Este, un orondo hombrecillo de ojitos porcinos vacíos de cualquier amabilidad, la recibió en un despacho que se correspondía mal con su físico, una estancia que parecía más un decorado que un lugar dedicado a labores administrativas; como en la entrada, todo hacía referencia a la infancia: numerosos dibujos, pósters campestres, restos de Halloweens anteriores, figuritas hechas en clase y alineadas en estanterías… El contraste era casi malsano, hasta el punto de hacerla sentirse incómoda desde que se sentó.
—¿Puedo preguntarle qué es lo que justifica que David falte un día de clase? —preguntó cuando Audrey terminó su breve relato.
—Yo…
La había pillado desprevenida. Ni siquiera había discurrido una excusa válida, al suponer que un «asunto familiar urgente» bastaría.
—Mi hermano está muy grave… en realidad, se está muriendo. Le quedan unos pocos días, quizá ni eso, y… querría que David se despidiera de él.
Una mentira perfecta, enjaretada en un segundo: se había basado en lo que le había contado una amiga de París, con la que hablaba por teléfono una o dos veces al mes, y cuyo hermano estaba efectivamente a punto de fallecer a causa de un cáncer.
El hombre cruzó sus deditos como morcillas sobre la tripa.
—Ya… Lamentablemente, tengo un problema, señora, en lo tocante a su hijo… Bueno, en lo que se refiere a su petición.
—¿Un problema?
—Sí. Verá usted, Jocelyn nos avisó de su posible visita a nuestra institución…
La emoción hizo tambalearse a Audrey en su silla. Había dicho Jocelyn y no «su ex marido», o «el padre de David»; había dicho nos y no el «centro», como si constituyeran un grupo…
—… también nos explicó que era él quien tenía la custodia de David, y que los derechos de usted se limitaban a fines de semana alternos.
Esperó con una sonrisita satisfecha sobre su triple papada sonrosada y lampiña.
—Verá usted, hace dos años tuvimos un caso de sustracción de menores… Ya sabe, un padre que no soportaba la distancia y tal… y desde entonces, extremamos la prudencia cuando la situación familiar es… complicada. Jocelyn dio a entender, al principio de curso, que podríamos enfrentarnos a ese tipo de problemas… Por supuestísimo, no estoy queriendo decir que nos encontremos ante ese caso hipotético.
Apenas lo veía: solo una cara redonda, de luna llena, una cabeza de cerdo en una tienda de juguetes, moteada con puntos negros, le parecía, por culpa del sofoco que le estaba entrando. De pronto, recordó las palabras de Nicolas le Garrec: «Pero ¿qué ha venido exactamente a hacer tu marido a Laville-Saint-Jour?». La situación se le estaba yendo de las manos; zozobraba en medio de una pesadilla. Una pesadilla en plan
La semilla del diablo
. Con ella en el papel de Mia Farrow.
—… pero si no recibimos una llamada de confirmación por parte de Jocelyn, o una orden judicial, por supuesto —¡ah ah ah!— no puedo dejarla que se lleve a David así como así… Espero que se haga cargo…
Los minutos siguientes transcurrieron en una nebulosa escarlata: se vio vagamente cogida por el brazo con blanda autoridad y acompañada a la puerta; atravesando el pasillo esforzándose por no tambalearse; corriendo hasta la salida para vomitar en la acera el café y el yogur que se había tomado de golpe antes de su encuentro con Cléance Rochefort.
El frío la devolvió súbitamente a la vida y el espectáculo que se ofreció ante ella la desvió un instante de su horror: durante el cuarto de hora pasado entre los muros de Los Herrerillos, la niebla había recubierto la calle por completo. El mundo que se extendía ante sus ojos era de una blancura surrealista, ahogado por una nube, una densa bala de algodón: los coches circulaban bajo la forma confusa de gruesas manchas de color, los troncos de los árboles dibujaban líneas inciertas e inestables, y las casas adoptaban el aspecto amenazador de cabezas de gigantes coronadas con sombreros puntiagudos…
Sin dar crédito a nada, se dirigió a su coche y observó que sus pies se hundían, desaparecían por completo en la niebla, aún más densa en el suelo. Subió al Clio, con el corazón en un puño todavía, con la espantosa sensación de que, mientras la niebla se apretujaba contra las ventanillas como si la quisiera aprisionar, algo terrible se estaba fraguando: un pensamiento que inevitablemente la condujo a Nicolas le Garrec. Haciendo de tripas corazón, cogió su teléfono y marcó el número. Cuando el contestador respondió, estuvo a punto de estrellar el aparato contra el parabrisas en un ataque de ira y de frustración. En lugar de eso, dijo:
—Nicolas, ya sé que te he llamado antes esta mañana, pero… solo tú puedes ayudarme. Es urgente, entiéndelo… He visto a Cléance Rochefort. Creo… que es un asunto de vida o muerte. Afecta a mi hijo David y…
El resto se vio anegado por el torrente de lágrimas que se desbordó al pronunciar el nombre de su hijo.
E
l mariconazo no había vuelto a aparecer. El mariconazo se estaba buscando problemas muy serios y debía saberlo. Así que el mariconazo estaba dispuesto a sufrir castigos, amonestaciones, e incluso la expulsión, por… ¿por qué? César Mendel ya tenía forjada su opinión al respecto. Claro está que era jugárselo a todo o nada: no había previsto que a Bastien Moreau le entrara ese ataque de risa en medio de la clase de mates (¡aunque después de haber aspirado de cerca el aliento de Dupuis, se podía esperar cualquier cosa!). Y estaba furioso por haberlo perdido. Sin embargo, César estaba lleno de recursos. Y aquella mañana, su vida acababa de dar un giro decisivo: era rico. Y, por lo tanto, libre. Al menos, en principio. La idea de que Moreau pudiera echarle a perder el día-en-que-todo-puede-ser-posible le resultaba… insoportable.
No le quedaba otra opción. Tenía que echarle el guante a Moreau.
—Eh, Cés', ¿has visto la niebla?
César Mendel se volvió. Acababa de sonar el toque de las doce menos diez, y los alumnos se dividían en dos grupos: los que vivían en Laville-Saint-Jour y volvían a sus casas para comer, y los que se dirigían al refectorio. Philibert de Brysis, al igual que César, pertenecía al primero. —No, no. No he visto nada de nada —respondió con ironía.
De Brysis le devolvió una mirada con los ojos como platos, de un vacío sideral… Hacía tiempo que Mendel había llegado a la conclusión de que en el fondo del cerebro de su camarada debía de haber un archivador de metal con un único cajón, en el cual había plegado en cuatro un papelito como una condena a muerte: C.I. = 82 (como mucho).
—Ah, ¿no? —dijo perplejo el genio.
Mendel se encogió de hombros. Habría hecho falta estar ciego para no darse cuenta: la niebla había caído de golpe, durante la última clase, fenómeno que había suscitado rumores y cuchicheos en el aula. Era uno de esos días —salen cuatro o cinco así a lo largo del año— en que la niebla parece ebria y vomita su cólera, en que el mundo se difumina y se adormece, en que el centro de la ciudad se ahoga bajo suaves pulsaciones vaporosas que hacen pensar en el vientre de una mujer a punto de dar a luz. Uno de esos días en que… todo-es-posible.
—Eh, ¿adónde vas? —preguntó el muchacho mientras César se alejaba—. ¿No quieres que volvamos juntos a casa?
César se volvió y lanzó una prolongada mirada a Brysis. Este se batió en retirada; César ignoraba cómo producía ese efecto, y más aún con la niebla, que por fuerza atenuaba su intensidad, pero con los espíritus débiles funcionaba siempre: la mirada que fulmina. Observó a su amigo mientras retrocedía hasta desaparecer entre la oscura masa de los alumnos, engullido como ellos por la niebla. Reemprendió su camino en dirección al segundo patio, el del jardincillo. Se coló, silueta alargada, fina, coronada por una aureola de cabello angelical, en el porche donde estaban los baños. Y esperó. Si Moreau estaba aún en el colegio, esa era la única oportunidad de encontrarlo: ahí, al pie de la Chowder.
Con el absoluto dominio de un hombre que tiene todo bajo control, sacó su móvil y miró la pantalla: no había mensajes. Notó cómo lo recorría una pequeña descarga. Entonces, ¿era realmente… el-día-en-que-todo-es-posible? Para asegurarse, llamó. El contestador de su padre saltó al cuarto tono. Mendel sonrió, con el corazón a mil.
—Papá, me sorprende que no me haya llamado…
soy rico…
«… ya es el cuarto mensaje que le dejo. Bueno, por si acaso, se lo explico de nuevo:
soy libre…
«… ¿podría, si tiene tiempo, mirar en el aeropuerto a ver si encuentra un iDock para mi iPod? Le envío la referencia en un SMS…
¡estás muerto, saco de mierda! ¡¡Muerto, muerto, MUERTO!!
«… gracias, papá, que tenga buen viaje…
Colgó, esforzándose por dominar la alegría que lo embargaba. Conscientemente, tecleó el mensaje de texto: ¿quién en su sano juicio, pregunto yo, iba a sospechar de un crío de trece años? Ja, ja, ja! Un ruido interrumpió la carrera de sus dedos por el teclado. Giró la cabeza. La puerta-armario de la pared emitió un leve chirrido. Un segundo después, apareció Bastien Moreau.
Los dos chicos se quedaron mirando el uno al otro un momento. Moreau, decidió Mendel, tenía el careto de un tío que acabara de vomitar y jalarse su pota justo después.
—¿Todo bien? —preguntó César con toda la compasión que años de disimulo le habían enseñado.
Moreau cerró la puerta, sin mostrarse sorprendido por la presencia ahí del repetidor.
—No —se limitó a decir.
—¿Qué te ha pasado?
Moreau se acercó echándose la mochila a la espalda mecánicamente, como un zombi.
—Mi padre acaba de morir…
La sorpresa hizo que por un segundo Mendel no reaccionara. No sabía cómo ese mariconazo se había enterado de eso en su armario entre las diez y las doce, pero, por el contrario, y aun cuando aquellos fueran sentimientos cuya naturaleza se le escapaba totalmente, sabía que para Moreau había sido un golpe fatal.
—También el mío —respondió… De dónde había salido aquello, no lo sabía… quizá la necesidad de decirlo; sin duda, como Moreau, había sucumbido a la misma fuerza, aun cuando, en ese momento, aquel fuera el único rasgo común de los dos chicos.
Moreau lo miró de hito en hito, sorprendido: la revelación de César era bastante impactante como para sacarlo de su embotamiento. Mendel se esforzó por disimular el torbellino de emociones que lo zarandeaba y se construyó un rostro entre la tristeza y la complicidad.
Evidentemente, aquello bastó a Moreau: no hizo preguntas ni dio detalle alguno. Tampoco lloró.
—La estás buscando, ¿no? —preguntó César para romper el silencio y apretar un poco más su mano alrededor de la garganta de su enemigo.
Una vez más, sin evasivas, Bastien asintió directamente y esa actitud voluntariosa, a pesar de las circunstancias, despertó la admiración de Mendel, a su pesar. Esperó un poco antes de asestarle la puntilla:
—Creo que sé dónde se encuentra…
S
uzy Belair colgó el auricular del teléfono: por tercera vez ese día, sus llamadas a San Miguel sonaban en el vacío. Y el presentimiento que la había mantenido despierta hasta tarde la noche anterior cobraba fuerza. Oh, desde luego que ahora notaba un distanciamiento por parte del padre Cartelot: intuía que la botella, o la edad, o el miedo habían acabado venciendo su determinación, que la muerte de Odile le Garrec había sido un golpe para él, que daba la batalla por perdida de antemano. Sin embargo, el padre Cartelot debería haber respondido al menos una de sus llamadas: no era un hombre difícil de encontrar, y ella tan solo quería informarle de que se iba a París… «algunos días, nada grave…». Lo habría comprendido, lo habría aprobado. Ni la habría animado ni la habría disuadido. De todos modos, no habría pronunciado la menor palabra comprometedora por teléfono. Y Suzy esperaba que su determinación hubiera infundido en el sacerdote un poco de vigor…
Pero el padre Cartelot no contestaba. Y la niebla se había abatido sobre Laville, de repente, en menos de treinta minutos, de modo que, desde la ventana de su casa, la astróloga apenas distinguía la calle.
Soltó la cortina, se dirigió al vestíbulo, se puso su abrigo gris. Tenía preparado un pequeño equipaje delante de la puerta y lo agarró antes de salir. Fuera, se quedó parada un instante en el escalón de la entrada. ¿Cuándo se había visto Laville-Saint-Jour sepultada por la niebla por última vez?
Una vuelta a la llave, tres escalones prudentemente descendidos pues el gris pálido del caminito se fundía con la niebla… Se detuvo justo ante la pequeña cancela de la casa, tranquila. No sabía lo que le esperaba en París. Pero debía ir: era un hecho y una certeza. Y Suzy Belair no era de las que contradicen ni lo uno ni lo otro.
A su derecha, el ruido de un motor perforó el silencio mate de la calle. Volvió la cabeza: una masa azul marino hendía la niebla en dirección a ella. Sintió como una ola de aprensión en su interior: no distinguía el letrerito luminoso de TAXI sobre el coche y…
«… y el padre Cartelot no contestaba…
… y la niebla…
… y algún día suced…» A unos diez metros, apareció la lucecita del taxi y se encogió de hombros.
Bajó el conductor, hizo un comentario a propósito de la niebla: «… según parece, la prefectura va a cerrar los accesos principales si no levanta de aquí a la noche…», y la invitó a tomar asiento.
Subió al coche; de pronto, en el interior del vehículo, tuvo la extraña sensación de recuperar la vista, de ver claro finalmente, como si acabara de ponerse las gafas.
Mientras se alejaban de la casa en dirección a la estación, apenas tuvo ocasión de ver el coche de policía camuflado con el que se cruzó, en el que iba Bertegui; lo único que pudo ver fue un cabezón peludo al volante. Ni tampoco, en el otro extremo de la calle, el Mercedes azul que acababa de ponerse en movimiento y avanzaba hacia su casa.
Bertegui detuvo el coche mientras echaba pestes. Conducir con aquella niebla era un suicidio: ni siquiera la había visto caer, de modo que lo había pillado por sorpresa fuera, cuando salía de la comisaría. El caso Andremi monopolizaba demasiado sus pensamientos: desde su entrevista, esa fisura, apenas una grieta en realidad, en la actitud de Cléance Rochefort lo mortificaba. Tenía la vaga impresión de haber apretado finalmente un resorte que abría una puerta. Incluso cuando todo estaba aún por aclarar. Por ello, todavía no se había puesto en contacto con los colegas de París que se encargaron en su día del caso Andremi. El Jabalí era consciente de que si daba algún paso en falso en ese caso, corría el riesgo de abrir la caja de Pandora y despertar a los viejos demonios mediáticos: Andremi, Talcot… Pero aún quedaban los villenses, claro: ¿Suzy Belair, los Morizot, Le Garrec se ofuscarían también ellos si Bertegui les espetaba el nombre entre dos preguntas? ¿Constituían los Andremi una pista que seguir, o solo un camino a ninguna parte, como todos los que atravesaban la bruma de su investigación desde hacía varios días?