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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (63 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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¡PLUM!

Todo el sótano tembló ante la violencia del golpe… ¡Y otro! ¡Y otro más!

Un ruido de ladrillos que se desmoronan hizo que en sus labios se dibujara una sonrisa malvada: un agujero en la coraza. Bertegui se asomó, introdujo el haz de la linterna por la cavidad irregular: a simple vista parecía una pequeña estancia. De cualquier manera, era como había previsto: ese tabique escondía efectivamente un secreto.

El descubrimiento lo puso eufórico, y se levantó para terminar su obra con más energía aún, en una oscuridad casi total, insensible al sudor que chorreaba por su frente. ¿Estarán aún con vida? ¿ESTARÁN AÚN CON VIDA?

¡PLUM! ¡PLUM!

Una parte del muro se desplomó lo suficiente para permitirle el paso. Bertegui se detuvo un instante para tomar aliento, tiró el mazo, lo sustituyó por el revólver. Volvió a echar un vistazo: una habitación pequeña y agobiante, casi asfixiante, de la que emanaban olores a tierra húmeda y a cloaca.

Ni un alma, en apariencia… De cualquier manera, ¿cómo iba a haber alguien ahí?

Franqueó lo que quedaba del murete, con cuidado de no lastimarse contra los ladrillos que habían quedado esparcidos como piezas de un juego de construcción. Paseó la linterna por los muros, el techo, el suelo: viejas piedras vistas adornadas con palmatorias vacías, una cruz invertida esculpida en la pared, idéntica a la de La Talcotière, losas con un gran pentáculo grabado en ellas y… casi da un brinco: una puerta.

Bertegui se acercó. La puerta estaba cerrada con llave, atrancada con una de esas grandes cerraduras de antaño. No había ningún candado que romper… No tenía opción. Volvió al sótano, ayudado de la linterna buscó una almohada; entonces vio un edredón. Podría servir. Regresó, se colocó delante de la cerradura, enrolló el edredón y clavó en él el cañón del arma. Sin dudarlo, disparó: el ruido amortiguado por las plumas y lo exiguo de la habitación deberían bastar para no dar la alerta. Arrojó el deshecho edredón a un rincón con un suspiro de plumas y comprobó el resultado. La cerradura apareció ennegrecida, descuajaringada.

Bertegui agarró la manilla, tomó aire mientras levantaba su arma, enarboló la linterna y dio un fuerte tirón. Detrás: la más absoluta oscuridad, el vacío.

Apuntó con la linterna, descubrió una especie de pasillo sin fondo, una galería angosta. Recordó las palabras del doctor Lieberman: algunas casas viejas todavía conservan accesos a las entrañas de la ciudad…

El sótano de los Le Garrec no solo daba a una tumba de vampiros… sino también a un pasadizo. Y forzosamente llevaba a algún sitio. ¿A su mujer? ¿A su hija?

No lo pensó mucho más: se adentró en el subterráneo.

Capítulo 80

L
a mujer que tenía en frente, envuelta en una bata rosa atemporal, estaba sentada en un viejo sillón bajo una luz sucia… sentada no era verdaderamente la palabra, observó Suzy Belair. Embarrancada… embarrancada como un enorme animal marino. Una neptuniana, sin duda. Piscis, o ascendente Piscis. Neptuno producía a veces genios o grandes místicos… En sus filas también cuenta con víctimas de una neurosis que conducía al exceso: la huida de la realidad.

—Venía por las tardes —dijo finalmente—. Cuando yo me quedaba con el niño…

Suzy Belair no dijo nada: la mujer no había opuesto gran resistencia; primero había puesto unos ojos como platos cuando su hijo había abierto la puerta y había presentado a la intrusa, para después apoltronarse, derrotada, sin ni siquiera haber plantado batalla. Sin embargo, Suzy Belair presentía que ir con prisas no conduciría a nada.

—Nunca imaginó que fuera a tener un hijo —prosiguió con voz apagada, la mirada fija y acuosa, con los carrillos caídos y llenos de un hastío infinito. Era evidente… Apenas se interesaba por las chicas. Al menos, no como todo el mundo.

«Lo conozco desde siempre. Mi madre se ocupaba de las tareas de su casa —era una especie de gobernanta—; no era gente que se limitara a tener una simple mujer de la limpieza. Sí, lo conozco desde siempre. A él… y a su madre, y a su hermana. Pero la hermana…

Dejó las palabras en suspenso, y un estremecimiento hizo que se alabeara la grasa de la papada.

«Cuando se fue a París, me pidió que fuera con él. Necesitaba a alguien que le sirviera. Alguien de Laville-Saint-Jour, que lo conociera, que conociera la ciudad… que supiera cómo sucedían las cosas. Siempre supe quién era verdaderamente.

«Él fue quien me pidió que vigilara a la pintora. Porque al principio, claro, solo estaba ella: el niño aún no había nacido. Vigilarla. De lejos… Incluso durante el proceso y… y todo aquello. Hice lo que me había dicho.

La mujer del sofá se calló, miró fijamente la botella. Suzy Belair se mantuvo en silencio. Oh, sí, definitivamente una neptuniana: la confusión inducida por el mundo submarino de Neptuno hace también que a veces sus perdidos caigan en brazos de mentores y demás gurús… ¿Era el amor lo que la había unido a su patrón? ¿Una sumisión morbosa? Daba igual… Suzy Belair no estaba ahí para juzgar.

—Estreché las relaciones con ella, y cuando se mudó aquí con su marido, la seguí. Aquí… a dos pisos de su apartamento. Y esperé.

«Reapareció más o menos un año y medio después de… bueno, del fuego. Sabía que volvería. Porque yo había informado de la existencia del niño. Y de que el padre del niño no era tal. De eso estaba segura. Conocía demasiado bien a la familia: el niño era el vivo retrato de su hermana cuando era un bebé.

Ahora, las palabras salían solas, sin esfuerzo y la voz cansina, viscosa ganaba en firmeza.

—Era yo quien cuidaba al niño, porque ellos dos trabajaban… y además, ella pintaba, necesitaba tiempo para eso. Entonces venía a casa: tanto como le era posible. Tenía una llave del garaje, hacía que lo trajeran. Subía por la escalera: no cogía el ascensor, nunca hay nadie por la escalera de un edificio como el nuestro. Y se quedaba con el niño. Le hablaba. Durante horas… Nunca he visto a un hombre que hablara tanto con su hijo, inclinado sobre la cuna. Oh, por supuesto, era diferente de los otros padres. No solo en la cara… él no le cambiaba los pañales, no hacía ese tipo de cosas.

Pero le hablaba: le contaba cosas de Laville-Saint-Jour… le contaba cosas de la iglesia de San Miguel… y del Saint-Exupéry… y de la niebla… y del bosque del parque… Y le decía que algún día se reencontrarían. Que era su destino. Que él era un heredero… y que también él era un heredero. Su heredero. Sí, algún día se reencontrarían: era el destino de ambos, un destino que estaba escrito… y entonces el niño sabría quién era su padre de verdad. Y comprendería por qué había habido que recogerlo… Bueno, volverlo a poner en el camino de su destino. Habría que pagar un precio, decía, mucho sufrimiento, lo pasarían mal, y el niño se sentiría desgraciado por haber perdido al hombre que creía era su padre, pero no era verdaderamente su padre, y con el tiempo lo entendería. Oh, sí, le hablaba y le hablaba, tardes enteras, y cogía la manita del niño y la pasaba por su cara, así, como si quisiera que se fuera acostumbrando.

—Aquello duró dos años… Durante dos años, vino a hablar con su hijo, dos, tres, cuatro veces por semana. Ni cuando el niño estaba durmiendo dejaba de hacerlo: «Laville-Saint-Jour te espera… Laville-Saint-Jour te recibirá». No, no paraba nunca…

Un suspiro… Con la mirada perdida todavía, la mujer del sillón cerró los ojos, y Suzy Belair se preguntó si quería escapar a las imágenes que regresaban para atormentarla, o por el contrario, se entregaba a una nostalgia morbosa. Sin duda un poco de cada. Neptuno recibe gustoso en su serrallo tanto a los ángeles como a los demonios, tanto a los verdugos como a los mártires sacrificiales… a los chulos y a las putas.

—Un día, el niño tuvo edad de ir al colegio, y no encontró medio de mantener el contacto. Entonces se marchó. El último día, me dijo: «Tendrás siempre noticias nuestras… no nos olvidaremos de ti. Pero esto llevará años… Sí, después del caso Talcot, harán falta años para reconstruir. Pero volveré. Volveremos a vernos…».

«Desde aquel día, no lo he vuelto a ver.

Un largo silencio húmedo, denso: la mujer del sillón lloraba, lágrimas mudas resbalaban por sus mejillas coloradas por el vino.

Suzy Belair se levantó: no merecía la pena permanecer allí más tiempo. Tenía los nombres. Tenía las respuestas. Ya solo quedaba regresar a Laville-Saint-Jour. Hablar con los padres del niño… bueno, con el padre. Y posiblemente con Antoine Rochefort… ¿Se habría pasado a su bando finalmente? Porque era él quien los había puesto sobre la pista de Bastien por teléfono…

Sí, en el fondo, iba a resultar bastante sencillo. Una vez le hubieran sustraído el niño a Andremi, ya no podría hacer nada. Al menos, es lo que cabría pensar en la ignorancia de los acontecimientos que estaban produciéndose en Borgoña…

Capítulo 81

N
icolas se adentró en el túnel… ¡increíble!, pensó: Antoine no lo había cegado. Oh, el acceso no era tan cómodo como en otro tiempo: había que deslizarse detrás de las cocinas del refectorio, por una especie de tragaluz oculto al pie de un murete cubierto de musgo. Pero al menos, el Saint-Ex abría todavía una puerta hacia las profundidades.

En este caso, desde que inició su marcha, Nicolas se percató de que las profundidades no estaban del todo desiertas; es cierto que los primeros metros estaban sumidos en una oscuridad casi total, pero distinguió un resplandor en un recodo que calculó estaba a unos cien metros. Si la luz estaba encendida era porque alguien se había tomado la molestia de encender un fuego. Sí, en algún lugar de las entrañas del gran pentáculo sobre el que la ciudad estaba construida, había antorchas ardiendo.

Nicolas avanzó, alegrándose de llevar unas viejas zapatillas de deporte tan silenciosas como pantuflas. Sujetaba su revólver con ambas manos, tal y como había aprendido a disparar. Daba vueltas a la situación, esforzándose por evaluarla: podía encontrarse a cualquiera al final de esa galería. Bastien Moreau… o a algún compañero de armas de Pierre… al propio Pierre… ¿Qué iba a hacer exactamente? No tenía ni idea. Esta vez, el guión estaba fuera de su control.

Maquinalmente, se volvió para comprobar que nadie lo seguía. Entonces observó un extraño fenómeno: la niebla parecía… estar entrando en el túnel. Más aún: ¡lo seguía! Se estremeció. Sabía lo que se decía de la niebla. Desde luego que ningún villense le tiene miedo a las sombras blancas de día. Ahora bien: solo, de noche, en el fondo de los túneles que habían perdurado a través de siglos de horror, era otra cosa. Y aun cuando nunca se hubiera visto niños en la niebla, no se podía pasar por alto, en determinadas circunstancias, el temor de ver aparecer, aprovechando un remolino, la silueta de un chaval de cuencas vacías mendigando un poco de paz…

Nicolas se quedó algunos segundos observando el fenómeno: efectivamente, la niebla bajaba al fondo de las cuevas. Se deslizaba, como si unas intrépidas criaturas se separaran del banco de niebla, se filtraran, corrieran por el suelo. Precisamente vio una banda blanca que iba… ¡nadando! hacia la luz y comenzó a seguirla. Caminó así dos o tres minutos, con la pistola en ristre, y la espalda pegada a una de las paredes. No escuchaba ningún sonido, no había rastro de vida… a excepción de esa niebla como aspirada por una corriente. Por un momento, mientras avanzaba, pensó en Audrey, preguntándose si había hecho bien dejándola sola, si no iría a hacer ninguna tontería. Después, la luz del recodo se hizo más intensa y disipó sus dudas. Recorrió los últimos metros casi corriendo, se apostó en la esquina, echó un vistazo. Habían encendido antorchas, pero aparentemente el camino estaba libre: la larga y angosta galería que se abría ante él estaba desierta y Nicolas enseguida se dio cuenta de adónde conducía: a uno de los escondites de Pierre cuando era adolescente.

Una parte de Bastien escuchaba cómo el monstruo le contaba una historia que ya conocía… al menos a grandes rasgos. Otra observaba, desde la distancia, la escena con una sobrecogedora sensación de
déjà vu
: ellos dos, ahí, en una cavidad iluminada por antorchas, en los corredores de una ciudad sumergida en la niebla. El hombre le había dicho que era su padre y Bastien le había creído, no lo había dudado ni por un momento, aunque se tratara de un saber que no provocara en él ninguna emoción especial, sino tan solo una cierta indiferencia, la sensación de una verdad desconectada de cualquier realidad tangible. El hombre le había hablado de las largas horas que había pasado en su compañía cuando era un bebé, y la fría parte de sí mismo que analizaba la escena halló ahí de manera confusa, a pesar de su corta edad, las razones de sus pesadillas, de sus visiones, de los cuadros del cobertizo, de la voz en su cabeza. El hombre le había desvelado que se llamaba Andremi —un apellido no del todo desconocido, pero, le parecía a Bastien, por otros motivos— y que pertenecía, bueno, que ellos dos pertenecían a un extenso linaje de criaturas destinadas a reinar sobre un mundo subterráneo, un mundo que Bastien no se imaginaba bien todavía y que le hacía pensar en un ejército de vampiros dotados de poderes ocultos y de vida eterna.

Ese hombre era un monstruo. Ese hombre estaba loco. Su alma debía de corresponderse con su cara, o a la inversa, es decir, a nada que fuera humano. Había también evidencias de las que Bastien no dudó ni un momento. Era igualmente el asesino de su padre —el único, el verdadero en su corazón— y, fugazmente le pasó por la cabeza la idea de que ese hombre había matado a Jules y que era el autor de los mensajes firmados por su hermano. Finalmente, ese hombre conocía a César Mendel, y estaba implicado, de una manera indefinida por el momento, en la misteriosa desaparición de Opale.

Además, ese hombre ardía —por decirlo de algún modo— en deseos de encontrarse con él, de cogerlo, de tenerlo junto a sí. En realidad, ese hombre era sumamente peligroso, y eso era lo único importante. Más tarde, sabía Bastien, ya habría tiempo de llorar, de comprender… quizá hasta puede que, con la edad y la experiencia, acabaría por descubrir que la actitud que había mostrado frente a su padre-monstruo esa noche, era en el fondo perfectamente normal: los estímulos, las horas contando historias al pie de la cuna, las revelaciones oídas a edad demasiado temprana, habían desarrollado en él una conciencia y una percepción fuera de lo habitual. A su manera, se había convertido en lo que se denomina un niño precoz, sin saberlo, sin que nadie lo hubiera advertido nunca. Quizá porque su verdadera naturaleza no pudo expresarse completamente más que en el preciso instante en que los fragmentos dispersos de sí mismo se habían recompuesto en un todo coherente, cuando el hombre le anunció: «Te estaba esperando, hijo mío…».

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