Pensativa, siguió con la mirada un rayo de sol que acababa de traspasar las nubes como una flecha de oro; sonrió al descubrir abajo la silueta sobre la que incidía la luz.
—Bastien Moreau.
Notó cómo se ponía tenso detrás de ella.
—¿Perdón?
—Estoy viendo a Bastien Moreau. Ahí —precisó señalando la sudadera clara del chico que estaba sentado en el banco, junto a la fuentecilla.
Y de pronto tuvo una revelación: al «ayudar» a su alumno, se ayudaba a sí misma. Con sus ojos redondeados y su pelo color ala de cuervo, Bastien le recordaba a David, su propio hijo… Un niño dividido entre un padre y una madre que se lo disputaban (bueno, una madre amante ¡y un cerdo insensible que lo utilizaba para torturarla!). Un chaval que más adelante quizá tendería a huir de la realidad en lugar de al sano cumplimiento de su destino… Que quizá tendría también pesadillas, o desarrollaría un gusto por el chocolate… o la coca… atormentado, inconscientemente, por esos años errando entre sus dos padres. Ese día, si alguna vez llegaba, le gustaría que su David se cruzara con un profesor, con una Audrey Miller, dispuesto a implicarse, para apoyarlo, acompañarlo, alertarlo.
Por muy Rochefort que fuera, llegaría hasta el final para… dilucidar el misterio Bastien Moreau.
—Parece que no está solo —masculló Rochefort.
Audrey se percató de la chica que iba a sentarse a su lado.
Y, sin motivo aparente, aquella imagen de dos jóvenes alumnos tonteando, un poco apartados, bajo un gran roble, fue para ella como un pequeño sol de felicidad en un día plomizo.
B
astien se había sentado un poco apartado. Desde el comienzo de las clases, aquel banco se había convertido en su refugio, junto a una fuentecilla semicircular horadada directamente sobre los sillares de un murete cubierto de musgo. Día tras día, acudía allí a extender sus cartas Magic, a clasificarlas… Nunca había sido de esos chicos que se integran con facilidad en una pandilla, seguramente porque prefería los patines al fútbol, la Xbox al rugby, las cartas Magic al Monopoly. Se había imaginado que en el Saint-Ex habría algún aficionado a ese juego que combina estrategia y cartas coleccionables en un universo de criaturas mágicas —elfos, duendes—, como se los podía encontrar en su antiguo colegio parisino.
Pero Laville no era París: aquí, los alumnos se conocían desde siempre, sus padres se invitaban a cenar mutuamente por las noches, coincidían los fines de semana en el club de tenis y durante las vacaciones en estaciones de esquí de lo más pijo. Es verdad que algunos alumnos se habían acercado a echar un ojo. Otros incluso le habían propuesto intercambiar alguna carta, pero una vez terminada la transacción, ninguno le había propuesto echar una partida, ni aquí ni después de las clases, y la mayoría se contentaban luego con saludarlo si se terciaba.
Con cierto fatalismo, Bastien había llegado a esta fundada conclusión: en el Saint-Ex, si no eres villense, no eres nadie.
Ahora, de todas maneras, aquello no le importaba. La soledad no se le hacía cuesta arriba; todo lo contrario: más que nunca, habría deseado volverse invisible. Después de su… escena —no se le ocurría una palabra mejor— durante la conferenciaba no le quedaban dudas: le iban a colgar el sambenito de El-tío-más-tarado-del-Saint-Ex… El-chalao-de-los-gritos… O incluso El-nuevo-pelotillero… o alguna lindeza por el estilo, pues, no contento con hacerse notar de la más brillante de las maneras, encima lo había retenido en clase la señora Miller. Y la señora Miller no era una cualquiera: era la profe más guapa del colegio. Bastien estaba seguro de que muchos alumnos «fantaseaban» con la señora Miller (y seguro que algunos profes también), por lo que el interés de la mujer por su caso iba a despertar celos.
Si había algo peor que ser considerado como un caso social en un centro como el Saint-Ex… era ser un caso social mimado por su profe más popular. Acababa de precipitarse al pozo de la vergüenza.
Y eso por no hablar de aquella frase que no cesaba de parpadear en su cerebro, como un mensaje de alerta en una pantalla de ordenador: [email protected] quiere ser tu amigo».
Y por no hablar tampoco de las primeras nieblas…
Así que ahí estaba, sentado en aquel banco, durante el cambio de clase de la tarde, aislado del resto del Saint-Ex y cerrado al mundo, al alboroto de los alumnos que jugaban al fútbol o se esforzaban por fumetear a escondidas por los rincones del patio de recreo y detrás de las columnas que soportaban las galerías, de las «mayores» que iban corriendo a los baños para retocarse el maquillaje y hablar de los chicos, y de los pequeños que trataban de imitar a los mayores, y llegando a esta conclusión abrumadora: no había ninguna salida. En el momento de la muerte de Jules y en los meses que habían seguido, había creído que su vida no podía ir peor. Se equivocaba: ahora, aun cuando sus padres iban mejor, se hallaba prisionero en un colegio del que iba a convertirse en el hazmerreír. Era cuestión de días (ya había captado risitas, cuchicheos a su paso, desde esa mañana)… Prisionero en una habitación en la que bailaban angelotes de yeso en todos los ángulos del techo. Rehén de una ciudad que lo mantenía alejado de Patoche. Atrapado en una historia en que surgía el fantasma de un bebé de dieciséis meses en su correo electrónico…
En definitiva: por la noche tenía pesadillas. Por el día, vivía otras, despierto.
—Hola…
La voz cortó de golpe el hilo de sus sombríos pensamientos. Alzó la vista, parpadeó, sin estar seguro de reconocer la silueta que tenía delante… porque, bueno… era imposible, ¿no?
Y sin embargo, sí, se trataba de ella.
El pánico aceleró sus pulsaciones. Opale Camerlin era el equivalente en alumno de la señora Miller, o sea, en opinión de Bastien, la chica más guapa del colegio. Hiciera lo que hiciera, era imposible no fijarse en ella: quizá fuera por su aspecto un poco orgulloso, firme, una especie de clase natural que la hacía aparecer más madura (mientras que era evidente que lo que crecía bajo su camiseta parecían más puntas de rábano que pomelos), o quizá era el color de su pelo… en definitiva, no lo sabía: era… una tía buena. Punto.
Por un momento, dirigió una mirada suspicaz a los alrededores. ¿Había alguien observándolos? ¿Opale Camerlin estaba ahí «de misión»? «Vamos, Opale, haz que el chalao ese se coma su propia mierda…» Inmediatamente pensó en César Mendel: a ese también lo había calado Bastien desde la primera clase. Difícil no hacerlo: cada clase tiene su cabecilla y, al menos en eso, el Saint-Ex no era excepción a la regla. Aunque había percibido en el repetidor algo más que la tontería que rige por lo general el cerebro de los matones de recreo: una auténtica maldad… algo oscuro, que no habría sabido definir. Pero no, Mendel estaba ocupado con su pandilla (Philibert de Brysis, Christian Massiac, dos de sus seguidores, que se reconocían porque se disputaban en su mirada el temor y la admiración cuando contemplaban a su ídolo), tiranizando a cualquiera que tratara de hacerse con el balón en el pequeño campo de fútbol.
Volvió a… ella, de pie al sol, con los brazos en jarras sobre sus caderas estrechas, los labios apetecibles como una cereza y el rayo verde de su mirada clavándosele.
Notó cómo se ponía tan colorado como su pelo.
—Hola…
Se sentó imperiosa.
—¿No has traído tus cartas hoy?
Negó con la cabeza.
—¿Por qué?
Dudó… Optó por una media verdad.
—Pues… porque me parece que aquí las cartas Magic no es que tengan mucho éxito, que digamos…
En el momento en que soltó la frase, supo lo que ella iba a contestar: más bien eres tú el que no tiene éxito, chatito. No tiene nada que ver con las cartas.
—No, tienes razón… aquí no molan mucho las cartas Magic. ¿Juegas o las coleccionas?
Bastien se volvió hacia ella, atónito. La chica no lo miraba. Tenía la mirada fija en un punto, y él se emocionó por un instante con el perfil rotundo, bellamente recortado, con la piel tersa, virgen de las feas marcas del acné. Conocía muy pocas chicas a las que les gustara ese juego. Y las pocas que conocía, desde luego no tenían el aspecto de Opale Camerlin: más bien eran del tipo cara de torta y bigotazo…
—Sobre todo juego.
—¡Vaya! Habría jurado que eras coleccionista porque todo el rato te veo ordenando tus cartas: ¡te pareces a mi madre con sus joyas!
Estalló en una carcajada que lo incomodó, una risa sin calidez.
—¿Juegas? —se aventuró a decir.
—On line, en internet. Por lo general, me aburren los tíos a los que le gusta este juego, los encuentro… —hizo una mueca, como si estuviera buscando la palabra— que no me hacen gracia, vamos. No me gustan los frikis.
No sabía cómo tomárselo. Le hubiera gustado corregirla: «Yo no soy un friki… yo no juego en red… La informática me aburre. Y además no soy ni un friki ni nada que se le parezca. En realidad, no sé muy bien qué es lo que soy».
—No lo digo por ti —aclaró—. No te conozco. Y además, después del grito que has pegado durante la charla, difícilmente te puedo encontrar aburrido. —Soltó una risita—. Por tu culpa, no he llegado a saber la respuesta a mi pregunta. Y mira que era la única que quería plantearle a Nicolas le Garrec…
—¿Y qué le ibas a preguntar?
—Quería saber por qué da tanto miedo su primer libro…
Había pronunciado la última frase con aire ausente, lejano. Con voz dulce, esta vez volviéndose abiertamente hacia él, le preguntó de pronto:
—¿Qué es exactamente lo que te ha pasado?
Así que era eso, pensó. La curiosidad… Y de nuevo la duda: ¿la habrían enviado sus compañeros de clase? ¿La más bella amazona del colegio a la caza de informaciones?
—Nada de particular. Me quedé dormido… y tuve una pesadilla.
—Hum… entiendo. Yo también tengo pesadillas… sé lo que es eso.
Él pensó que no, que no podía saberlo. Pero, a pesar de todo, su respuesta lo dejó perplejo. De hecho, desde hacía cinco minutos iba de sorpresa en sorpresa.
—¿A menudo?
Ella se encogió de hombros.
—No sé… Sí, a menudo.
Tuvo la extraña impresión de que su corazón saltaba en el pecho, como si un animalito cuya existencia ignorara acabara de despertarse. Opale Camerlin y él tenían algo en común. Varias cosas incluso: Magic… y las pesadillas.
Y la tristeza.
Acababa de darse cuenta, ese velo en su voz, en su mirada. Quizá fuera… eso… lo que le daba ese aspecto de mujer. La tristeza.
Estuvo a punto de preguntarle qué es lo que soñaba, pero ella se le adelantó. En tono ligero, como si hablara de sus planes para el fin de semana.
—¿Qué es lo que han venido a hacer tus padres a Laville-Saint-Jour?
—Bah, no lo sé muy bien. Pasar página…
—Pasar página —repitió—. Es extraño, a veces hablas como un adulto. Ya me he dado cuenta de eso en clase. ¡Y sin embargo, no eres lo que se dice muy hablador!
Rió de nuevo. Esta vez no percibió ninguna burla y le dio la impresión de que Opale Camerlin era siempre así, iba de un extremo a otro sin que nunca supieras por dónde te iba a salir: sonrisa o llanto, alegría o depresión.
—¿Fumas? —preguntó a bocajarro.
—¿Ci… cigarrillos?
Ella asintió.
Supuso que tenía que contestar que sí para parecer guay… y no para ser honrado.
«No, no fumo. No, nunca he salido de marcha. No, nunca le he metido la lengua a nadie: de hecho, nunca he besado de verdad a una chica en la boca, bueno, salvo una vez, pero eso no creo que cuente. No, no soy ni seré jamás un tío enrollao… es mejor que te enteres cuanto antes…»
La campana lo salvó. Fin del cambio de clase. Cursaban asignaturas diferentes y era hora de separarse.
Ella se puso en pie de un salto e hizo ademán de marcharse.
Ya había recorrido unos diez metros cuando se volvió: más tarde, recordaría aquel gesto durante mucho tiempo, aquella primera vez, con una sensación de cámara lenta: se detiene en su carrera, ejecuta una especie de graciosa pirueta, su trenza vuela acompañando su movimiento y descubre un rostro radiante.
—Mi Messenger es [email protected].
—¿Clarabella? ¿Como la vaca?
—Sí, como la vaca… con el número 6.
La chica lo miró. Una vez más, su expresión había cambiado y no podía adivinar qué quería expresar.
—… el 6 —volvió a decir—. Como en 666.
La vio alejarse, sin prisas por volver a clase, saboreando aquel instante… Y pensando que decididamente el mundo está lleno de sorpresas: tan pronto no eres nada, nadie, cuando de pronto, las dos criaturas más hermosas del colegio se interesan por ti con pocas horas de diferencia.
Su vista recayó entonces sobre César Mendel, apoyado en una de las columnas, que lo observaba fijamente, con una mirada precisa como la aguja de una inyección. Una mirada en la que Bastien entrevió ira, rabia… en definitiva, nada bueno.
«Sí, un mundo bien extraño», se iba repitiendo mientras se levantaba para entrar en clase. Las dos criaturas más bellas del colegio… y también la peor. Como si la vida, en el fondo, fuera como una partida de cartas Magic.
E
l espectáculo era sobrecogedor: un tipo sentado en una banqueta —uno de esos hombretones de campo, forjado a base de rugby y caza, el pellejo curtido por las jornadas pasadas al aire libre y las noches trasegando la producción local de vino—, con la cara descompuesta por el dolor, sentado, pues, ante los despojos de una montaña de músculos, crin zaina como de terciopelo, un cuerpo abierto de parte a parte y con las entrañas al aire, enorme cicatriz, un magma de sangre y carne viva.
El toro se encontraba aún en su cercado, allí donde, probablemente, había sido criado, mimado, cuidado por Philippe Morizot, el dueño de la pequeña explotación agrícola, el esposo de la mujer que acababa de conducir a Bertegui hasta «la escena del crimen». De no haber sido por las vísceras esparcidas por la hierba, un aficionado a la pintura o la fotografía se habría llegado a emocionar ante la perfección de los colores, ante la fuerza del cuadro: el color ébano del pelaje, el rojo de las carnes, el verde de la pradera… Un lienzo de Bacon, pensó fugazmente Bertegui, muy lejos de esa otra escena matinal: la madre de Nicolas le Garrec momificada como si fuera una bruja de Goya.
—¿Cuándo lo han encontrado?
El hombre alzó la mirada. Bertegui comprendió que se había pasado buena parte del día sentado en aquella banqueta, velando a su toro, el cual debía de ocupar un lugar en la granja más importante que el de mero semental.