A veces, las niñas son secuestradas para carne de burdel. Petronio Longo me contó en voz baja que en los asquerosos bajos fondos donde todo está permitido, una niña de seis años, de buena familia y camino de convertirse en virgen vestal, era un trofeo de valor incalculable. A la mañana siguiente, tan pronto como Maya contó que la niña seguía perdida, se encargó personalmente de poner en alerta a todas las cohortes.
—Tú eres mi testigo principal, Falco. Descripción de la niña, por favor.
—¡Por Júpiter! ¿Cómo quieres que lo sepa? —De repente me sentí mucho más paciente con todos los testigos inconcretos a los que había tratado a gritos por darme informaciones inútiles—. Se llama Gaya Laelia, hija de Laelio Escauro. Tiene seis años, es pequeña. Iba bien vestida, con joyas (unas pulseras) y el cabello bien peinado.
—Eso puede cambiarse —dijo Petronio en tono sombrío—. Si la ha secuestrado el dueño de un burdel, lo primero que hará será vestirla y peinarla de otro modo.
—Tienes razón. Ojos oscuros, muy oscuros. Bienhablada, confiada. Bonita…
Petronio soltó un gruñido.
Tal vez en contra de su buen tino, había decidido contarle a Rubela lo que estaba pasando. No podía ignorar la posibilidad de que Gaya hubiera sido secuestrada, y en tal caso todas las chicas que intervenían en el sorteo eran posibles víctimas.
Rubela le había dicho a Petronio que dudaba que la hubieran matado. A pesar de eso, el escéptico y torpe tribuno se fue inmediatamente a ver al prefecto. La reputación de la cuarta cohorte quedaría a salvo. Si el prefecto se tomaba esta historia en serio, su siguiente paso sería pedir a la oficina del pontífice máximo (el emperador, por supuesto) una lista con todas las jovencitas que entrarían en el sorteo para advertir a sus padres. Desde que la familia Laelia había intentado hacer creer que se trataba de un conflicto doméstico en el que nadie debía meterse, yo me temía que las cosas irían de mal en peor. Pero, por su posición social, no debería sorprenderles que se hubiera divulgado a los cuatro vientos.
El tiempo cuenta. Los Laelios no lo tenían presente. Aunque la pequeña Gaya estuviera atrapada en un armario de su propia casa, tenían que emprender una búsqueda sistemática. Había que empezar de inmediato. Petronio y yo podríamos haberles dado instrucciones sobre cómo proceder; nos sentíamos frustrados por no poder ni siquiera acercarnos a sus familiares. Pero un flamen dialis era lo más parecido que existe a los dioses con forma humana y uno jubilado podía ser tan arrogante como ellos. Laelio Numentino había representado a Júpiter en la tierra durante treinta años. Tanto Petronio como yo sabíamos que no podíamos abordarlo. Petronio no era más que un miembro de los vigiles y sus superiores le habían dicho que no interviniese hasta que los Laelios pidiesen ayuda, en caso de que lo hicieran. En cuanto a mí, era el advenedizo cuidador de los gansos del Capitolio y Laelio Numentino ya había dejado claro lo que pensaba al respecto.
Faltaban ocho días para los idus de junio. Al día siguiente comenzarían las fiestas en honor de Vesta. Ese día no había celebraciones religiosas. Como cuidador de las aves, no tenía que hacer nada. Cuando Helena y Maya volvieron furiosas de su fracasada misión de presentar sus condolencias en la residencia de los Laelios, yo ya tenía un plan para desbordar a aquella reservada familia. Consistía en una visita a una casa muy diferente, una que aún estaba más cuidadosamente cerrada al público: la casa de las vestales al final de la Vía Sacra.
Caminando desde el Aventino, no estaba lejos. Había que pasar junto al templo de Ceres, bordear el Circo Máximo por el lado del mercado de ganado y entrar en el Foro al pie del Capitolio, a la sombra de la roca Tarpeya. Tomamos la Vía Sacra junto a la basílica, giramos bajo el Arco de Augusto entre los templos de Cástor y de Julio César y llegamos al santuario de las vírgenes, situado en medio del Foro. A nuestra izquierda se alzaba la Regia, antiguo palacio de Numa Pompilio, el segundo rey de Roma, y ahora oficina del pontífice, a la derecha el templo de Vesta. Detrás del templo, situado entre la Vía Sacra y la Vía Nova, se encontraba la casa de las vestales.
Helena me acompañó, haciendo de carabina. Llevábamos también a Julia, aunque dejamos a
Nux
con Maya, que, a regañadientes, se avino a salvaguardarla de las atenciones de los perros lujuriosos. Nos acompañaba Cloelia, la hija de Maya, a la que puse como condición que no se alejara de nosotros para nada por si los secuestradores de Gaya, en el caso de que existieran realmente, la tenían en su punto de mira. Mi plan era hablar con la virgen Constanza. Cloelia la identificaría cuando la tuviera junto a nosotros mientras se encontraba entre las otras respetadas vestales, dedicada a sus deberes cotidianos.
Me puse mi toga. La de mi difunto hermano, debería decir. Había tenido una vida muy larga. Helena me la había enrollado murmurando que, como ya era una persona respetable, tendría que comprarme una nueva. Al parecer, ser respetable significaba tener que gastar mucho dinero, pero nadie se acerca a una virgen con una túnica manchada y con el remate del cuello descosido.
¿Qué habría sucedido si me hubiera presentado directamente en la casa de las vestales y hubiese pedido que la dama me recibiera? Habría sido absurdo hacerlo porque me lo habrían negado sin más. A las vírgenes vestales les está permitido hablar con personas de alto rango mientras realizan su respetado trabajo. Puede darse el caso de recibir el testamento de un cónsul para guardarlo en un lugar seguro, o apelar al prefecto de la ciudad en una situación de crisis, pero tienen los mismos prejuicios que todo el mundo: los informadores no están en la lista de visitantes a los que pueden aceptar.
Maya me miró con mucha suspicacia cuando sugerí llevar a Cloelia. Sospechó que lo que yo buscaba era sacar información a su hija. Mientras bajábamos hacia el Foro, me puse manos a la obra.
Helena la tomó de la mano y mientras caminaba con dificultad, calzada con unas sandalias que le estaban grandes (Maya esperaba que le crecieran los pies), Cloelia alzó la vista y me miró temerosa. Tenía los rizos de los Didio y también la constitución algo robusta de la familia, pero los rasgos de la cara eran iguales que los de Famia. Los pómulos altos que habían dado a su padre aquel aire de borrachín, en la fisonomía mucho más delicada de Cloelia podían transformarla en muy hermosa cuando fuera mayor. Probablemente Maya se estaba adelantando a los problemas. Podría hacerles frente o al menos intentarlo. El que su hija se aviniera a llevar una vida sensata era algo que aún estaba por ver.
—Vaya, Cloelia, desde que no nos vemos te has convertido en una celebridad. ¿Te gustó que te llevaran al palacio de los Césares para conocer a la reina Berenice?
—Tío Marco, mamá ha dicho que no permita que me hagas preguntas si ella no está presente. —Cloelia tenía ocho años y era mucho más madura de lo que Gaya se suponía que había sido, menos confiada con los desconocidos pero, en mi opinión, más inteligente. Yo no era un desconocido, claro; era el chalado del tío Marco, un hombre con una ocupación ridícula y unas pretensiones sociales nuevas, del cual había aprendido a burlarse según sus familiares le habían enseñado.
—Exacto, pero resulta que podrías ayudarme en algo muy importante.
—Pues yo estoy segura de que no sé nada de nada —rió Cloelia con presunción. Era una testigo de lo más típico. Tendría que sonsacarle lo que supiera con sacacorchos. Si Helena no hubiese estado mirando con gesto de desaprobación, habría intentado el procedimiento normal, es decir, ofrecerle dinero. Pero tuve que limitarme a dirigirle una sonrisa complaciente. Cloelia miró al frente, satisfecha de sí misma.
—Deja que sea yo quien haga las preguntas —sugirió Helena—. ¿Qué te pareció la reina, Cloelia?
—No me gustó el olor del perfume que llevaba. Y sólo quiso hablar con las personas adecuadas.
—¿Y cuáles eran esas personas adecuadas?
—Nosotras, no, claro. No sobresalíamos entre aquella gente. El vestido de mi madre era mucho más brillante que los de las demás. Ya se lo había advertido yo, pero supongo que lo hizo a propósito. Y luego tuve que decirle a todo el mundo que mi padre trabaja de auriga. Imagina, Helena Justina, lo que pensarían de eso. —Hizo una pausa—. Bueno, trabajaba —se corrigió en voz baja.
La tomé de la otra mano.
—Ahora no podré ser una vestal, ¿sabes? —dijo al cabo de un instante alzando la vista para mirarme—. Tuvimos que pasar un reconocimiento para ver si estábamos absolutamente sanas y nos dijeron que la otra condición indispensable era tener vivos al padre y a la madre. Así, ahora ya no puedo serlo, ni Rea tampoco. De todas formas, probablemente sea mejor que me quede en casa y ayude a mamá.
—Cierto —le dije, perplejo como a menudo me ocurría. Los hijos de Maya eran más maduros que los chicos de nuestra generación—. Dime, Cloelia, ¿conociste a esa niña, a Gaya Laelia?
—Ya sabes que sí.
—Quería que tú me lo dijeras.
—Era una de las que tenía más posibilidades de ser elegida.
—¿Elegida por los Hados?
—No seas estúpido, tío Marco.
—Mira, Cloelia, no me importa que creas que las loterías del Estado están amañadas, pero no le comentes a nadie que yo lo he dicho.
—No te preocupes, Mario y yo hemos decidido que ni siquiera diremos a nadie que te conocemos.
—¿Crees que el tío Marco es un bribón? —Helena fingía estar sorprendida. Cloelia parecía modosa—. Tú y Gaya Laelia os hicisteis muy amigas, ¿verdad?
—Pues no. —Una expresión de desdén cruzó el rostro de mi sobrina—. ¡Sólo tiene seis años!
Un error de cálculo. Para los adultos, las niñas formaban un grupo, pero aquellas pequeñas tenían entre seis y diez años y en las jerarquías de la infancia, tal diferencia de edades es un abismo.
—Pero, ¿hablaste con ella? —preguntó Helena.
—Siempre andaba sola. Cuando vimos que la habían elegido, ninguna de las demás quisimos hablar más con ella. Naturalmente, después de pensárselo mejor, algunas no la habrían dejado ni a sol ni a sombra, pero sus madres se mostraron muy desdeñosas y no permitieron que sus preciosas hijitas se alejaran de ellas ni un segundo.
—Y tu madre, ¿no lo hizo?
—La esquivé.
Helena y yo intercambiamos una rápida mirada. Habíamos cruzado el Foro Boario caminando despacio, pero al llegar a la basílica Julia tuvimos que abrirnos paso entre la multitud que atestaba las escaleras en medio de una bruma de pomada para el cabello utilizada con profusión.
Decidí ser sincero.
—Mira, Cloelia, como tu madre ya te habrá dicho, a la pequeña Gaya puede haberle ocurrido algo malo, y lo que ella te contó serviría para ayudarme a encontrarla.
—Lo único que hicimos fue jugar a las vírgenes vestales. —Era evidente que Cloelia tenía la lección bien aprendida—. Hacíamos como si cogiéramos agua de la fuente Egeria y rociáramos el templo con ella, como hacen las vírgenes. Siempre jugaba a lo mismo. Llegó a aburrirme.
—¿Y antes de eso? ¿No tuvo una pequeña rabieta cuando la reina la tenía sentada en el regazo?
—No lo sé.
—¿No oíste comentar a qué se debía?
—No.
—¿Te parece que a Gaya le gustaba que la preparasen para virgen vestal?
—Creo que sí.
—¿No te contó nada de su familia?
—Sí, quiso que supiera lo importantes que eran sus parientes… —Cloelia calló durante unos instantes para pensar y yo no la presioné—. Creo que no se divertía mucho. Cuando vino mi madre para ver si estaba bien, Gaya vio que mamá me guiñaba el ojo y pareció sorprenderse mucho de que una madre hiciera tales cosas.
—Sí, he conocido a su madre. Es muy seria. Supongo que Gaya no te dijo nada de que quería escaparse de casa…
—No, porque si una piensa hacerlo, no lo cuenta. Si lo cuentas, te lo impiden. —A Maya le horrorizaría pensar que Cloelia hubiese tenido en cuenta tal posibilidad.
—Bien, entonces, ¿crees que no tenía ningún problema con los suyos?
—No puedo contarte más —decidió Cloelia. La brusquedad con la que terminó la charla era significativa. Por desgracia, yo no podía poner a mi sobrina de ocho años contra la pared y gritarle que sabía que me había mentido. Helena me miraba enfurecida, y pensar en Maya me daba pánico.
—Bueno, pues muchas gracias, Cloelia.
—De nada.
—Maya tiene razón —dijo Helena, frunciendo el entrecejo con expresión severa—. Tenías que haberle pedido permiso para interrogar a Cloelia. Sé cómo me sentiría yo si hubiera ocurrido eso mismo con Julia. —Cloelia asintió con la cabeza.
—¡Callad las dos! No soy un desconocido. Ahora que Famia ha muerto, soy el cabeza de familia en casa de Maya Favonia…
Helena soltó una sonora carcajada y Cloelia la imitó. Vaya con el poder del patriarcado… Supe que tenía que callar.
De todas formas, ya habíamos llegado al templo de Vesta. Destruido en el gran incendio de Roma ocurrido en el imperio de Nerón, lo habían reconstruido rápidamente según el modelo antiguo: era redondo, imitando una cabaña de pastores. La nueva construcción es de mármol pulido y se eleva sobre una vasta plataforma, rodeada por columnas y celosías labradas. En el tejado circular existe un orificio por el que sale el humo del fuego sagrado del interior. En esos instantes, las puertas del templo estaban abiertas. Los pretores, los cónsules y los magistrados podían entrar a hacer sus ofrendas en el fuego pero un simple cuidador de las aves tendría que encontrar una buena excusa para atreverse a entrar en el santuario.
Y sabía que en el interior del templo no había ninguna imagen de Vesta, sólo el fuego, que representaba la vida, el bienestar y la unidad del Estado romano, a la sombra de un laurel sagrado. También se guarda allí el paladión, un objeto extraño que, según algunos, era una imagen de Palas Atenea, es decir, de Minerva, aunque otros lo duden. Fuera lo que fuese, obraba como talismán protector de Roma y una de las principales tareas encomendadas a las vírgenes era su custodia. Como el público no podía entrar en el recinto, las posibilidades de que el preciado objeto fuese robado eran poquísimas. Tampoco podía venderse. Mi padre me dijo una vez que, como nadie sabía cuál era el aspecto del paladión, éste no tenía ningún valor como pieza artística para coleccionistas.
Cuando llegamos, las vestales estaban entregadas a sus tareas. Eran una menos del número de rigor, y ese puesto vacante sería cubierto mediante el sorteo o lotería del día siguiente. Eran cinco, encabezadas por la ojerosa jefa de las vestales, la cual parecía tener problemas de sofocos. Todas ellas iban vestidas con los anticuados vestidos de lana, atados bajo el busto con unos nudos de Hércules que sus amantes nunca podrían desatar, y los cabellos peinados con complejidad nupcial, sujetos con cintas y lazos. Tenían que cuidar del fuego sagrado porque si se apagaba, significaría un mal augurio para la ciudad y serían flageladas por el pontífice máximo, en este caso por Vespasiano, que era famoso por sus criterios estrictos con respecto a las virtudes tradicionales. También tenían que realizar ritos diarios de purificación, como limpiar el templo con agua de la fuente sagrada. (Una de ellas apareció con la fregona ritual, hecha de cola de caballo, que utilizaban para este menester.) Después, tenían que hacer pasteles sagrados para los oficios religiosos. También cantaban plegarias y asistían a los sacrificios con las cabezas cubiertas por unos velos.