mi padrastro pueda apuntarle, estrella con todas sus fuerzas la antorcha encendida contra su sien.
Vilbois yace en el suelo. Tiene la mejilla quemada, manchada de ceniza. Un reguero de sangre corre, densa, siguiendo el trazado de la nieve. Bajo la luna, sobre la fosforescencia de la blanca alfombra, presenta la misma consistencia pastosa que una mancha de petróleo.
Es exactamente medianoche. Dentro de cuatro días será Navidad. Y en un minuto, efectivamente, nada será como antes: voy a cometer un asesinato. Con ellos. Sin remordimientos.
A
udrey alzó los ojos: unos ojos húmedos, aunque en ella pugnaban emociones contradictorias: revulsión, terror, compasión…
—Esa gente… —dijo finalmente.
—Sí, son ellos —respondió Nicolas—. Floriane de Morsan hoy está casada con un Mendel; él no formaba parte de la Chowder —añadió Nicolas—. Gilles Camerlin sigue en Laville-Saint-Jour y…
—Conozco esos nombres —dijo—. Incluso los conozco a ellos… Son los padres de algunos de mis alumnos —añadió en estado de shock—. ¿Y Pierre…?
—Sí, se trata efectivamente de él: Pierre Andremi…
Audrey sintió un escalofrío.
—No lo entiendo —reconoció con voz apagada, abatida.
Nicolas sacó un cigarrillo, lo encendió, aspiró una profunda bocanada.
—Has venido a parar a un lugar especial, Audrey. Los Talcot, el caso del que has oído hablar, solo es la punta visible del iceberg.
—¿Qué quieres decir?
—La ciudad tiene una larga tradición en cuanto a… lo sobrenatural. Una vieja historia, más o menos violenta. Bueno, bastante violenta. Por supuesto, no todos los villenses son unos asesinos en potencia, pero este lugar es… es diferente.
Empezaba a entenderlo. El primer capítulo de la novela se iniciaba con la reunión de una sociedad secreta… la Chowder. Trataba de muertos, apariciones, objetos que vuelan y rostros en la niebla, y estuvo a punto de interrumpir su lectura nada más empezar: ¿por qué diablos le habría hecho leer Nicolas un cuento en semejantes circunstancias? Solo más tarde, a la luz de los aspectos autobiográficos de la novela, la luz la había guiado. La negra luz de la verdad.
—Conocí a Pierre en el Saint-Ex, a través de Cléance. Como ya habrás comprendido, estaba muy enamorada de él.
Audrey cerró los ojos un instante, recordó la foto que vio sobre la cómoda de Cléance Rochefort.
—La foto en casa de los Rochefort…
—Sí, fue él quien la sacó.
La mujer se estremeció.
—Pierre era un chico… único. El más inteligente de nosotros. El más maduro. Tenía esa seguridad, esa conciencia también, que nos hacía parecer más pequeños, más jóvenes.
—Una mala influencia —murmuró.
—Sí. Sí y no, a la vez… Has de comprender que toda esa gente tuvo… tuvo unos padres especiales. Asistieron a cosas muy particulares… espantosas —añadió.
Un silencio. Audrey no tenía ninguna gana de saber más cosas.
—Bueno, al menos es lo que imagino. Nunca hablamos de ello, aunque hoy, a la luz de lo que sé, cae por su propio peso. Todos perdieron su inocencia a una edad en que es el bien más preciado. Estaban ya corrompidos, sin duda menos que Pierre, pero… —Sus palabras se extinguieron.
—¿Y tú? —preguntó.
—Yo no. Bueno, mi madre tuvo esa peculiar historia con Vilbois. Pero siempre me mantuvo apartado de según qué prácticas. Es por eso por lo que Pierre escogió a esa víctima.
—No comprendo.
—Pierre tenía sometida a toda la pandilla; como todos los asesinos de ese tipo, bueno, de carácter sexual, disfrutaba ante todo con el poder que ejercía sobre el prójimo. Y lo ejercía plenamente sobre ellos, pero no sobre mí. Y lo que más le gustaba, por encima de cualquier otra cosa, era…
—Corromper —resumió la mujer.
—Exacto. Pero yo era diferente. No pertenecía a su mundo. Un mundo que comete actos que la moral considera abyectos, cuando algunos villenses los entienden como un mal necesario para la prosperidad de la ciudad. Ellos… bueno, los demás estaban… abiertos a la idea del asesinato.
Audrey se quedó mirándolo y de pronto, comprendió.
—Así que escogió al único ser cuya muerte habrías deseado… para arrastrarte completamente hacia ellos.
Nicolas no la miró. Con una sonrisa amarga en los labios, siguió pensativo un movimiento de la niebla al otro lado del cristal, y de pronto la niebla dibujó los contornos de una imagen, apareció una escena: el entierro de su padre. Curiosamente, para ser un niño de cinco años cuando sucedió, conservaba un recuerdo nítido, claro como un día sin niebla, precisamente. Sobre todo del rostro de su madre bajo el velo, su expresión a medio camino entre el dolor o el espanto… y algo que más tarde entendió que era gozo. Por aquel entonces ya amaba a Vilbois. Por otro lado, no: lo llevaba metido en el cuerpo, como suele decirse. Una pasión sexual y devoradora. Destructora.
La niebla trajo consigo más recuerdos: los murmullos procedentes del sótano… ¿qué sucedía allí verdaderamente? Eso tampoco había llegado a saberlo, en realidad nunca había querido saberlo. Y también los gritos… sus peleas… la violencia… las noches de borrachera y juego. Las prolongadas miradas de su madre, y sus silencios, teñidos de una culpabilidad asfixiante: entregándose a Vilbois, en cierto modo también le había entregado a su hijo. Tal como había escrito un día en un libro, a propósito de uno de sus personajes: «Su alegría tenía un precio: la infancia de su hijo». Odile le Garrec lo sabía. Y esa verdad la había consumido, había hecho que su relación se volviera imposible y —el futuro se había encargado de demostrarlo— irreparable.
—Ese asesinato me salvó, ¿sabes? —dijo finalmente con la voz quebrada, dirigiendo a ella sus ojos azul petróleo, empapados de amargura—. Es una ironía del destino: Pierre quiso hacer de mí un asesino, deseaba arrastrarme en su estela… Y lo que sucedió fue lo contrario: si no hubiera matado a mi padrastro, sin duda habría… Habría terminado mal. Hubiera seguido creciendo consumido por el odio, el rencor, y toda esa violencia se habría vuelto contra mí o contra los demás.
Tosió, y notó de pronto como una ola en su interior. Se acababa de quitar un peso de encima. Podía respirar. ¿Por qué ahora?, se preguntó por un momento. ¿Por qué ella? Decidió que la respuesta llegaría más tarde. Sin duda. Ahora era el momento de contarlo todo. De revelarlo todo. Sin dejar nada en el tintero.
—Lo matamos en el parque. En el lugar exacto donde, según la leyenda, fue plantado el primer árbol de ese parque. Obedecimos a una especie de ritual que no comprendía demasiado, la verdad: ellos estaban acostumbrados a tales prácticas, pero a mí me eran completamente ajenas. Tan solo sé que fui yo el encargado de dar el golpe fatal. En mitad del corazón. Mientras aún estaba inconsciente. Luego… —aspiró profundamente, evitando su mirada— luego Pierre le sacó el corazón. Y llevamos su cuerpo a una de las galerías.
—¿Una galería?
—Sí, hay algunas catacumbas en la ciudad, que unen determinados barrios entre sí. Muchas pasan por debajo del bosque del parque. Tan solo hay que saber cómo se accede… cómo llegar a las entradas que permiten descender hasta ellas.
«Lo quemamos. Creo que solo entonces me di cuenta de lo que acabábamos, de lo que acababa, de hacer: cuando la locura, la brutalidad que se había adueñado de nosotros amainó, mientras estábamos en círculo mirando cómo se resecaba el hombre que había sido mi padrastro como… como si fuera un trozo de carne.
Lanzó un suspiro, y notó que le entraba un inmenso cansancio.
—Y luego, volvimos después cada cual a su casa: Pierre nos dijo que no hacía falta que nos ocupáramos de nada, que él se encargaría de todo. Nunca supe qué hizo con el cuerpo.
«Cuando volví a casa esa noche, mi madre estaba aún despierta. Tan solo le dije:"Se acabó… No volverá más. Se ha ido…". Ella no preguntó nada ni dijo una sola palabra. Subió a acostarse y la vida siguió su curso como si los diez años anteriores hubieran transcurrido en una especie de ilusión de la que no quedaba nada más que un poco de polvo mágico: un olor en la casa, en los objetos, en alguna ropa… La policía no investigó, nadie se preocupó en saber qué fue de él. Era un esbirro, uno de tantos… sin la menor importancia.
«En el colegio, me distancié de ellos: seguí soñando con Cléance, pero de lejos… A decir verdad, ya no era a ella a quien amaba, sino su recuerdo, la imagen de la chica que quería conservar más que su realidad: la realidad era su cara de princesa deformada por una crueldad de loca mientras sostenía en un puño el cuchillo ensangrentado. Y a los demás, los saludé educada, fríamente: entre nosotros había casi el malestar de los amantes accidentales, ¿sabes lo que quiero decir?
Lo sabía, sí… Esa barrera que a veces se alza una mañana, cuando dos personas que no tienen nada en común se levantan tras una noche sosa y sin continuación.
—Pero él no renunció —murmuró Audrey—. Bueno… Andremi.
—No. De vez en cuando me encontraba una nota en mi taquilla, teníamos taquillas por aquel entonces.
—La famosa frase…
—Sí… Y un día, me esperó a la salida del colegio. Para decirme…
Cerró un momento los ojos, y el recuerdo del susurro de Pierre, la incandescencia de su mirada, casi le hace estremecer: «Tu padrastro nos viene a visitar, a la Chowder… Te reclama… Tienes que venir con nosotros…».
—Nunca lo hice. Me aislé, esperé, en silencio, impaciente a sacarme el bachillerato para irme. Aún no tenía los dieciocho años cuando traspuse la puerta de la casa en que me había criado y… y nunca más volví hasta la muerte de mi madre. Borré Laville-Saint-Jour de mi memoria, me hice apasionadamente parisino, e hice todo lo posible por olvidar. Y lo logré bastante, aunque me doy perfecta cuenta de que en todos mis libros hay un poco de esta historia…
Se calló, Audrey no tuvo ánimo para romper el silencio, incapaz de dar un nombre a sus sentimientos. ¿Era el hombre que tenía delante un asesino? ¿Era el hombre que tenía delante un niño desgraciado? ¿Era el hombre que tenía delante un enamorado que le ofrecía su corazón en bandeja de plata?
—¿Por qué has vuelto? —preguntó.
—Hace un mes, recibí una nota… La frase. No me sorprendió nada. Sabía que estaba vivo. Nunca lo puse en duda. Cuando lo atraparon, en su día, me extrañó descubrir sus inclinaciones. Durante mucho tiempo, vi a Pierre Andremi más como un espíritu puro y… entonces descubrí que era un cuerpo. Que mata por placer. Por placer físico… Por el contrario, aun a la luz de lo que su caso desveló, nunca dudé de que… de que se había salvado.
—¿Por qué?
—Sencillamente porque él es el Mal. Como si la ciudad hubiera depositado en él sus mayores esperanzas, como si las hadas que la gobiernan se hubieran asomado a su cuna. Su más hermoso éxito. Su propia encarnación. Pero no se acaba con el Mal así como así… ni siquiera con un bidón de gasolina. Ni siquiera en directo en la televisión. Y lo mismo puede decirse del caso Talcot. Puso al descubierto una parte de las prácticas que ha habido aquí en el transcurso de los siglos, pero… siempre habrá Talcot. Aquí o en otro lado… Con ese nombre u otro.
La mujer pestañeó, horrorizada por lo que esas palabras implicaban, por el peligro que empezaba a presentir que corría David.
—¿Andremi está… está aquí? —murmuró, y de pronto fue consciente de que nada de lo que había oído hasta ese momento había nacido de la fantasía de un novelista: se encontraba de verdad en el restaurante elegante y desierto de un hotel conversando sobre el mal, rituales, sacrificios…
Ese era el mundo en que se veía inmersa ahora. Ese era el verdadero color de las nieblas de Laville-Saint-Jour: rojo sangre.
—Tengo buenas razones para pensar que sí. Y… y tu ex marido quizá esté con él.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué… qué es lo que hacen? ¿Por qué? No… no entiendo…
—Esta mañana he caído en ello —dijo—. Bueno, he creído comprender. Me parece que mi madre conocía la verdad.
—¿Cómo?
Le sonrió, la agarró de la mano para tranquilizarla. Ella se puso tensa, pero aceptó su gesto, demasiado conmocionada quizá para rechazarlo. Después dirigió su mirada hacia un sobre que había delante de él: Audrey no le habría prestado ninguna atención.
—Me escribió esta carta antes de morir. No… no he sido capaz de leerla. Aún no.
Puso su mano sobre el sobre, se lo acercó desrizándolo suavemente. Ella dudó, acercó su mano como si esperara alguna trampa. Lo cogió. Le echó un vistazo: la animó con un imperceptible asentimiento de cabeza. Lo abrió lentamente, sacó las cuartillas. Una última mirada hacia él. Las desplegó y leyó la primera línea.
—En voz alta… —le pidió el escritor.
La mujer obedeció.
—«Querido: Esta carta, sin duda hace mucho tiempo que debería haberla escrito… A decir verdad, son palabras que debería poder decirte cara a cara, con el corazón en la mano. Tú y yo no nos encontramos… O más bien fui yo quien me desentendí de mi hijo…»
Nicolas cerró los ojos, notó cómo le afloraban las lágrimas. La voz que le llegó no era la de Audrey. Pertenecía a una mujer de ojos entre grises y negros rodeados de largas pestañas que enmarcaban una mirada lejana, entre misteriosa y nostálgica… Una mujer coqueta y sensual, que el destino había condenado a amar a maleantes, y que se había enamorado del peor de todos ellos.
«Es algo horrible para una madre desentenderse de su hijo, ¿sabes? Al menos, a mí me resultó horrible… Y ya lo sé: para ti también. Una vida echada a perder… porque ¿qué puede haber peor que no procurar la felicidad al ser que más quieres en el mundo?
«Lo que vivimos, lo que te hice pasar, nos separó para siempre, y le pido a Dios, igual que te pido a ti, que me perdone por todo el daño que te hice, que nos hice…
«Quiero que sepas, Nicolas, mi alma, que tú me salvaste, y por eso te estaré eternamente agradecida. Me despertaste de un sueño largo y terrible habitado por pesadillas sobre las que había perdido el control.» Las lágrimas se derramaron por fin. Por primera vez desde la muerte de su madre, Nicolas lloraba. Tanto por él como por ella. No eran ni de desesperación ni de rencor: tan solo lágrimas de perdón. Finalmente podía perdonar a su madre… Finalmente se podía perdonar a sí mismo.