—¿Se lo dijiste a tu hermano?
—Bruno ya estaba lejos… y además yo no quería quedarme a averiguarlo… y además no quería que se riera de mí.
—¿Y Christophe, dónde estaba?
—No sé… más lejos, mucho más lejos, porque tardó un poco en ponerse en marcha.
—¿Dónde viste a ese… esa silueta?
Tipierre se lo indicó. Justo ahí habían encontrado el monopatín de Christophe Dupuis al día siguiente, al dar comienzo a la investigación. Así pues, los dos hermanos Mansard habían recorrido el mismo camino que su amigo por delante de él. Pero ellos no se habían detenido… O los había salvado el hecho de patinar en pareja.
Pero ¿de qué exactamente? ¿Qué sucedió? ¿Alguien saltó sobre Christophe Dupuis? ¿O vio algo y quiso averiguar de qué se trataba?
—Has dicho que lo habías visto dos veces —le recordó Bertegui.
—Sí —dijo el crío con aire lúgubre—. Pero no me acordé hasta… —breve mirada a su madre— hasta esta noche. Esta noche he hecho la conexión.
—¿Y en qué circunstancias fue?
—El sábado pasado… el sábado por la noche. En casa de los Belonot.
Bertegui se giró hacia la madre.
—Son unos amigos —explicó—. A veces, los sábados van los niños allí a pasar la tarde y la noche…
—¿Qué viste? —preguntó Bertegui dirigiéndose de nuevo a Tipierre.
—Un poco lo mismo… Un tipo alto de negro. Desde donde estaba, no pude verle la cara, pero… me pareció que tenía algo raro.
—¿Cómo sucedió?
—Pues… fui a la cocina a coger una coca, y su frigo está al lado de la ventana. Viven en el último piso y en frente de ellos hay una especie de jardín vacío con una casa solo, y ningún otro edificio …
El corazón del Jabalí experimentó una repentina aceleración.
—¿Dónde viven esas personas? —preguntó Bertegui a Anne-Laure Mansard.
—En Braquéolles.
—Ya, pero ¿dónde exactamente? —la apremió.
—En la rue des Carmes. En el 34, me parece. ¿En el 34 o en el 32? —preguntó a su hijo.
Pero Bertegui no escuchó la respuesta.
Una sombra negra junto al toro… Una sombra negra en el bosque del parque… ¡Y una sombra negra junto a la casa de Odile le Garrec!
Las palabras se impusieron a Bertegui, unas palabras que, sin él saberlo, eran eco de las que habían atormentado a otro policía, años atrás:
«Todo está relacionado… ¡Todo está relacionado!».
—¿Y qué hacía el hombre de negro?
—Se marchaba… Bueno, cruzaba el patio. Bastante rápido. Iba tan rápido que parecía que se deslizaba. Y su abrigo flotaba al viento. Como una capa… Pero no lo vi bien. Ese patio es enorme y está superoscuro.
Bertegui asintió. Recordaba la asfixiante penumbra del sótano de Odile le Garrec y la oscuridad que reinaba cuando volvió a subir a la superficie en compañía de su hijo.
—¿No le viste la cara?
—N… no.
Un momento de duda.
—¿Estás seguro? —insistió el policía.
El chico asintió con la cabeza.
—¿No me estarás ocultando algo, Tipierre? Puedes decir todo lo que sepas, nadie te va a juzgar.
Un suspiro.
—Hubo un momento en que se paró en seco. Y entonces me aparté de la ventana. Cuando volví a mirar ya no había nada. En total, fue cosa de, no sé… cinco segundos…
—¿Y por qué te apartaste?
—Pues…
Ahora su mirada y su actitud eran verdaderamente los de un niño. Hasta se retorcía, como intimidado.
—No quería verle la cara —dijo finalmente.
Bertegui guardó silencio, presintiendo que su testigo estaba a punto de abrirse a él.
—No, no quería verle la cara porque… no estaba seguro de que fuera humano lo que había visto. Ni siquiera estoy seguro de haberlo visto. Pero sentí que había algo que no me gustaba.
—¿Cómo dices? —preguntó el policía.
Tipierre volvió a mirar a su madre, luego dijo con pesar:
—Al verlo, tuve… frío. Un frío que no era… normal.
Se calló, suspiró.
—Por eso no había vuelto a pensar en aquello hasta esta noche. De hecho, no quería pensar en ello. Porque ese tipo, bueno… esa sombra… era como algo que no estuviera vivo. Algo… muerto. Y helado.
Bertegui bajó y se dirigió a su coche, a la vez estremecido por las revelaciones de Mansard hijo y satisfecho por haber establecido un vínculo de unión entre los distintos casos.
Estaba ya al volante y se disponía a salir de la ciudad cuando llamó a Clément.
—Hay novedades —anunció al muchacho, larguirucho como un rodrigón.
Y resumió la entrevista de la mañana, sin detenerse demasiado en las lúgubres precisiones de su testigo.
—Quiero que los chicos de la científica se desplacen al lugar exacto donde se encontró el monopatín. Hay que peinarlo todo a conciencia. Si el tipo estuvo allí, por fuerza tuvo que dejar algo. Huellas, fibras, da igual. Si encontramos algo, sea lo que sea, mandas a los chicos a la granja del toro.
—Hace ya varios días que sucedió aquello —le recordó el teniente—. Ya no debe de quedar gran cosa en los alrededores del cercado. Es una granja…
—Vamos a intentarlo por lo menos. Necesito un indicio, algo, para relacionarlo. Y lo mismo con la casa de Le Garrec, SOBRE TODO con la casa… Si efectivamente fue el sábado por la noche cuando el hijo pequeño vio aquella… sombra (esto habrá que comprobarlo con los Belonot), eso nos proporcionaría un elemento clave para justificar la apertura de una investigación oficial. Una pandilla de chavales que se divierte cortando cables telefónicos es algo desafortunado, pero de ahí no resulta un homicidio: a lo sumo un desgraciado accidente. En cambio, un tío que corta el teléfono allí donde más tarde aparece un cadáver, que se pasea junto a un toro… eh… asesinado… y luego por un bosque donde un crío de catorce años termina ensartado como un pincho moruno, es más que suficiente como para buscar a un auténtico sospechoso.
—Entonces, ¿cree que hay alguna relación?
—Sí. Y tú también lo crees.
Iba ya a cortar la comunicación cuando cambió de opinión.
—Una última cosa, y esto te lo pido a título personal.
Silencio prudente al otro lado de la línea.
—Estoy seguro de que conoces a alguien que sepa de las prácticas que tuvieron lugar aquí. Quiero que me pongas en contacto con él.
—¿Prácticas?
—Sí, ya me has entendido, Clément. Conozco los hechos: los Talcot, los… sacrificios. Pero me faltan elementos. ¿Cuáles eran exactamente las prácticas de… de brujería o de misa negra que están en el principio de aquel baño de sangre? ¿Cuáles eran los… rituales? —aclaró Bertegui con la vertiginosa sensación de haber aterrizado en mitad del rodaje de
El exorcista
.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Quiero entender por qué se llevaron el corazón de ese toro. Lo que eso significa. Lo que, llegado el caso, puede… presagiar.
L
a campana dio las cuatro de la tarde y Bastien la recibió con alivio. No se había quedado con nada de lo dicho en las últimas clases, había pasado por encima de ellas en un universo replegado sobre sí, una burbuja cerrada, estanca y aislada tanto del mundo como de estas palabras: «Algún día sucederán cosas terribles». «Laville-Saint-Jour te quiere.» Y también: «Le preguntaremos a mi hermano». Llevaba todo el día esperando ese momento: salir del Saint-Ex, saltar sobre sus patines, ponerse los cascos del iPod y patinar hasta que los muslos le dolieran del cansancio. Irse. Olvidar…
Se dirigía hacia la salida del aula, cuando Opale le susurró en el momento en que franqueaba la puerta:
—Sígueme discretamente… Y a ver si logras deshacerte de la lapa esa que llevas pegada a todos lados…
Desde por la mañana, iba de sorpresa en sorpresa: después de la charla en su banco, Opale lo había rehuido sin darle la más mínima explicación ni acerca de sus últimas palabras, tan sibilinas, ni acerca de su actitud, para pasar todos los intercambios de clase tecleando frenéticamente mensajes con el móvil… En contrapartida, César Mendel no lo había dejado ni a sol ni a sombra, ante las miradas de pasmo de los demás alumnos, en particular de sus dos acólitos de toda la vida: «¿Qué cartas Magic tienes?» «¿Qué edición prefieres?» «Ah, ¿tienes la Xbox 360? A mí la que me flipa es la Play Station 2, pero es verdad que el Top Spin es de pelotas. Teniendo en cuenta que es un juego de tenis, está bien traído, ¿no? Jajaja…» Mendel le había desplegado toda la panoplia del futuro mejor amigo.
Entonces cayó Bastien; así que él era la lapa: Mendel… y aquella idea le provocó, a pesar de la tensión que acumulaba o a causa de ella, unas ganas irresistibles de echarse a reír, que reprimió enseguida: ¡si ahora, además, le daba por soltar risitas tontas él solo, los alumnos de su clase iban a terminar regalándole un embudo para que se lo pusiera en la cabeza!
De todos modos, debía de tener una pinta algo rara porque al ir a salir al patio, las gemelas Peroneau, dos criaturas idénticas e improbables —gafas de culo de botella y aparatos en los dientes— le lanzaron una mirada de espanto y se atragantaron cuando pasó por su lado: la más «alta» escupió su caramelo de limón mientras que la «baja» se tragó directamente el suyo de naranja (las gemelas Peroneau eran conocidas en la clase por su desmesurada y algo inquietante afición por toda suerte de chucherías, la cual explicaba aquella sonrisa en obras por duplicado).
Dejó que las gemelas Peroneau se zambulleran en su bolsa en busca de algún sugus y se fundió en la masa de alumnos que se esparcían en oleadas hacia la salida o su aula. Distinguió la silueta de Opale, que se deslizaba apresuradamente hacia una arcada que conducía a otro patio más pequeño —el Saint-Ex estaba lleno de tortuosos rincones que aún no había explorado—, se dio la vuelta: no había Mendels en la costa. El camino estaba despejado.
Siguió a su amiga, ya disipadas sus ganas de reír, acuciado por la curiosidad y el misterioso comportamiento de la chica.
Se lanzó en pos de ella por el segundo patio —donde, en torno a un jardín a la francesa con bosquecillos y arriates de flores, se disponían los laboratorios de ciencias, de lenguas y las salas de ordenadores del colegio—, la buscó con la mirada. Apareció una cabeza con cabellos de fuego bajo un arco de piedra.
—Por aquí —susurró.
Tomó su dirección, pero la chica desapareció enseguida, por la escalera. «¿Los baños? —se preguntó Bastien—. ¿Qué vamos a hacer en los baños del patio pequeño?» Cada vez más perplejo, cruzó bajo el arco, entró en un vestíbulo abierto. Efectivamente, Opale lo esperaba allí. Junto a los baños. Pero supuso que querría subir al primer piso por la escalera del vestíbulo.
—¿Por qué me has traído hasta aquí?
—¡Lo vas a saber en un periquete! —dijo ella.
Rebuscó en su mochila para sacar de ella dos llaves roñosas unidas entre sí con una cuerdecilla. Sin prestarle ninguna atención, con aire intrigante, se dirigió hacia una puerta que le había pasado inadvertida: una vieja puerta que supuso debía de esconder un escobero, algún antiguo lavabo condenado o algo por el estilo.
—Ven, tenemos que darnos prisa, no sea que nos vayan a ver.
—¿Darse prisa en hacer qué?
Por toda respuesta, giró la llave dos vueltas. La puerta se abrió, pero no a un armario, sino a una minúscula escalera completamente retorcida.
Desde los baños les llegó el ruido de una cisterna.
—¡Deprisa! —repitió Opale.
Nunca antes se habían mostrado tan grandes sus ojos verdes. Sin pensarlo, se lanzó por el hueco. La chica cerró la puerta de inmediato tras él.
Con el índice en los labios, le ordenó guardar silencio. Pegó la oreja a la puerta. Esperó un rato.
—Todo bien —dijo.
Y empezó a subir.
Treparon dos pisos por una escalera de caracol de peldaños irregulares y bajo una luz que se reducía a las troneras que se abrían en los muros de vez en cuando, hasta una segunda puerta. Nueva vuelta de llave. Opale la empujó.
Bastien estiró el cuello: estaba demasiado oscuro para calcular el tamaño de ese lugar. Parecía amplio, pero estaba trazado de la manera más extraña, un poco tortuosa, con gruesas vigas de madera que lo atravesaban de parte a parte, como un enorme desván.
—¿Qué es esto? —preguntó.
La chica se encogió de hombros.
—No sé… Me dijeron que las monjas venían aquí a hacer penitencia… Antaño, el club de teatro lo utilizaba como almacén, pero desde que reformaron el colegio, ya no viene nadie. Bueno… aparte de nosotros.
—¿Nosotros?
—¡Vamos, entra ya!
La siguió al interior, un poco inquieto, pero también encantado ante la idea de que compartiera sus secretos con él.
—No es que se vea mucho, que digamos —observó el chico.
—No te preocupes… Conozco el camino.
Lo guió entre aquellos objetos de lo más dispar: muebles con tres dedos de polvo, retales de tela, un batiburrillo de cajas de cartón, disfraces, percheros de los que colgaban perchas huérfanas o viejos harapos.
Al fondo del local, los acogieron unos sillones desfondados y una gran caja de cartón a modo de mesa, bien disimulados detrás de lo que parecía ser un teatro de guiñol viejísimo.
—Este es mi refugio —anunció orgullosa la muchacha.
Y se afanó como si lo estuviera recibiendo en su casa: encendió una vela que había en un vaso, despejó un poco aquello (apartó unas letras recortadas en unos cuadrados de papel dispuestas alrededor de un vaso, tiró a un rincón una vieja lata de coca…).
—Pero ¿cómo es que tienes la llave de esto? —preguntó, maldiciéndose a sí mismo por ese eterno tono de crío asombrado que no sabe nada del mundo.
Se volvió hacia él con una sonrisilla triste.
—Mi hermano… venía aquí a menudo. Él… y otros.
—Y él, ¿cómo consiguió la llave?
—Oh, es una larga historia… Vamos, siéntate.
Se dejó caer en una poltrona, cuyos muelles se le clavaron al instante en el culo.
—¿Vienes aquí con frecuencia?
—Cada vez que quiero hablar con él.
—¿Hablar con él? ¿Con quién?
El resplandor de la vela, acariciado por la corriente de aire que entraba por una ventana rota, se estremeció un instante en su rostro. Ella le señaló las letras:
—Con mi hermano…
Se quedó mudo, sin saber qué responder.
—Están al caer —anunció la muchacha.
Acababa de aparecer un cigarrillo en su mano. Se lo llevó a la boca, lo acercó a la llama de la vela. Aspiró. Por alguna oscura razón, una gran tristeza se adueñó de Bastien. Sabía que era algo anormal verse invadido por ese sentimiento, pero no podía evitarlo: acababa de entender que Opale era de ese tipo de chicas que, quizá, pudiera… acabar mal, como suele decirse.