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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (41 page)

BOOK: Una virgen de más
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La cárcel Mamertina se compone de una serie de calabozos horribles. Unos firmes muros de piedra encierran unas celdas irregulares que un día fueron parte de una cantera y por las cuales corren regatas de agua. El desinterés del carcelero significó, por lo menos, que me encerrasen en una de las celdas del piso superior en lugar de ser arrojado por el hueco del suelo a las temibles profundidades inferiores. La celda estaba negra como el betún. Y helada. Era un lugar solitario y deprimente.

Y todavía quedaban ocho días para los idus de junio. Dejaba atrás el día más largo del que tenía recuerdo y, al final del mismo, me encontraba enfrentado a la muerte. Hice algunos planes de fuga no muy serios. En otro momento habría probado fortuna con alguno: el problema de ser el conocido caballero procurador de los gansos y pollos sagrados era que nunca más podría sumergirme en el anonimato. Si conseguía escapar, no podría tener nunca una vida normal, ni siquiera en el Aventino, o alguien me reconocería y terminaría otra vez en una de aquellas celdas.

En ausencia de algo más optimista que contemplar, me envolví en la toga y me eché a dormir.

L

El amanecer tiñó de rosa el Palatino y el Capitolio, inaugurando el séptimo día previo a los idus de junio. Por fin. Seguro que no sería tan agotador y deprimente como el octavo. Con un poco de suerte, el camino hasta la laguna Estigia sería breve y sencillo.

De haberme encontrado en casa, el calendario me habría recordado que era la fecha de inicio de las Vestalias. En esta jornada Vespasiano presidiría el sorteo de la nueva sacerdotisa. El sorteo, en efecto, se llevaría a cabo según el orden previsto, pero no antes de un frenético retoque a la lista de favoritas por parte de los escribientes con cargos pontificales, para tener en cuenta la ausencia de Gaya Laelia. Durante el día, quizás alguien le hablara de mi situación al emperador.

O quizá no. Yo era historia.

En el agujero de mi calabozo apenas penetraba un poco de luz. Las paredes, empapadas de agua, no tenían un solo mensaje de anteriores prisioneros. Nadie alcanzaba a ver lo suficiente como para grabar un mensaje suplicando ayuda. Y nadie permanecía allí el tiempo suficiente para hacerlo. El hedor era abrumador. Desperté entumecido y helado. Era muy fácil sentirse horrorizado.

Dejé mi marca cuando alivié mis necesidades en un rincón. No había otro sitio donde hacerlo y resultaba evidente que no era el primero que lo hacía.

A aquellas alturas, Helena ya sabría perfectamente dónde estaba. Me pregunté qué habría hecho su hermano después de que los lictores me llevaran prisionero. Seguramente lo habían inducido a efectuar una declaración formal. ¿Y luego? Probablemente le habría contado a su padre lo sucedido. Los Camilos estaban al corriente. Helena también debía de estarlo. Sin duda alguna, no sería ejecutado sin que antes se armara un buen alboroto en los salones de suelos de mármol donde trabajaban los funcionarios. Quizás incluso los gansos sagrados soltarían algún graznido de protesta.

Helena acudiría a Tito y se pondría a su merced. Lo haría aunque las últimas palabras que le había dirigido en la Casa Dorada habían sido deliberadamente rudas. Tito tenía fama por su buen carácter. La visión de aquella mujer desesperada borraría cualquier inquina que sintiera hacia ella.

Pero no estaba al alcance de Tito ayudarla. Nadie podía sacarme de aquel trance. Había ofendido a las vestales y, por tanto, era hombre muerto.

Alguien despertaba al carcelero.

Yo también me desperté y adormilado aún presté atención. Las negociaciones para que se abriera la puerta y se franqueara el paso me pareció que tardaban siglos. Me pregunté si el agente que había acudido a interesarse por mí andaría corto de dinero. Al parecer, no era así; sencillamente, se trataba de un aficionado.

—¡Eliano!

—La última persona que esperabas ver, supongo… —Como todos en su familia, el muchacho podía ser muy irónico—. No soy un simple chico malcriado, Falco. En fin, me atrevería a decir que incluso tú tienes alguna buena cualidad que ocultas bajo una capa de modestia.

—Estar en este calabozo ya es suficiente castigo. No necesito que, encima, vengas ni tú ni nadie con comentarios mordaces. Calla, pues, antes de que te abra la cabeza a golpes.

Un puñado más de monedas cambió de mano y, aunque el carcelero sentía curiosidad por lo que hablábamos, aceptó dejarnos a solas. Eliano encendió una lámpara de aceite, miró a su alrededor y se estremeció.

Yo continué hablando para evitar que me castañetearan los dientes.

—Bien, eres muy amable al venir a visitarme en este momento de aflicción. ¡Debes de tenerle mucho miedo a tu hermana!

—¿Tú no?

Bajo la luz de la patética lamparilla, el joven y noble Camilo parecía incómodo; no se había percatado de que, cuando el carcelero se marchó, él también había quedado encerrado. Llevaba una túnica limpia y elegante, de color granate, con tres lujosas tirillas con un diseño de grecas llamativas.

—Vas muy elegante. A mí me gusta la gente que prefiere la ropa informal. Sobre todo cuando visitan la celda de un condenado a muerte. Es un recordatorio de la normalidad y significa un detalle muy considerado.

—Siempre tienes una buena réplica, un comentario oportuno… —Eliano estaba pálido y tenso, agitado por algo que esperaba con impaciencia. Aquello estaba fuera de lugar. Era yo quien afrontaba una ardua jornada, al término de la cual me esperaba un ataúd y una urna—. Estábamos juntos en este asunto —añadió pomposamente—. Está claro que debo hacer todo cuanto pueda para librarte de esto. Te he traído algo.

—Espero que lo consigas, te lo aseguro. Y los regalos tradicionales son una espada para matar al carcelero y un gran aro repleto de llaves maestras. Un plan de rescate bien organizado incluye además un pasaporte y algo de dinero en efectivo.

Me había traído un pastelillo de canela.

—El desayuno —murmuró, irascible, al ver mi expresión. No respondí—. Si no lo quieres, puedo comérmelo yo.

—Me digo y me repito que no estoy soñando todo esto.

—Falco, he estado moviéndome toda la noche para ayudarte. Espero que todo salga según lo previsto. Pronto vendrá alguien.

—¿Quién? ¿Un vendedor de hojas de parra rellenas? ¿Un especialista en guisantes?

Eliano tenía la mirada fija en el pastelillo. Lo cogí y di cuenta de él.

Apenas me había quitado las migas de los labios con una punta de la toga cuando percibimos unas reverberaciones producidas por una lámpara mortecina y el apagado ruido de unas recias botas. Eliano se levantó de un salto. No vi que hubiese ninguna urgencia. La ejecución podía tardar todo el tiempo del mundo en producirse. Sin embargo, no había esperanza de retrasar mi cita con la Fortuna. El carcelero volvió a asomar su feo rostro y yo fui trasladado de mi minúscula celda a la cruel luz del día.

Ya en el exterior, al principio, no hice sino seguir estremeciéndome hasta que el débil calorcillo del sol matinal que bañaba el Foro empezó a revitalizarme. Mis ojos tuvieron tiempo de acostumbrarse de nuevo a la luz hiriente de la mañana. Luego me di cuenta de que mi escolta de honor era la mejor que hubiese podido pedir: un destacamento pequeño pero extraordinariamente aguerrido de la guardia pretoriana.

—¡Esto sí que es categoría, Aulo!

—Me alegro de que te guste. Aquí está nuestro contacto.

Un minuto más tarde, estuve a punto de devolver mi sabroso desayuno y derramarlo por las Gemonias. Acompañando a los imponentes pretorianos de relucientes cascos con plumas, distinguí a Anácrites.

—¡Derecha! —Anácrites tenía mucho descaro, incluso si se dedicaba a dar órdenes… Bien, como jefe de espías, siempre se había sentido muy próximo a la guardia pretoriana. La misión de Anácrites, como la de la guardia, consistía en proteger al emperador. En la estricta jerarquía de palacio, Anácrites estaba incorporado a dicha guardia, aunque apenas hacía mención de ello y nunca le había visto ejercer sus derechos pretorianos. Y, desde luego, los guardias no lo habían invitado nunca a sus cenas de confraternización. Aunque, bien mirado, ¿a quién convocaban?—. Encadenadlo. —Anácrites mostraba auténtico entusiasmo a la hora de vejarme y humillarme—. Ponedle los grilletes. Todos los que queráis, no importa que no pueda caminar con ellos. Lo llevaremos a rastras.

Mientras me inmovilizaban, tuve ocasión de replicar:

—¿Podría preguntar a dónde me lleváis?

—Guarda silencio, Falco. Ya has causado suficientes problemas.

Dirigí una mirada colérica al joven Eliano.

—Hazme un favor, chico. Pregunta a tu hermana dónde vive mi madre y, cuando todo esto haya terminado, asegúrate de decirle que ha sido su traicionero inquilino quien ha enviado a su destino a su último hijo aún vivo.

—¿Preparados? —Anácrites hizo oídos sordos a mis palabras y, por alguna razón, se dirigió a Eliano en voz baja—. Yo puedo llevarlo, pero de hablar tendrás que encargarte tú, Camilo. ¡No quiero que este suceso aparezca nunca en mi expediente personal! —Mi visión de aquella extraña situación se tiñó de auténtico asombro—. Vamos, muchachos. Seguidme. Llevad al Palatino a este tipejo impresentable.

Había dormido a pierna suelta y me habían ofrecido un desayuno delicioso. Me limité, pues, a seguirles la corriente.

Cuando me pusieron de pie frente al templo de Concordia Augusta, donde la hermandad de los arvales llevaba a cabo sus elecciones, aún era demasiado temprano para la mayoría de la gente. El Foro estaba vacío, sólo un borracho dormía la cogorza en los peldaños del templo de Saturno. Las calles aún mostraban los desperdicios de la noche anterior, más que la promesa del día que se preparaba. Un montón de guirnaldas aplastadas nos impedía el paso mientras avanzábamos bajo el arco de Tiberio hacia el Vicus Jugario. Unos pétalos sueltos se pegaron a una de mis botas y, mientras pataleaba para librarme de ellos, los guardias casi me alzaron en vilo y me trasladaron sin tocar el suelo.

Pensé que nos encaminábamos a la zona de administración del palacio, pero me equivocaba. Si hubiéramos subido al Arx o al Capitolio, habría sospechado que el plan consistía en arrojarme desde la cima de la roca Tarpeya, como se hacía con los traidores. Sin embargo, la tortura que me esperaba, fuera cual fuese, sería más refinada.

Luego me pareció que nos acercábamos a una casa privada. Todo el Palatino había sido de propiedad pública durante muchos años. Augusto tuvo la fortuna de nacer allí en los tiempos en que cualquier rico podía poseer una mansión privada en lo mejor de las Siete Colinas; más adelante adquirió todas las demás casas y empleó todo el Palatino para labores oficiales. Entre los templos se alzaba su propia residencia, una finca supuestamente pequeña en la que decía vivir de forma muy modesta, aunque nadie se llamaba a engaño al respecto. Había otra vivienda sumamente lujosa, el recinto de las mujeres de la familia imperial, que llevaba el nombre de la emperatriz viuda, Livia. Y también estaba la flaminia, residencia oficial del flamen dialis en ejercicio, una casa de aspecto ordinario aunque afectada por extraños convenios rituales de tal forma que el fuego de su interior no podía salir del hogar, salvo con propósitos religiosos.

De pronto, Anácrites se envolvió los delgados hombros con la toga. Eliano también desplegó una. A continuación, entraron en la flaminia mientras los pretorianos me llevaban, levantado por los hombros, como el asado principal de un banquete.

La escena que siguió resultó curiosa. Fuimos conducidos enseguida a presencia del flamen y de su majestuosa esposa. Rodeado por todas partes de pretorianos, me depositaron en el suelo. Varios fámulos vestidos de blanco se alineaban junto a las paredes de la estancia con aire respetuoso. Unas vaharadas de aceites perfumados emanaban de una pátera con la que acababa de realizarse un brindis a los dioses.

El flamen vestía ropas tejidas a mano idénticas a las que había visto llevar a Numentino, rematadas con el bonete y con la peineta de madera de olivo. Sostenía en la mano el cuchillo para los sacrificios y mantenía a distancia al pueblo con su larga vara. Su esposa también llevaba un cuchillo, un vestido de tela gruesa y diseño antiguo y lucía un tocado más complicado que el de las vestales. A juego con el casquete de cuero tenía otro cónico, de color púrpura, cubierto con un velo. Como yo bien sabía, la mujer estaba sometida casi a tantas restricciones como su marido, incluida la que decía que no debía subir nunca más de tres peldaños (para que nadie pudiera verle los tobillos). Quizás hubiera sido una mujer atractiva, pero no sentí la menor tentación de comérmela con la mirada.

El flamen dialis parecía estar ligeramente nervioso. Por lo menos, tenía la ventaja de conocer el plan.

La pareja sacerdotal ocupaba sendas sillas curules, esos asientos plegables sin respaldo y de patas curvas que utilizan formalmente los magistrados superiores como símbolo de su cargo. Cerca del flamen se había colocado un tercer asiento. Junto a éste había una figura familiar; era Laelio Numentino, aunque por una vez no llevaba sus ropajes de sacerdote. Quizás una visita al hogar de su sucesor lo había convencido finalmente de la conveniencia de abandonar su gloria perdida. Tenía la cabeza descubierta. Unos cabellos canosos rodeaban un cráneo calvo. Cuando lo reconocí, me llevé una gran sorpresa. Miré rápidamente a Eliano. Él también había reconocido al anciano altivo que los dos habíamos visto salir de la casa del maestro de la hermandad de los arvales cuando acudimos para informar del hallazgo de un cadáver. Era el hombre que creíamos que había entrado para convencerlos de que mantuvieran el silencio en torno a la muerte; el hombre que considerábamos que era un pariente cercano de la asesina.

No había tiempo para indagaciones. Todos parecían esperarnos. Habíamos entrado en la estancia con pocas formalidades. Yo aún estaba retenido por los pretorianos. Anácrites intentó fundirse con el fresco de la pared, como si formara parte de un bodegón. El joven Eliano dio un paso adelante. A un gesto de cabeza del flamen, inició un breve parlamento que traía preparado. Era muy parecido a la súplica de clemencia que había efectuado ante la superiora de las vestales la noche anterior. Con más tiempo para reflexionar sobre lo que hacía, se había vuelto más vacilante, pero consiguió expresarse bastante bien.

Antes de responder, el flamen dialis se inclinó hacia Numentino como para confirmar su asentimiento. En esta ocasión, tras intercambiar unos murmullos en voz baja, los dos asintieron. Los pretorianos se apartaron un poco y el flamen dialis, con un gesto afectado, fingió darse cuenta en aquel instante de mi presencia. Con un respingo se cubrió los ojos con gesto teatral. Luego, con una inesperada mueca de horror, exclamó en voz alta:

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