El salón recibidor al que fui conducido acto seguido resultaba típico: demasiado espacio vacío y ni una muestra de buen gusto. Cecilia Paeta se parecía mucho a como la recordaba de la visita a la casa de Maya, aunque se la veía más apagada. Varias doncellas con cara de susto habían corrido a protegerla de la falta de recato de entrevistarse con un informante. Sentada en cuclillas en una única silla de mimbre trenzado, se envolvió en una estola ligera mientras las doncellas ocupaban sendos taburetes bajos o cojines, formando un círculo en torno a ella. Todas con la mirada fija en el suelo.
De nuevo mantuve la voz serena y los ademanes tranquilos, aunque no serviles. Tendría que saber mucho más de la situación familiar antes de empezar a aplicar mi fuerza, pero ya percibía allí la tensión que agarrotaba a los moradores de aquella casa y a la familia entera. En el silencio de la madre cuando me miraba, podía percibir los años de opresión que le habían anulado cualquier asomo de energía.
¿Qué clase de vida afrontaba? Abandonada por un marido que, si Numentino lograba su propósito, nunca le concedería el divorcio, se le negaba el derecho normal a regresar con su familia y a rehacer su vida. De entrada, su suegro debía de tenerla en poca consideración; los fanfarrones siempre desprecian a sus víctimas. Cuando Cecilia fracasó en sus intentos de retener a su marido, al tirano le pareció lógico que su desprecio aumentara. Y ahora, Cecilia perdía a su hija…
—No desesperes. —No era mi intención ser amable con ella. Cecilia tampoco lo esperaba y compartimos un momento de incómoda expectación—. Mira, no vamos a perder el tiempo. Necesito saber todo lo que sucedió ayer hasta el momento en que se advirtió la desaparición de Gaya. Quiero que me describas cómo transcurrió el día.
Cecilia se mostró nerviosa. Cuando habló, lo hizo en voz tan queda que tuve que inclinarme hacia delante para oírla.
—Nos levantamos todos como de costumbre, poco después del amanecer. —Ya me lo suponía. Cuando tu hogar está lleno de problemas, ¿para qué perder un tiempo precioso que puede dedicarse a una buena discusión? —El flamen hace ofrendas a los dioses antes de desayunar.
—¿Coméis juntos, en familia? ¿Quién estaba presente?
—Todos. El flamen, Gaya y yo, Laelia y Ariminio… —Cecilia hizo una pausa, dubitativa.
—Ariminio es el flamen pomonalis. Y Laelia, ¿es su mujer? ¿La hermana de tu marido? ¿Alguien más? —pregunté, al tiempo que bajaba la vista a la tablilla que tenía en la mano. Me pareció notar algo. Cecilia era tan miope que, probablemente, no alcanzaba a ver mi expresión, pero mi tono de voz se la transmitía. Además, las doncellas nos observaban y, si me mostraba demasiado insistente en algún punto en concreto, Cecilia percibiría la inquietud que la rodeaba.
—Nadie más. —Estuve seguro de que Cecilia vacilaba antes de decirlo.
—¿Y después de desayunar os dedicasteis a vuestras respectivas ocupaciones?
—Laelia estaba en su habitación, según creo. Yo me dediqué a mis tareas domésticas. —De modo que la nuera era la que trabajaba, mientras que la hija llevaba una vida ociosa—. Arminio salió.
Un hombre con suerte.
—¿Qué hay de Gaya? ¿Va a la escuela?
—¡Oh, no! —exclamó su madre. Estúpido de mí…
—Quieres decir que tiene un tutor, ¿no es eso?
—No. Yo misma le enseño el alfabeto y ya sabe leer y escribir. Todo lo que los niños y niñas de la casa deben saber, lo aprenden en casa.
La casta sacerdotal podía estar especializada en determinados rituales pero, desde luego, no tenía fama de erudita, precisamente.
—Bien, pues. Haz el favor de contarme a qué dedicó Gaya la jornada.
—Al principio, se sentó tranquilamente con las doncellas y las ayudó a hilar y a tejer. —Debería haber supuesto que, además de creer en la autoeducación, había maniáticos del hilado casero. Bien, un flamen dialis tiene que insistir en que su flaminia se deje los dedos preparando sus ropajes de ceremonia. Me pregunté, bromeando, cuál habría sido la reacción de Helena si hubiera vuelto a casa con mi nuevo cargo honorífico y le sugiriese que un procurador de las aves debía darse pisto por ahí con ropas tejidas y cosidas por su esposa—. Más tarde —continuó Cecilia, ahora con un tono de mayor confianza—, la dejaron ir a jugar a un jardín interior, donde estaba segura.
—¿Cuándo se descubrió la desaparición?
—Después de almorzar. En esta casa el almuerzo suele ser una colación informal pero, por supuesto, yo esperaba que asistiera.
Cuando comprobé que no aparecía, acepté lo que me contó su cuidadora, que Gaya había cogido su plato y se lo había llevado para comerlo a solas. Lo hace algunas veces: se sienta en un banco al sol o se prepara un pequeño picnic, sin dejar de jugar… —De pronto, me dirigió una mirada penetrante—: Supongo que nos consideras una familia rara y peculiar, pero toleramos que Gaya se comporte como lo que es, una chiquilla. Se pasa el día jugando, ¿sabes, Falco? Tiene montones de juguetes.
Pero pocas amiguitas con las que compartirlos, pensé yo.
—Tendré que registrar su habitación —anuncié.
—Y observarás que vivía en una auténtica casita de muñecas, y que estaba absolutamente mimada y consentida.
—De donde se colige que no tenía ningún motivo razonable para querer escapar de casa, ¿no es eso? —pregunté a modo de conclusión. Cecilia calló y apretó los labios—. ¿Y no ha habido alguna nueva y terrible crisis familiar? He notado nervios en las doncellas. No levantan la vista del suelo. Han sido bien aleccionadas, probablemente mientras me hacías esperar antes de recibirme.
—Gaya siempre ha sido una niña feliz. Una niña dulce y feliz. —La madre se había refugiado en una salmodia mágica. Sin embargo, por lo menos, en esta ocasión mostraba cierta inquietud muy lógica—. ¿Qué le ha sucedido? ¿Volveré a verla?
—Estoy tratando de encontrar la respuesta. Por favor, confía en mí.
La mujer seguía agitada. Yo no tenía esperanza de llegar a ninguna conclusión satisfactoria mientras ella estuviera rodeada de su guardia de corps femenina. Las doncellas no sólo protegían a la dama en mi presencia, sino que también me protegían a mí de la verdad. Fingí que había terminado y luego pedí a Cecilia que me mostrara la habitación de la niña. Le dije que me gustaría que lo hiciera ella personalmente por si advertía algo fuera de lo normal que nos sirviera de clave. La madre accedió a acompañarme sin las doncellas. El esclavo que debía acompañarme salió apresuradamente detrás de nosotros, pero era un simplón y casi todo el rato se quedaba retrasado. Ya iba cargado con el plano de la casa, que yo había pedido, y le entregué mi toga para cargarlo todavía más.
Cecilia me condujo por una serie de pasillos. Sólo cubierto con la túnica, de pronto noté frío y metí los pulgares bajo el cinto. Di tiempo a la mujer para que se relajara y volví sobre la pregunta que antes había evitado:
—Algo salió mal, ¿verdad?
Cecilia respiró profundamente.
—Había mal ambiente, por diversas razones, y Gaya siempre ha sido muy sensible. Como cualquier niña, ha dado por sentado que todos los problemas eran culpa suya.
—¿Y lo eran?
—¿Cómo podrían serlo?
—No tengo la menor idea —respondí, sin alterarme—. Como no sé cuáles eran esos problemas… —Pero ella estaba decidida a no soltar prenda. Ordenes del flamen, sin duda. Avanzamos en silencio unos instantes e insistí—: ¿El problema tenía que ver con la tía de tu marido?
Cecilia me miró de reojo.
—¿Estás al corriente de eso? —Hizo una mueca de sorpresa. Una mueca exagerada. En aquel mismo momento, los dos nos dimos cuenta de que nuestros propósitos eran distintos y divergentes. Tomé nota mental del descubrimiento.
—Terencia Paula parece una fuerza con la que debe contarse —comenté. Cecilia soltó una carcajada bastante amarga—. Habla con franqueza. ¿A qué juega, realmente, ese vejestorio?
Cecilia movió la cabeza en un gesto en el que hacía gala de su negativa.
—Todo es un desastre. No me hagas más preguntas, por favor. Limítate a encontrar a Gaya. Eso es todo.
Llegamos a la habitación de la niña.
Era de tamaño modesto, aunque la madre tenía razón cuando había dado a entender que la niña no vivía en una celda, precisamente. En cualquier caso, no sobraba el espacio libre y Cecilia ordenó al esclavo que me había impuesto Numentino que esperase fuera. Al hombre no le gustó la sugerencia, pero siguió las instrucciones de Cecilia como si saltarse a la torera las del flamen no fuera nada insólito.
Me hice una composición de lugar. Había allí más desorden del que hubiera encontrado en ninguna parte. Había visto a Gaya vestida con finas ropas, pero allí había una cómoda abierta, llena de prendas de parecida calidad: túnicas y forros de túnica, menudas sandalias a la moda, cintas, estolas de colores y capas de tamaño infantil. Un revoltijo de cuentas y brazaletes (nada de imitaciones baratas, sino plata de ley y piedras semipreciosas) ocupaban una bandeja en una mesa auxiliar. De un gancho de la puerta colgaba un sombrero.
Para entretenerse, Gaya disponía de muchos juguetes que mi Julia disfrutaría agarrando y tirando al suelo: muñecas de madera, de cerámica y de trapo, pelotas rellenas de plumas o de judías, un aro, caballos y carros de juguete, una villa o casa de campo en miniatura… Todos eran de buena calidad, obra de artesanos, y no esos objetos bastos y mal acabados con los que tienen que contentarse los pequeños de mi familia. Las muñecas estaban ordenadas en fila en un estante. La casa de campo, en cambio, estaba desparramada por el suelo con los animales dispuestos como si la niña acabara de salir de la habitación por un instante mientras estaba jugando con ellos.
Al contemplar la granja a escala que su hijita había instalado con tanta minuciosidad, a Cecilia Paeta se le cortó el aliento, aunque intentó ocultarlo. Cruzó los brazos con energía y se agarró el cuerpo como si estuviera dispuesta a contener su emoción.
Yo la había detenido en el umbral de la estancia.
—Ahora, dentro, mira con detenimiento. ¿Está todo como lo tiene Gaya normalmente? ¿Hay algo extraño, algo fuera de lugar?
Cecilia miró con atención; luego, sacudió la cabeza enérgicamente. Resultaba difícil ver algún desorden en el mar de tesoros que poseía Gaya; entré en la habitación y empecé a buscar.
El mobiliario era menos lujoso que las pertenencias personales de la niña y quizá pertenecían ya a la casa. Las lámparas de aceite, las alfombras y los cojines eran escasos. En una alcoba especialmente preparada había una camita de niño cubierta con una colcha a cuadros, y varios armarios, casi todos empotrados. Miré en la cama y debajo de ella y luego en las alacenas, donde encontré unos cuantos juguetes más, zapatos y un orinal. Una gran caja de madera de tipo y calidad bastante normal, contenía un espejo, peines, alfileres, instrumentos de manicura, un anillo de plata y unos cuantos lazos enredados con cintas para el cabello.
Alcé en la mano una solitaria botita de esas que sólo llegan hasta el tobillo que acababa de encontrar bajo la cama y pregunté quién compraba los juguetes.
—Los parientes —Cecilia Paeta cruzó la estancia y alisó obsesivamente la colcha. Parecía a punto de verter unas lágrimas.
—¿Alguien en especial?
—Todo el mundo le compra cosas. —Hizo un amplio gesto con la mano, reconociendo que Gaya siempre había estado rodeada de lujos, de mimos y de regalos. Yo lo comprendía: era la única hija de una familia con dinero y, por lo que había observado, mimada por todos.
—Tú te trasladaste aquí cuando la flaminia murió. ¿Echa mucho de menos Gaya a su abuela?
—Un poco. Estatilia Paula era más condescendiente que nadie con mi esposo. Lo malcrió de pequeño, ésa es mi opinión.
—¿Incluso después de que abandonara la casa?
Cecilia bajó el tono de voz, nerviosa.
—Por favor, no hables de él. Ahora nadie aquí menciona su nombre.
—La gente espía —comenté. Cecilia no replicó—. ¿Cómo reaccionó Estatilia Paula al hecho de que su propia hermana, Terencia, animara a Escauro a marcharse y le facilitara la marcha?
—¿Cómo crees tú? Causó más problemas.
Eso podría haberlo adivinado yo solo. Exhalé un suspiro.
—¿Gaya echa de menos a su padre?
—Lo ve de vez en cuando, como tantos niños en iguales circunstancias.
—¿De padres divorciados, te refieres? ¿Qué me dices de ti? ¿Lo echas de menos?
—No tengo elección —respondió. Su tono de voz no parecía demasiado perturbado.
—¿Tuviste elección a la hora de casarte con él?
—Estaba contenta. Nuestras familias se conocían de mucho tiempo atrás. Y Escauro es un hombre decente.
—Pero he de entender que no estabais enamorados apasionadamente…
Cecilia respondió con una sonrisa desvaída. No era un insulto, pero dio la impresión de que consideraba el comentario acerca de su pasión amorosa como una extraña broma. En privado agradecí a los dioses que no todas las hijas de familias patricias tuvieran la misma educación. Por lo menos, Cecilia no parecía saber lo que se perdía.
Muchas mujeres romanas de buena familia se unen a hombres que apenas conocen. La mayoría les dan hijos, ya que de eso se trata. Después, algunas son abandonadas a su suerte. Muchas agradecen tal libertad. No tienen que seguir fingiendo ningún profundo afecto por sus maridos y pueden evitar a los demás hombres casi totalmente. Adquieren una buena posición sin responsabilidades emocionales. Mientras se concierten unos acuerdos económicos aceptables, lo único que se espera de ellas es que se abstengan de tomar amantes. En cualquier caso, no deben hacer alarde de esos amantes abiertamente.
Yo no creía que Cecilia Paeta tuviera un amante pero, ¿cómo se podía saber?
Insistí en mis esfuerzos por encontrar a Gaya y probé otro enfoque distinto:
—¿Y la tía de tu marido, Terencia Paula, tiene mucha relación con Gaya?
A Cecilia se le nubló de nuevo la expresión. Me pregunté si el tema sería aún más delicado de lo que había supuesto.
—Sólo desde que se jubiló como vestal, naturalmente. Eso fue hace un año y medio. Le tiene un afecto especial.
Aquello reforzaba mi impresión de que Gaya Laelia había sido utilizada en las interminables escaramuzas emocionales que se libraban en el seno de la familia.
—¿No le parece bien que Gaya se convierta en vestal?
Por una vez, Cecilia mostró cierta acritud natural: