—Soy el flamen pomonalis.
—¡Oh, pobre! Ése es el último del escalafón, ¿verdad?
Si se dejaba aparte a los amantes de las novedades que rendían honores a los emperadores deificados, el Colegio de Flamines lo formaban quince sacerdotes, tres escogidos entre la aristocracia para cuidarse de las deidades principales y el resto, que hacían sacrificios a dioses de los que la mayoría de la gente no había oído hablar jamás, reclutados entre el estamento plebeyo. Nunca había sido seleccionado nadie que yo conociese; uno debía tener un rostro plebeyo que encajara bien.
—¿Puedo saber cómo te llamas? —preguntó Helena.
—Ariminio Módulo —respondió. Antes de que lo dijera, yo ya estaba seguro de que sería un nombre enrevesado.
—Bien, si se trata de algo relacionado con los gansos, Falco tiene perfectamente controlado el asunto.
—¿Los gansos?
—Según tengo entendido, el flamen dialis tiene algunas objeciones respecto a las aves.
Todo aquello le resultaba un auténtico jeroglífico al máximo responsable del culto a Pomona. Su voz sonaba tan tensa que la aguja de madera de abedul amenazaba con atravesarle el gorro.
—¡He venido por el tema de Gaya Laelia!
—Sí, eso es lo que pensaba. —Helena era experta en responder con una calma pasmosa a cualquiera que le reclamase algo con demasiada precipitación—. La chiquilla se presentó aquí con una reclamación sorprendente. Tendrías que saber lo que nos dijo…
El flamen debía de estar mordiéndose las uñas de impaciencia por saber qué se había hablado allí el día anterior.
—Y quieres saber qué se propone hacer Didio Falco, ¿no es eso? —añadió Helena con tono inquisitivo. Si era cierto que la niña estaba siendo amenazada en su casa, no había nada de malo en que la familia supiera que había más gente que estaba al corriente de todo—. ¿Gaya Laelia es pariente tuya?
—Soy su tío… político.
Me preguntaba dónde quedaban los padres de Gaya, en todo aquel asunto. ¿Por qué enviaban a aquel mediador tan envarado? Algo inquieto, ladeé la cabeza para intentar desanimar a Julia de sus intentos de morderme el lóbulo de la oreja.
—¿Y has venido en nombre de los padres de Gaya? —preguntó Helena sin apenas disimular su escepticismo. Me sequé la baba de Julia de la oreja con la manga de la túnica. Mi hija soltó un eructo y se puso perdida. Le limpié la carita con el mismo pedazo de la manga.
—Gaya está bajo la tutoría de su abuelo. La familia sigue la tradición. Mi suegro seguirá siendo el cabeza de familia mientras viva.
Aquello significaba que el padre de la chiquilla no estaba emancipado legalmente del abuelo; una situación tan anticuada que la mayoría de los hombres la considerarían trasnochada. Las posibilidades de causar fricciones en la familia eran enormes.
—Gaya Laelia pertenece a una familia que tiene un largo historial de haber prestado los máximos servicios a la religión. Su abuelo es Publio Lelio Numentino, el recién jubilado flamen dialis…
Sí, aquél era el estúpido que había estado quejándose de mis ansarinos. Era interesante saber que se había retirado del cargo realmente; en el Capitolio todo el mundo parecía sentir todavía un pánico cerval hacia él.
—Yo creía que el sacerdocio era vitalicio. ¿Qué ha pasado? ¿Ha habido una dejación de funciones? —Helena soltó una risita disimulada, sin hacer caso de la pomposidad de su interlocutor. Cabía la posibilidad de que se exigiera la renuncia a los sacerdotes que deshonraban su cargo, pero eso no solía suceder. Por un lado, los sacerdotes del culto oficial tenían el poder para ocultar sus faltas y los medios para acallar las críticas. Podían ser auténticos desalmados pero la verdad nunca se haría pública. En resumen, podían ser unos cabronazos y todo el mundo lo sabía, pero seguían sin que se les controlara lo más mínimo.
El flamen pomonalis respondió, muy tenso:
—La flaminia había muerto y, dado que su figura participa oficialmente en muchas ceremonias, era necesario que el flamen dialis viudo abandonara su puesto. De lo contrario, quedarían incompletos muchos rituales fundamentales.
El tono de voz de Helena también se iba haciendo cada vez más frío.
—Siempre he dicho que es duro para un hombre perder mujer y posición en un mismo envite. Sobre todo cuando la posición es tan destacada y sus rituales resultan tan exigentes. Ahora, el abuelo de Gaya encuentra la vida bastante vacía, ¿es eso parte del problema?
—No hay ningún problema.
—Pues me alegro mucho de oírselo. —Helena tenía bien aprendido el truco de dar la impresión de participar en una simple conversación cortés al tiempo que perseguía fijamente un objetivo. Esta vez quería saber qué había sucedido en aquella familia para que una chiquilla diera el paso insólito de buscar ayuda fuera de casa. Una niña de seis años malcriada se dedica normalmente a dar portazos, a llorar entre pataletas y a lanzar su muñeca de trapo por la ventana, pero después se tranquiliza en apenas unos segundos con algo tan sencillo como un cuenco de frutos secos con miel—. De todas maneras, tu jovencísima sobrina acudió aquí con una historia de enemistades y ahora tú también has venido a hablar de lo mismo… Lo que nos desconcierta es que Gaya escogiera a Falco para confiarle el asunto. ¿Cómo pudo saber a quién recurrir y quién era Falco?
—Tal vez oyó mencionar su nombre en relación a su nombramiento de procurador de las aves sagradas.
Me produjo un escalofrío imaginar a algún apergaminado y viejo ex sacerdote de Júpiter estallar de rabia en pleno desayuno al enterarse de que el emperador había concedido responsabilidades tradicionales a un informante en alza, que desde aquel momento podría meter las narices con impunidad en los entresijos del templo. ¿Era ésa la razón que había movido a Vespasiano a nombrarle procurador?
—Y también creo —continuó el flamen pomonalis— que Gaya Laelia conoció a un pariente tuyo en la recepción en la que ciertas damas jóvenes prometedoras fueron presentadas a la reina Berenice.
Su tonillo de complicidad resultaba bastante exagerado. El único vínculo que yo tenía con Berenice era la insólita salida de mi hermana Maya para acudir a palacio el día que yo intenté ponerme en contacto con ella. ¿Acaso la reunión a la que había asistido Maya estaba llena de mujeres emparentadas con sacerdotes? Reprimí una risita y me pregunté qué consecuencia habría sacado mi hermana de aquello.
Helena probablemente había decidido investigar el misterio con Maya más adelante.
—Pues bien —dijo con tal energía que casi parecía un reproche—, te sugiero que me cuentes cuáles son, exactamente, tus cuitas familiares.
—¡Nuestras preocupaciones deberían resultar obvias! —exclamó el flamen. Se echaba un farol. Esperaba que la pequeña Gaya no hubiera revelado lo que su preciosa familia tanto deseaba mantener en secreto. También se proponía, en el caso de que la chiquilla hubiera revelado demasiados secretos, establecer un orden de prioridades en las indiscreciones.
—No te preocupes. Falco y yo sabemos tratar las quejas de una niña desdichada. Siempre resulta incómodo, ¿verdad?
—Los niños exageran —declaró el sacerdote, aliviado al comprobar que Helena se mostraba comprensiva.
—Espero que así sea en este caso —asintió ella con entereza. A continuación, le soltó sin tapujos ni componendas—: Gaya dice que alguien de la familia amenaza con matarla.
—¡Eso es ridículo!
—Entonces, ¿tú no…?
—¡Cómo te atreves!
—¿Quién, pues?
—¡Nadie!
—No quiero creer que la niña tenga razón.
—No importa lo que os hayan contado… —El flamen dejó la frase a medias esperando que Helena le diera más detalles. Una espera inútil.
—Nos pides que no intervengamos. —El tono de voz de Helena era muy tranquilo, pero yo sabía qué significaba esa tranquilidad: que, para ella, la visita del flamen daba más credibilidad a la petición de ayuda de la chiquilla. Su alarma podía estar justificada.
—Me alegra ver que nos entendemos.
—Sí, claro que sí —respondió Helena—. ¡Claro que sí!
Demasiado, lo entendía.
—Es imposible que alguien pueda desearle ningún mal. Se han depositado grandes esperanzas en Gaya Laelia —concluyó el flamen pomonalis—. Cuando se celebre el sorteo de la nueva virgen vestal… —de nuevo, se detuvo sin acabar la frase.
Así pues, se necesitaba una nueva vestal y la chiquilla que había encontrado a la puerta de mi casa era candidata a tan privilegiado puesto. ¿Acaso su tío le estaba sugiriendo a Helena que el nombre de Gaya sería con seguridad el extraído por el pontífice máximo en lo que, formalmente, era un sorteo? ¡Imposible! La mano de Vespasiano tendría que introducirse en una urna y coger una entre un buen puñado de tablillas. ¿Cómo podía nadie saber por anticipado cuál de ellas sería la escogida por la mano pontifical? Noté que en mi rostro aparecía una mueca de disgusto al comprender que el sorteo de las vírgenes vestales tenía que estar amañado.
¿Cómo podían hacerlo? Era tan fácil como guiñar un ojo. El mismo nombre escrito en todas las tablillas. O una de ellas, cargada como un dado trucado. O, sencillamente, Vespasiano anunciaría el nombre previamente seleccionado, sin necesidad de ver las tablillas siquiera.
El flamen aún trataba de engatusarla.
—Sería una nueva pérdida para el hogar familiar, pero también un gran honor. Todos estamos absolutamente encantados.
—¿Entre ese «todos» se cuenta la propia Gaya?
—Gaya está impaciente por ser presentada.
—Las niñas siempre tienen en la cabeza esas fantasías. —Estaba claro que las vestales no eran las mujeres favoritas de Helena. Aquello me sorprendió. Pensaba que la alta posición y el papel que aquellas mujeres desempeñaban le caían bien—. En fin, esperemos que tenga suerte —continuó Helena—. En tal caso, será conducida directamente a la Casa de las Vestales y entregada a la autoridad del pontífice máximo.
—Pues… sí —asintió el flamen, percibiendo tardíamente el tonillo irónico de su interlocutora. Sin embargo, dio por supuesto que sus llamadas habían tenido éxito e hizo ademán de disponerse a marcharse. Yo agarré con firmeza a Julia, me escurrí por el pasillo y me dirigí a otra estancia en la que ocultarme. Eché un vistazo al sacerdote de Pomona, que, con su capa y su peineta de madera de abedul, me daba la espalda mientras se despedía de Helena; cuando pasé a hurtadillas por detrás de él, me ocultó a la vista de Helena.
Esperé hasta estar seguro de que se había marchado y entonces asomé la cabeza.
Cuando abrí la puerta tras la cual me había escondido, una figura menuda y decidida me cerró el paso. Me quitó de los brazos a Julia y protesté, pero en voz baja.
Me encontré ante una anciana delicada y frágil cuyos ojos negros taladraban como punzones. Una sensación de mala conciencia, para la cual no tenía ninguna causa, me clavó en el lugar.
—Supongo que tendrás una buena explicación —proclamó enérgicamente la recién llegada—. ¿Cómo no volviste a casa para el cumpleaños de la niña?
Desde luego que la tenía. Los ritos funerarios de Famia, que se celebraban por los escasos restos que el león había dejado de él. Era una explicación, aunque nada buena.
—¡Y sé perfectamente qué le sucedió a Famia —continuó—, aunque he tenido que enterarme por mi querido Anácrites!
—Hola, madre —le dije, e hice que mi tono de voz sonara apaciguador—. Nos vimos obligados a pasar el día del cumpleaños de Julia en una calma chicha frente a Ostia… ¿No piensas felicitarme por mi nuevo cargo como pilar fundamental de la religión del Estado?
—No me vengas con esas estúpidas zarandajas —se mofó mi madre.
Como de costumbre, yo había hecho lo que pensaba que ella querría, pero no había modo de impresionarla.
El día se había convertido en una jornada muy mojada. En primer lugar, había tenido que brincar en torno a Petronio Longo mientras él mostraba su resentimiento; ahora, se presentaba allí mi madre. Y venía con varias quejas: sobre todo, cómo había permitido que su favorito, Anácrites, volviera de Tripolitania medio muerto por las heridas que había recibido en el circo. Jugar a gladiadores había sido idea suya pero yo cargaría con la culpa de sus decisiones. Por suerte, eso significaba que volvía a alojarse en su casa para recibir más atenciones, de modo que mi madre no estaba molesta del todo.
—¿Por qué dejas que el pobrecillo vuelva a su trabajo en palacio?
—Anácrites ya es mayorcito, madre. Sus decisiones respecto a su futuro no tienen nada que ver conmigo.
—Los dos trabajabais tan bien juntos…
—Hicimos una buena pareja para el Censo. Pero eso ya quedó atrás.
—Podrías encontrar otro trabajo que compartir con él.
—Ninguno de los dos quería mantener la sociedad. Yo sólo lo manifesté.
—Lo que quieres decir es que no te cae bien. —Mi madre siempre insistía en que yo no conocía bien a Anácrites, que no había sabido apreciar su refinamiento y sensibilidad y que había menospreciado su talento. Mi planteamiento era que cualquiera que hubiera intentado convencer a un exótico potentado extranjero para asesinarme debía seguir adelante con su existencia… después de sellarlo en un tonel y arrojarlo al mar, a mil pies de profundidad. En algún lugar frente a las ásperas costas de Britania, preferiblemente—. Nunca le has dado una oportunidad. Mira, ahora Anácrites tiene las miras puestas en la dirección de una nueva rama de los servicios de seguridad. Podrías ayudarlo en eso, Marco…
—También podría pudrirme en las lagunas Pontinas, comido por las sanguijuelas e infectado de fiebres. Eso sería muchísimo más divertido.
—¿Y qué hay de Petronio? —inquirió mi madre, cambiando de táctica para pillarme por sorpresa.
—Petronio está con los vigiles.
—Con quien debe estar es con su esposa.
—¿Con una esposa que ha decidido pasar el resto de sus días con un verdulero? Petronio parece una persona respetable, pero es un perro vagabundo incapaz de ver lo que más le interesa hasta que es demasiado tarde. Por supuesto, el simple hecho de que yo le insistiera continuamente en que era imbécil no tenía por qué evitar que la gente me echara la culpa a mí.
—No me atrevo a pensar qué le harías al pobre Famia —murmuró mi madre con tono sombrío.
—Todo se lo hizo él mismo. Yo he traído los restos a casa, seré un buen tío para los pequeños e intentaré cuidar de Maya.
—No cuentes con su agradecimiento.