Una voz en la niebla (34 page)

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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
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—Sí, a París. Pero dime, César, ¿por qué me haces todas estas preguntas?

—Me preguntaba si podría comprarme una cosa en París. Bueno, es una cosa para mi iPod. Si tuviera tiempo…

—Ah, vale —exclamó su madre, aliviada—. Pues nada, se lo dices esta noche, y ya está. ¿Sobre qué hora piensas volver a casa?

Nunca obtuvo respuesta. Su hijo se había ido dando un portazo sin escuchar el final de la frase. Se quedó sola, inmóvil, ante la puerta cerrada, bajo una araña «de la familia», durante algunos minutos, con la respiración entrecortada y pasmada, preguntándose si, después de todo, no debería ejercer un control más estricto sobre su hijo de catorce años. Y sobre todo, cómo conseguirlo, cuando aquel se comportaba, pensaba y se expresaba como si tuviera veinte. Y a veces, incluso más…

César atravesó el jardín con su mochila en la mano y se llegó hasta el cobertizo del fondo. No merecía la pena sacar las llaves: no había echado el cerrojo. Entró.

El gato había desaparecido de la mesa: César lo había destripado la misma noche de su encuentro, obedeciendo a la necesidad de no correr ningún riesgo (una ejecución lenta, paciente y, forzoso era reconocerlo, bastante gozosa). En su lugar, sentado sobre el banco de madera, esperaba Bernard, el jardinero.

—¿No te ha visto nadie? —preguntó este.

El adolescente asaeteó al hombre mal afeitado, barrigudo —¡tan lejos, tan por encima de él, de todos ellos!— con una mirada tan cargada de desprecio, que este no insistió. El jardinero estaba en mejor posición que nadie para saber que tenía que guardarse de las fuerzas que ocultaba ese rostro afilado de aspecto impávido.

Bernard fue hacia una pequeña nevera, una antigualla, de la que sacó un paquete.

—¿Qué es eso exactamente? —preguntó César.

El hombre se acercó y arrojó la cosa sobre la mesa, que cayó con un ruido como de carne. César abrió el papel de periódico que lo envolvía. Observó por un momento el enorme trozo de carne violácea.

—Es un corazón —explicó Bernard—. Un corazón de toro.

César asintió con la cabeza, volvió a envolverlo. Aún había cosas que se le escapaban, pero dentro de poco… ¡sería iniciado!

—También está esto —puntualizó Bernard.

El muchacho destapó tres agujas finamente cinceladas, que parecían antiguas.

—¿Sabes qué tienes que hacer?

Nueva mirada de desdén… y Bernard estuvo a punto de retroceder ante la intensidad del fuego que lo traspasó.

—Ya sé lo que tengo que hacer. Ya sé cómo. Ya sé dónde. Y hasta creo saber el porqué. Tengo la dirección y todas las consignas.

—¿Y no deberías ir… más tarde?

—A estas horas, él está ocupado. Y ella está haciendo footing. Es ahora o nunca. De todas maneras, ya sabré yo cómo apañármelas.

Bernard asintió con la cabeza. Era inútil insistir. Ya se conocía él el percal. Años atrás, cuando César no era más que un niño —aunque ¿acaso lo había sido alguna vez?—, se quedaba extasiado ante el rostro de finos rasgos, el pálido rubio que por lo general suele ser atributo de inocencia, mecido por sus lánguidas ensoñaciones. Tiempo después, había sorprendido a César mientras le arrancaba las alas a una mariposa, con el frío sadismo de una vivisección. Aquel día, sus miradas se cruzaron. Y Bernard comprendió: el corazón del niño albergaba una naturaleza salvaje, un vicio puro como un diamante en bruto. Una paradoja absolutamente cautivadora, en opinión del jardinero…

—Mi padre se va de viaje de negocios —anunció César—. Mañana…

Guardó en su mochila las dos bolsas —la carne y las agujas—, luego la sopesó con gesto apreciativo.

—¿Por qué me dices eso? —preguntó el jardinero.

—Puede resultar útil conocer los detalles de su viaje, ¿no? —explicó César, molesto, chasqueando la lengua.

—Ah…

No añadió nada más. Desde hacía unos días, el crío lo trataba con mayor desprecio aún que en el pasado y empezaba a preguntarse si todo aquello sería buena idea o no. Pero estaba claro que no le correspondía a él decidir.

—Esta noche vendré aquí —anunció César—. Bueno, esta noche o antes… en cuanto pueda, vaya. Te facilitaré todos los detalles. Incluida la dirección del apartamento de Saint-Germain.

Hizo ademán de salir, luego se volvió.

—Hay cosas que no pueden esperar… No, por supuesto que no.

Capítulo 35

C
aminaban en silencio, uno al lado del otro a lo largo del paseo del parque: Bastien no recordaba haber realizado nunca el trayecto a pie desde que había llegado. Esa noche, con la nariz todavía hinchada, el cuerpo vacío de toda energía y el ánimo cargado de culpabilidad, los patines que llevaba en el extremo del brazo le pesaban un montón. Pero no tenía fuerzas para ponérselos y, de cualquier modo, no era cuestión de dejar que Opale volviera a casa sola. Desde que había despertado, casi no había pronunciado palabra, pero notaba el temblor nervioso que todavía lo agitaba.

—Lo siento mucho —murmuró la chica después de llevar andados cinco minutos largos.

Bastien no respondió. Aspiró una bocanada de aire: un aire que ya andaba muy cargado de niebla, un aire que se podía… ver; no era algo muy habitual eso de poder visualizar el aire, ¿no? Un aire que se diría le hacía fiestas, como si la niebla estuviera contenta de estar de regreso, y encantada de verlo andar por el paseo, con la cabeza apoyada en el hombro de la chica por la que estaba colado, la chica más encantadora del Saint-Ex, y seguramente de todo Laville-Saint-Jour, e incluso del mundo, que se estremecía como una hoja a punto de caer… Por él.

—Es culpa mía —dijo Opale—. Es culpa mía. Nunca debí llevarte allí. Yo no sé qué me ha dado… Y Anne-Cécile… ¡menuda hijaputa! —escupió la chica.

Punto para ella, se felicitó Bastien. Si Opale y JR le hubieran hecho caso a esa, se habría despertado en algún lugar en mitad del Saint-Ex, o incluso en alguna clase. Por suerte, había vuelto en sí menos de un minuto después de haberse desvanecido, desorientado, todavía con la cabeza llena de imágenes confusas. Anne-Cécile ya había hecho mutis por el foro, lo que evidentemente había oscurecido muchísimo el todopoderoso ascendiente que ejercía sobre el grupito.

—Pero no era previsible —prosiguió Opale, y Bastien no la interrumpió, pues aquella Opale que tenía diez años y una vocecilla contrita, era su preferida—. ¡No había forma de saber que tenías semejante poder!

Bordearon las verjas del bosque del parque y el chico se enfurruñó un poco más. Tres días antes, por la mañana, había visto a unos policías detrás de la verja. Una extraña sensación de malestar le había atenazado el corazón. Porque sus noches se habían visto perturbadas en varias ocasiones por el bosque. Y también porque se acordaba de uno de los artículos que leyó justo antes de venir a propósito del caso: «Un niño espantosamente mutilado en el gran parque villense».

¿Sería uno de los que se le habían manifestado poco antes, en el desván secreto del Saint-Ex?

Al desviar la mirada, esta recayó sobre una preciosa silueta con un body azul cielo que hacía jogging. Delgada y atlética, con una cola de caballo rubia que se balanceaba a su espalda y un iPod alrededor del cuello, la joven parecía haberse escapado de alguna serie estadounidense. El fugaz y delicioso espectáculo, con un perfume de exotismo, le recordó un mundo que seguía viviendo fuera de las brumas de Laville.

—No tengo ningún poder —afirmó.

—¡Cómo que no tienes ningún poder!

—No. ¿De qué poder me hablas? ¿El de invocar a… los muertos?

—Sí. Empezando por ese. Y quizá algún otro.

Bastien se detuvo.

—Opale, escúchame…

Y por vez primera, la cogió de la mano. Se sentía fuerte, mucho más fuerte que ella. Una vez recuperado de la impresión, lo que había sucedido en el desván de la Chowder Society lo había sacado del letargo en que estaba sumido desde su llegada. Ella lo miró con sus enormes ojos verdes, entre el asombro y el miedo, como si también sintiera el cambio que se estaba operando en él.

—No tengo ningún poder, ¿te enteras? Lo que ha pasado es… yo qué sé: una anomalía. Algo inexplicable, pero que no tiene nada que ver con poderes. Es que ni siquiera sé cómo llamarlo.

—Pero… pero tú mismo has vis…

—Un poder es algo que puedes controlar. Y que te ayuda. Un poder es como tener un triunfo en la mano.

Se calló, tratando de encontrar las palabras. En un momento dado, les adelantó una bici. Bastien pudo ver de pasada una gorra, unas gafas, un vaquero muy ancho y sin embargo, tuvo la impresión de que conocía al tipo ese. Ese rubio, la rigidez del cuerpo, aunque fuera encogido sobre la bici… ¿Mendel? No, decididamente, entre la niebla y… lo demás, no podía tratarse de él.

—No, no es ni un poder ni un triunfo. Si tal fuera el caso, hoy sabríamos por qué tu hermano hizo… aquello, por ejemplo.

—Pero entonces ¿qué?

—Pues… energía. No era más que energía. Aquí han pasado cosas. Sucesos. Ya lo sabes…

La chica suspiró de un modo extraño y entonces se preguntó si le habría revelado todo sobre ella, como en un principio había creído.

—¿Y te acuerdas de lo que me dijiste por el Messenger la primera vez que nos conectamos? Laville provoca cosas extrañas en la gente… y cosas no demasiado buenas.

Asintió levemente.

—Pues entonces ya los has comprendido sin saberlo: no soy yo quien tiene un poder. Es la propia ciudad… Y, de todos modos, no es un poder que deseemos. Ni tú ni yo…

Bastien vaciló, y con toda la ingenuidad de sus doce años, se preguntó si podía hablarle de fuerza psíquica, de la lucha entre las fuerzas del Bien y el Mal, de todos esos conceptos que no podía explicar, pero que intuía que eran el meollo de la verdad, el origen mismo de Laville-Saint-Jour.

—Lo seguro es que, en mi opinión, la ciudad es la que controla esas cosas extrañas…

Al decir esto último, echó un vistazo a su alrededor —la noche ya casi había caído— con la sensación de que la calle, los árboles, las casas, las vallas de madera estaban… vivos. Inclinados sobre ellos, absorbiendo sus palabras.

—Ya lo sé —susurró en tono lúgubre—. No hace nada que… —señaló con el índice y Bastien se volvió—, encontraron a un chico ensartado en las verjas del parque.

El muchacho cerró los ojos un momento: los policías en el bosque…

Decidió que había llegado el momento de contarle todo: la señora Patoche y las cooosas, algún día cosas terribles… las pesadillas y el columpio… La condujo hasta un banco, y habló sin parar durante un cuarto de hora. Cuando hubo acabado, resolvió para concluir:

—De una u otra forma, será necesario que entendamos lo que pasa. No hay otra elección. No me preguntes por qué, pero… sé que es necesario.

—Pero ¿cómo lo haremos? Te… tengo miedo. ¿Qué será de nosotros si… si la puerta de la Chowder no se cerró bien del todo?

Bastien también había pensado en ello: desde que se fueron, tenía la impresión de que las sombras blancas los seguían. A distancia, aunque no lo pareciera… Una sensación de sentirse observado.

—Aún no lo sé. Empezaré por volver a abrir mi Messenger a julesmoreau… Y se lo voy a contar a mi padre y a mi madre.

—¿A tus padres? Pero ¿por qué?

—Creo que ya he venido antes aquí. No sé qué es exactamente lo que sueño; lo olvido al despertar… pero me quedan lugares en la cabeza. Lugares que conozco. Todo el tiempo tengo impresiones de
déjà vu
cuando vengo a pasear por aquí. Ya sabes, como el bosque del parque, precisamente. O por delante de la iglesia, con las gárgolas. No conocía esa iglesia…

—¿San Miguel?

—Sí, quizá sea esa. No la conocía, pero cuando la vi, se parecía a la iglesia de uno de mis sueños. Una iglesia con montones de gárgolas a la entrada…

—¿Y no te acuerdas de nada más al despertar? ¿Solo… sensaciones?

El chico vaciló.

—Me parece que hay alguien en casi todos mis sueños. Y a veces, tengo la impresión de que ese alguien es… soy yo. —Se encogió de hombros—. O puede que esté empezando a volverme loco.

Se dibujó un hoyuelo en la rosada mejilla de Opale cuando esta le sonrió, y su nariz pecosa hizo un curioso movimiento, a la manera de Samantha, la de
Embrujada
\1

—No, no estás loco. Me das un poco de miedo, Bastien, pero… no estás loco para nada. De eso estoy segura, Bastien Moreau.

Y entonces se produjo esa cosa maravillosa y totalmente inesperada: allí, en el crepúsculo velado de Laville, bajo la bóveda arbórea y la majestuosa presencia de las casonas del paseo, Opale le acarició la mejilla, luego lo abrazó, recostó su cabeza contra su hombro durante unos instantes. Antes, finalmente, de buscar sus labios.

Capítulo 36


¿A
ti te gusta la niebla?

Una fea mueca deformó la rolliza cara de Rosy Menirond, nombre que le venía al pelo («¡Recia como un menhir y redonda como un neumático!», resumía su viejo cuando estaba de buen humor, es decir, dos días al año de media). Levantó la cabeza de la tartera en que se hacían a fuego lento unos huevos al plato y se dio la vuelta: Jenny Bertegui estaba de pie ante la ventana, de puntillas, apoyándose en el fregadero de la cocina y estiraba su rubia cabecita para observar cómo caía la niebla en el jardín.

Jenny Bertegui era, en opinión de Rosy Menirond, la niña más horripilante de la que había tenido que cuidar hasta la fecha, y con treinta años largos a sus espaldas de limpiezas, planchados, «cocinerías» y «guarderías» de toda clase, ¡anda que no había visto desfilar mocosas!

Para empezar era guapa. No es que Rosy tuviera siempre celos de las más afortunadas que ella (aproximadamente el noventa y nueve por ciento de la población femenina), pero «esa» tenía una gracia… molesta: lo que se dice una «carita mona», no había otra palabra. Y además, la hija'l poli, como la llamaba Rosy —nunca había sido especialmente devota de las fuerzas del orden, dado que aquí los problemas se arreglan muy bien… ¡de otra manera!—, la hija'l poli, pues, era de esos críos curiosos que están todo el tiempo haciendo preguntas: ¿por qué hace buen día? ¿Y por qué hace malo? ¿Y qué son las nubes? Preguntas, preguntas y más preguntas…

Finalmente, Jenny Bertegui tenía la desagradable manía de tutearte sin que la invitaras a hacerlo.

Y ahora, ¿qué es lo que acababa de preguntar? ¡Ah, sí! La niebla.

—Ni me gusta ni me deja de gustar —farfulló Rosy, que siempre había vivido con la niebla—. Es como si me preguntas si me gusta la iglesia de San Miguel o el paseo del parque.

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