Por primera vez, me presentaba ante Vespasiano con la plena confianza de que éste no tendría nada de qué quejarse.
Había trabajado en el Censo la mayor parte del año. Fue el empleo más lucrativo que tuve nunca y supe aprovechar la oportunidad. Anácrites, antiguo jefe de los espías del emperador, se había convertido provisionalmente en mi socio. Tal acuerdo resultó extrañamente fructífero, sobre todo si se tiene en cuenta que una vez se urdió un atentado contra mí y yo siempre detesté su profesión en general y a él en particular. Habíamos formado un equipo excelente que exprimía a quienes hacían fraudulentas declaraciones de impuestos. Su mezquindad era un buen complemento a mi escepticismo. Él apabullaba a los débiles; yo encandilaba a los duros. El Secretariado al que informábamos, que no se había dado cuenta del buen equipo que formaríamos, nos había prometido un porcentaje sustancial sobre las cantidades defraudadas que descubriéramos. Como sabíamos que el Censo tenía una duración limitada, habíamos trabajado con ahínco. Laeta, nuestro contacto, intentó echarse atrás sobre lo prometido, como de costumbre, pero esta vez poseíamos un rollo que confirmaba que Vespasiano estaba encantado con el trabajo que habíamos realizado para él, y que éramos ricos.
No sé cómo, pero Anácrites y yo habíamos conseguido llegar al término de nuestro cometido sin que uno atravesara al otro con la espada. Aun así, mi socio había hecho todo lo posible para llegar a un final borrascoso. En Tripolitania, el muy idiota casi consiguió que lo mataran en el circo. Si alguien en Roma se entera algún día de que ha combatido como auténtico gladiador, será condenado a la vergüenza social y a duras sanciones legales. Cuando se recuperó de sus heridas, tuvo que afrontar la vida con la certeza de que estaba en mis manos para el resto de sus días.
Anácrites llegó a la reunión antes que yo. Tan pronto como entré en la cámara de audiencias de altos techos, me molestó ver sus pálidas facciones. La palidez era natural en él, pero se apreciaban unos vendajes bajo las largas mangas de la túnica y yo, que estaba en el secreto, percibí cómo sostenía su cuerpo con gran cuidado. Todavía le dolía. Aquello me confortó el ánimo.
Mi socio sabía que yo proyectaba pasar el día visitando a Maya. Me pregunté si, de no haberme topado con el mensajero de palacio, mi querido Anácrites habría dejado sin avisarme de que teníamos aquella reunión.
Le dirigí una sonrisa. Él nunca sabía cómo tomárselo.
No hice el menor esfuerzo para cruzar la estancia y acercarme a él. Anácrites se había recostado en un triclinio junto a Claudio Laeta, el burócrata al que habíamos desbordado con las cantidades totales de nuestros porcentajes. Una vez terminado nuestro trabajo en el Censo, Anácrites quería dedicarse de nuevo a su antiguo oficio. Mientras duró la reunión no se movió del lado de Laeta, con quien intercambiaba continuamente breves ocurrencias y comentarios entre murmullos. En realidad, estaban enfrascados en una lucha por la misma posición jerárquica. Fuera de sus despachos, donde tramaban el uno contra el otro, se trataban con fingida cortesía como si fueran los mejores amigos. Pero si uno de ellos hubiera entrado alguna vez tras el otro en algún callejón a oscuras, uno de los dos hubiera aparecido muerto al día siguiente. Por fortuna, tal vez, los palacios suelen estar bien iluminados.
El lugar de la reunión se había dispuesto en una sala de audiencias en la que estaban instalados los tronos acolchados del emperador y de su hijo, Tito, que eran los dos censores oficiales; también había sillas con brazos torneados, lo cual significaba que esperábamos a más de un senador, y sillas duras para los miembros de órdenes inferiores. Los escribientes de pie ocupaban un lugar junto a las paredes. La mayor parte de la numerosa concurrencia lucía una brillante calva y tenía mala vista. Hasta que entró Vespasiano con Tito, que tenía treinta y pocos años, Anácrites, Laeta y yo mismo destacábamos por nuestra juventud, incluso entre los secretarios situados en los laterales. Estábamos entre recios individuos del Tesoro de Saturno, aquella mezcla acartonada de sacerdotes y recaudadores que por fin habían terminado de contar los ingresos del Censo depositados en las cajas fuertes de hierro que se guardaban en el sótano del templo. Codeándose con ellos estaban los enviados, de posición senatorial, que habían viajado a las provincias para cobrar los impuestos de los leales miembros del Imperio de ultramar que con tanta gratitud aceptaban el dominio romano y con tanta reticencia aceptaban pagarlo.
Avanzado su reinado, Vespasiano llamaría abiertamente a esos enviados sus «esponjas», que desde lejos de Roma se empapaban de dinero para él, insinuando que al emperador no le importaba gran cosa de qué métodos se valieran. Sin duda, estos enviados imperiales vieron frenada su tendencia natural a las amenazas y a la brutalidad ante los abiertos deseos de Vespasiano de ser reconocido como un «buen» emperador.
Yo conocía a uno de esos enviados, Rutilio Gálico, a quien habían nombrado para mediar en una disputa de tierras situadas entre Lepcis Magna y Oea (Trípoli). Allí lo conocí. De algún modo, entre la primera conversación que sostuvimos y el momento de su partida, Gálico aumentó su categoría para pasar de simple agrimensor de terrenos áridos a agente especial del emperador para el Censo en Tripolitania. Lejos de mí sospechar que este noble colega manipulaba sus cuentas. Era evidente que, en su calidad de ex cónsul, estaba bien relacionado en palacio. En Lepcis habíamos disfrutado de la confianza de los círculos sociales privados de dos romanos atrapados lejos de casa entre extranjeros de poco fiar, pero en esta ocasión empecé a tomarlo con cautela. Era un hombre más influyente de lo que yo había creído. Y supuse que su ascenso aún no había alcanzado su cenit, ni mucho menos. Podía resultar simpático, pero yo no daba por él ni un dracma.
Lo saludé discretamente y Rutilio Gálico me devolvió el saludo con un movimiento de cabeza. Estaba sentado tranquilamente, aislado de los demás sin formar parte de ningún grupo. Yo sabía que el hombre había llegado a Roma como senador de primera generación desde Augusta Taurinorum, ciudad del despreciado norte de Italia, y noté que desprendía cierto tufillo a forastero, pero supuse que a él no le importaba.
Ser un recién llegado y que la clase patricia no te mirara con desprecio ya no era obstáculo desde que Vespasiano, el más rústico aspirante al trono (a quien nadie había tomado en serio siquiera), sorprendió al mundo y se coronó emperador. Entró éste en la cámara, y lo hizo con el aire de un observador curioso, pero se encaminó directamente al trono. Llevaba la púrpura en torno a su cuerpo recio con visible complacencia y, sin el menor esfuerzo, dominó la estancia con su presencia. El viejo ocupó su sitial en el centro; era de constitución fuerte y su frente surcada de arrugas parecía recoger el esfuerzo de toda una vida. Pero era engañoso. Los satíricos podían bromear con su aspecto de hombre estreñido, pero tenía a Roma y a toda la clase dirigente donde quería y su áspera sonrisa delataba que era consciente de ello.
A su lado estaba Tito, tan robusto como su padre pero con la mitad de años y el doble de ánimo. El joven retrasó el momento de tomar asiento mientras dirigía afables saludos a quienes acababan de regresar a Roma procedentes de las provincias. Tito tenía fama de encantador y de tener un corazón tierno, lo cual era siempre señal de que se trataba de un cabronazo nefasto que podía resultar de lo más peligroso. Su actitud infundía vigor y talento a la nueva corte flavia, junto a la reina Berenice de Judea —una belleza exótica diez años mayor que él— que, tras haber fracasado en engatusar a Vespasiano, dirigió sus desaprovechados encantos hacia lo que más cerca tenía. Al cabo de unos días, de regreso en el Foro, ya sabía que la noticia más reciente: que Berenice había seguido hasta Roma a su bello juguete.
Se suponía que también Tito estaba exultante de alegría ante tan dudosa fortuna, pero yo estaba muy seguro de que Vespasiano se ocuparía del asunto. El padre había forjado sus aspiraciones al trono sobre la base de unos valores tradicionales de gran altura; una posible emperatriz con una historia de incestos y de intervenciones en política no sería jamás un buen retrato para exponer en la pared del dormitorio del siguiente joven césar, ni aunque posara para el artista chupando un punzón con aires de virgen casera cuyos únicos pensamientos fueran los inventarios de cocina. Alguien debía decírselo; alguien debía darle el portazo a Berenice.
Tito, un tipo gracioso, mostró una sonrisa bonachona cuando advirtió mi presencia. Vespasiano observó la sonrisa de su hijo y frunció el entrecejo. Yo, realista, preferí hacer otro tanto.
Los detalles de la reunión que vinieron a continuación probablemente están sometidos a normas sobre los secretos oficiales. De todos modos, los resultados son claramente visibles. Al principio de su reinado, Vespasiano había anunciado que necesitaba cuatro millones de sestercios para poner Roma a sus pies. Poco después de concluir el Censo, empezó a edificar y a remodelar en todos los solares y levantó el asombroso anfiteatro Flavio al final del Foro como colofón a sus obras. Tampoco es novedad que consiguiera su enorme objetivo fiscal.
Incluso con un presidente que detestara malgastar el tiempo y con los funcionarios más expertos del mundo ocupados en cumplir con los compromisos de agenda, el presupuesto de un imperio es grande y extenso. Llevó más de cuatro horas repartir y cuadrar todas las sumas.
Vespasiano no hizo el menor gesto que delatara su satisfacción ante los nuevos fondos, aunque Tito sí enarcó las cejas un par de veces en un educado gesto de reconocimiento. Incluso los hombres del Tesoro parecían relajados, algo inaudito. Por último, el emperador hizo un breve discurso, sorprendentemente bien hilvanado, en el que dio las gracias a todos por su eficacia y, a continuación, desapareció de la escena seguido por su hijo Tito.
La reunión había terminado y Anácrites y yo estábamos a punto de abandonar el lugar a buen paso, cuando un esclavo emperifollado nos condujo de improviso a una salita lateral. Allí estuvimos paseando de arriba abajo y sudando entre un grupo de nerviosos senadores hasta que nos llevaron a una sala privada para una entrevista con Vespasiano. El emperador hubiera estado mejor echándose una buena siesta como cualquier anciano respetable, pero, en vez de eso, seguía volcado en el trabajo. Por fin, comprendimos que estaba repartiendo recompensas por el trabajo realizado.
Acabamos en una sala del trono mucho más pequeña. Tito estaba ausente pero, como nos habíamos dicho en son de broma mientras esperábamos, Tito tenía aspecto de cansancio. Berenice debía de estar sorbiéndole las fuerzas. Vespasiano utilizaba a sus dos hijos como apoyos públicos, pero lo hacía para acostumbrar a la gente a los rostros sonrosados de la descendencia imperial para el día en que él no estuviese; en realidad, nunca había necesitado un socio en el trono. Y, desde luego, era más que capaz de soltar un par de rápidas palabras de agradecimiento a unos tipos de baja ralea como Anácrites y yo.
Vespasiano actuó como si sus palabras de agradecimiento fueran sinceras. A cambio de nuestra labor, dijo, añadiría nuestros nombres a la lista de los caballeros. Le salió con tanta espontaneidad que pasó casi desapercibido para mí todo cuanto decía. Yo tenía la vista fija en una carcoma que se escabullía a lo largo de un friso pintado y no salí de mi ensimismamiento hasta que oí a Anácrites expresar su gratitud en un murmullo desagradablemente suave.
Para ser ascendido al rango medio era preciso tener bienes inmuebles por valor de cuatrocientos mil sestercios. No cabía imaginar que nuestro buen emperador fuera a donarnos las propiedades pertinentes. Con un bufido, señaló que le habíamos sacado tanto dinero en comisiones que esperaba que aportáramos la cantidad correspondiente; sólo nos otorgó el derecho formal a llevar el anillo de oro del rango intermedio. No hubo ceremonia alguna, pues ésta habría exigido que Vespasiano nos ofreciera sendos anillos de oro y, por supuesto, el emperador prefería que cada cual se comprara el suyo. Yo no tenía intención de llevarlo. Donde yo vivía, un ladrón me lo robaría en la primera ocasión en que yo saliera a la calle.
Para llevar a cabo una distinción entre mí, el conspirador libertario, y Anácrites, un ex esclavo que había llegado a un cargo en la administración, Vespasiano dijo a éste que todavía se le valoraba en las labores de espionaje. A mí, por otra parte, se me honró con una de esas terribles sinecuras con las que sueñan, tradicionalmente, los rangos medios. Cuando trabajaba en el Censo, había evitado un accidente fatal a los gansos sagrados del Capitolio. Como recompensa, Vespasiano creó para mí el puesto de procurador de las aves en nombre del Senado y del pueblo de Roma.
—Gracias —respondí. Se esperaba de mí una actitud hipócrita.
—Lo mereces —sonrió el emperador. El empleo era un asco y los dos lo sabíamos. Un esnob podía estar encantado de verse asociado a los grandes templos del Capitolio, pero yo detestaba la idea.
—Felicidades —terció Anácrites en tono burlón. Yo le dediqué el saludo tradicional de los gladiadores, por si pensaba seguir irritándome y para recordarle que yo podía arruinarle la vida. Anácrites calló al instante y yo dejé estar las cosas; ya era un enemigo suficientemente peligroso.
—¿Algún amable amigo me ha recomendado para el cargo, César? —Antonia Genis, la amante del emperador durante muchos años, me había sugerido antes de su muerte que quizá volvería a pedir al emperador que revisara mis expectativas. Vespasiano me miró directamente a los ojos. Después de cuarenta o cincuenta años de respetar a Antonia Cenis, cualquier consejo suyo siempre contaría para Vespasiano.
—Conozco lo que vales, Falco.
A veces me preguntaba si recordaría siquiera que conservaba una maldita prueba material contra su hijo Domiciano. Todavía no me había dedicado al chantaje, aunque el emperador y su descendiente sabían que dicha prueba estaba en mi mano.
—¡Gracias, César!
—Seguirás dedicándote a asuntos valiosos.
Me quedé paralizado, y los dos nos dimos cuenta.
Anácrites y yo salimos juntos de palacio, en silencio.
Para él, probablemente, se preparaban pocos cambios. Se esperaba de él que continuase su carrera en el servicio público, mejorada simplemente por su nuevo rango recién adquirido. Quizá le hiciera algún bien en el aspecto material. Yo siempre había sospechado que, tras una larga carrera en el espionaje, Anácrites ya había acumulado, en secreto, una fortuna. Por ejemplo, poseía una villa en la Campania. Yo sabía de su existencia por Momo, un soplón cuidadosamente cultivado.