De haber sido así, Galba murió demasiado pronto para poder disfrutar de cualquier lealtad que hubiese intentado cultivar en Rutilio. Pero éste también tenía vínculos personales con la legión que Vespasiano había confiado a su hijo Tito (la decimoquinta, a la que había pertenecido mi difunto hermano, por lo cual sabía lo uña y carne que eran todos aquellos bravucones). Cuando Vespasiano llegó a emperador, Rutilio adquirió protagonismo y fue uno de los primeros cónsules del Imperio. A decir verdad, nadie había oído hablar de él y yo tampoco sabía quién era hasta que lo conocí en la Tripolitania.
Lo que rezumaba por todos los poros era ambición, lo cual lo convertía en un trabajador incansable. Estaba escalando los peldaños del poder con la misma elegancia que un albañil con un capazo de tejas al hombro. Era el tipo de funcionario que gustaba a Vespasiano: Rutilio Gálico llegaba sin incómodas deudas de padrinazgo. Galba era irrelevante; eran los Flavios quienes habían hecho a Rutilio un hombre dotado de energía y buena voluntad y muy posiblemente en el trabajo que aquel día le habían encomendado se había presentado como voluntario.
Yo sabía que no podría disfrutar de la misma opción.
—Quiero hablarte de un asunto delicado, Falco. Para este trabajo, tú eres el mejor dotado.
—Sé lo que eso suele significar.
—No es peligroso.
—¡Qué sorpresa! Entonces, ¿de qué se trata?
Rutilio no perdió la paciencia. Comprendió que aquellas eran mis cortesías, una manera de hacer acopio de fuerzas ante aquella petición no deseada y ante el amargo trabajo que me esperaba.
—Hay un problema. Un asunto del cual ya tienes noticia. —Su tono de voz se hizo más enérgico. Así me gustaba más—. Ha desaparecido una niña que mañana tenía que entrar en el sorteo de las vestales.
—Gaya Laelia.
—Exacto. Como verás, entran en juego elementos muy complejos… Nieta de un ex flamen dialis, sobrina de un flamen pomonalis. Aparte de la necesidad de tener que encontrarla por razones humanitarias…
—Ah, ¿pero cuentan esas razones?
—¡Claro! Mira, Falco, esto es extraordinariamente delicado.
—No quiero sugerir que el sorteo esté decidido de antemano, pero digamos que si Gaya Laelia resultase elegida, ¿se la consideraría del todo adecuada?
—Sus antecedentes familiares harían que el pontífice tuviera la absoluta certeza de que está completamente preparada para una vida de servicio.
—Esto suena a comunicado oficial. No escurras el bulto: ¿quieres que la encuentre?
—Bueno, los mediadores de palacio están nerviosos. El prefecto de la ciudad ha dado la voz de alarma. —Se equivocaba, lo había hecho Lucio Petronio—. Su abuelo ha reconocido la desaparición ante Vespasiano. Alguien ha sabido de tu interés por el asunto y ha comprobado que, según los registros de palacio, todavía tienes como socio a un miembro de los vigiles. Esos registros no están actualizados, claro. En la reunión a la que acabo de asistir hemos tenido una interesante charla acerca de cómo te apoyan los vigiles. Luego Vespasiano ha señalado que tu último socio conocido es Anácrites, el jefe de su propio servicio secreto.
—¿Y ha habido gritos airados?
—La verdad es que tienes cierta fama.
—Entonces, Rutilio, habrás explicado que mi socio actual es Camilo Justino, por lo que ya no pirateo apoyo de los funcionarios públicos. ¿Eso me convierte en un sabueso responsable al que se puede contratar sin problemas para que encuentre vírgenes perdidas?
—Lo que he dicho, Falco, es que tienes toda mi confianza. Que eres discreto y efectivo. Supongo que te gustará saber que Vespasiano ha estado de acuerdo.
—Muchas gracias. Si acepto este trabajo, necesitaré poder entrar en casa de los Laelios y un permiso para interrogar a la familia.
—Ya les he dicho que sería lo primero que pedirías —replicó Rutilio acompañando sus palabras con un gruñido.
—Cualquiera haría lo mismo —respondí, mirándolo fijamente. No hizo ningún comentario—. Rutilio, ¿has conseguido convencer a tus colegas, incluido el emperador, de que tiene que hacerse de esta manera?
Se quedó pensativo unos instantes y luego dijo:
—El emperador se ha marchado de aquí para ir a informar a Laelio Numentino de que tendrá que permitirte entrar en su casa.
—Bien. —Me relajé. Me había temido condiciones inaceptables. Aquel trabajo me interesaba y probablemente lo habría aceptado de todos modos—. No quiero ofender a nadie pero es sabido por qué impongo estas reglas. Es posible que la niña aparezca en casa. Tendré que hacer un registro a fondo, lo cual, reconozco, será entrometerme en su intimidad. Es preciso que sea así. El primer sitio en el que miraré será en los cestos de los calzoncillos sucios y, a partir de ahí, será peor. Además, si su desaparición no es un accidente, la causa más probable de la fuga será alguna cuestión doméstica. Resulta de vital importancia interrogar a toda la familia.
—Todo esto queda perfectamente comprendido.
—Y seré discreto, como se me pide.
—Gracias, Falco.
Habíamos empezado a caminar hacia una de las salidas del patio, la que daba al antiguo arco cuadrangular de Fabio Máximo sobre el cruce de caminos de la Vía Sacra.
—¿Por qué estamos siendo tan cuidadosos con esta familia? —pregunté con contundencia—. Seguro que no es sólo por una cuestión de estatus social…
Rutilio hizo una pausa y luego se encogió de hombros. Intuí que sabía más de lo que me había dado a entender. Mientras salíamos, señaló con la mano hacia la derecha y preguntó:
—¿Tienes la dirección actual de los Laelios? Antes de que Numentino llegara a flamen dialis y se trasladara a la residencia oficial, vivían aquí abajo, ¿sabes?, en una de esas grandes mansiones que destruyó el gran incendio de Nerón.
—¡Por Júpiter! ¿En la Vía Sacra? Una de las mejores zonas de Roma… Sí, sé dónde está su nueva casa, gracias. En el Aventino, una casa decente, pero no es lo mismo, claro.
—Antes era una familia muy importante —me recordó Rutilio.
—Eso es evidente. El barrio favorito de los republicanos: Clodio Pulcher, Cicerón… ¿Y no había una famosa casa cuyo propietario era Escauro, con unas columnas carísimas de mármol rojo y negro, que llegaba hasta el teatro de Marcelo? Mi padre es vendedor de antigüedades y siempre cita su precio récord: quince millones de sestercios y cambió de manos. El padre de Gaya Laelia usa como sobrenombre el de Escauro. ¿Tiene esto alguna importancia?
Rutilio volvió a encogerse de hombros. Aquel día, esos nobles hombros aguantaron un trabajo muy pesado.
—Tal vez haya alguna relación que venga de antiguo. Es, sin lugar a dudas, un apellido.
—Y ahora, ¿tienen dinero los Laelios? —pregunté, entornando los ojos.
—Algo deben de tener.
—¿Me permitirán preguntárselo?
—Sólo si es realmente importante. Y es posible que no respondan, claro —advirtió Rutilio—. Y por favor, recuerda que no será como interrogar a defraudadores de impuestos.
Algo que yo habría preferido. Dadme un mentiroso honesto, es preferible a uno de los llamados pilares de la vida pública, hipócrita y engañoso.
—Una cosa más, señor. El tiempo es vital. Necesito ayuda. Me gustaría que mi amigo y ex socio Petronio Longo colaborase conmigo.
—Ya sabía que lo pedirías —confesó Rutilio—, pero lo siento, es imposible. El emperador ha decidido que los vigiles no entren en contacto directo con la familia. Podemos ordenar a las tropas que registren la ciudad en busca de la niña, pero el viejo flamen es inflexible en cuanto a no permitir que los vigiles registren su casa.
Recuerda, Falco, que durante casi toda su vida Numentino ha estado obligado a no ver nunca a hombres armados o a presenciar cautiverios. Hasta su anillo tuvo que hacerse con un trozo de metal roto. A estas alturas, es incapaz de cambiar. La parafernalia del orden y de la ley todavía lo ultraja. Ésta es la situación: se niega a dejar entrar a los vigiles y tú has sido propuesto como alternativa aceptable.
—Tal vez no me acepte.
—Lo hará.
Qué mala suerte…
Primero, la casa.
Tenía un aspecto tan siniestro como cuando estuve allí por primera vez con Maya. Tenía la sensación de que la visita de ese día sería igualmente infructuosa. Al acercarme por segunda vez, sabiendo mucho más de la familia, contemplé aquella casa tan poco atractiva con una mayor sensación de desconfianza.
Cuando llegué, alguien se disponía a partir. Salía un palanquín con unas gruesas cortinas corridas. No era el de la imagen de la Medusa que los Laelios utilizaban. Tal vez era de alguien que había ido a interesarse por el problema. Fuera quien fuese, lo acompañaba su servicio de lavandería: detrás del palanquín iba un pequeño grupo de esclavos. Uno de ellos llevaba un gran cesto de ropa y los otros cargaban piezas de equipaje más pequeñas. Me contuve de preguntar quién era. Junto a la silla de manos caminaban unos muchachos de narices respingonas y aspecto desagradable. Prestaban tanta atención a que las medias puertas estuvieran bien cerradas y las oscuras cortinas corridas como a las posibles amenazas que pudieran salirles al paso. Algún marido que no quería que su esposa saliera a comprar demasiadas joyas, pensé bromeando.
Cuando se alejaron, me acerqué a la casa cabizbajo. La mirilla del portero estaba cerrada, por lo que me detuve de espaldas a la entrada como si esperase a que me abrieran. Los transeúntes pensarían que había llamado y aguardaba a que me hicieran pasar. En cambio, me dediqué a escuchar. En aquella casa había desaparecido una niña. Dentro, todo el mundo tenía que estar aterrorizado. Unos pasos en la puerta de la fachada harían que alguien saliera a investigar. Nada.
Tiré de la campanilla que colgaba de su soporte con tanta rigidez que tuve que retorcerla con una fuerza que me pareció descortés. Bueno, lo que ocurre es que soy un tipo delicado. Después de un silencio que se hizo eterno, contestó un portero pálido y delgado. No era el mismo hombre que nos había impedido la entrada a Maya y a mí. Le recomendé que engrasara el tirador de la campanilla.
—No con aceite de pescado. Se llenará todo de gatos. —Me miró fijamente—. Soy Didio Falco. Tu amo me está esperando.
Era un esclavo de ésos que sólo necesitan órdenes firmes. Hablando con jactancia y un acento refinado, cualquier ladrón habría entrado en la casa. Yo podría haber sido cualquier tramposo barato que quisiera vender a su amo una colección de vasijas griegas falsas, unos relojes robados o las maldiciones especiales de la semana, con la garantía de pudrir el hígado de un enemigo en cinco días o se le devolvía el dinero.
Me había puesto la toga de nuevo. Supongo que eso me ayudó. El portero no tenía conocimientos de sastrería; de lo contrario, habría visto que esa prenda había pertenecido al ejército del centurión más desacreditado y que aquella arrugada delicia de las polillas había pasado tanto tiempo colgada en una percha que había producido un gran roto en la lana, en el lugar en el que la prenda colgaba con tanta elegancia sobre mi hombro izquierdo.
Pensara lo que pensase de mí, se dispuso a llevarme ante el viejo. Ya estaba dentro e intuí que en la casa había mucho personal empleado. Tenía que haber un mayordomo o un ayuda de cámara, pero el portero no consultó con ningún superior si podía dejarme entrar. Mejor; de esa manera, yo ganaba tiempo.
Mientras seguía a mi guía, hice unas rápidas observaciones. Después de un rincón separado con cortinas donde se sentaba el portero de servicio, cruzamos un pequeño vestíbulo embaldosado en negro y gris y recorrimos un oscuro pasillo. Oí los ruidos matutinos normales en una casa grande: escobas y voces que daban instrucciones domésticas. No eran voces estentóreas, pero tampoco cuchicheos. No oí risas ni a cocineros bromistas ni a jóvenes traviesos. Ni perros, ni gatos ni pinzones enjaulados. La casa estaba limpia aunque no inmaculada. No había malos olores, pero tampoco aromas agradables. Ni cajas de sándalo, ni lirios blancos en macetas, ni agua de rosas para el baño. O la cocina estaba en otro lado o el almuerzo de aquel día tenía que ser un plato frío.
Primero, atravesamos el atrio. Era anticuado y a cielo abierto, con un pequeño estanque rectangular que, en esos momentos, estaba seco. Eso se debía (como primer signo de humanidad) a que los Laelios tenían albañiles en la casa. Tal vez era ahí donde Glauco y Cota se recluían cada vez que Helena los necesitaba. De ser así, allí tampoco se les veía, aunque podían haberlos mandado a casa por lo que había ocurrido con Gaya.
La zona adyacente al atrio tenía las paredes desnudas en espera de ser pintadas de nuevo y a un lado había un pequeño santuario en construcción, de ésos en los que las familias de linaje distinguido no sólo guardan sus lares sino también los horribles bustos de sus más destacados antepasados.
Me llevaron a una sala lateral. El portero me dejó allí sin ninguna ceremonia. Empecé a oler a incienso, algo inusual en una casa particular. El portero había olvidado mi nombre, por lo que tuve que presentarme yo mismo. Por fortuna, sabía hacerlo. Sabía incluso el nombre de la persona a la que me estaba dirigiendo. Tenía que tratarse del viejo Laelio. Podía estar jubilado pero estaba claro que le costaba acostumbrarse a ello. Todavía vestía con la túnica de su antiguo cargo, la gruesa toga de lana praetexta con el borde púrpura tejida, según el ritual, por las manos de su difunta esposa; y el ápex o ápice del casquete, un tocado cónico con orejeras, coronado con la rama de olivo y forrado con lana blanca.
Lo estudié rápidamente. Sesenta y muchos años, carnes delgadas, cuello arrugado, manos ligeramente temblorosas, barbilla altiva, nariz algo picuda y un ademán despectivo que se remontaba a cinco siglos de antepasados arrogantes. Lo había visto antes en algún lugar y probablemente lo reconocí por el papel que había desempeñado en pasadas fiestas de la diosa. Me sorprendió recordarlo porque, hasta que empecé a ocuparme de los gansos sagrados, solía quedarme en cama durante esos acontecimientos.
—Soy Marco Didio Falco, señor. Usted debe de ser Publio Laelio Numentino. —Me dirigió una dura mirada como para indicarme que había sido el flamen dialis tanto tiempo que le parecía un insulto que lo llamara por su nombre, pero, por más indulgentes que fueran con él los demás, yo me ceñí a las formas. Estaba retirado. En aquellos momentos, el verdadero flamen dialis era otro hombre. No podía quejarse, pues le había nombrado por sus tres nombres completos. También había dicho los tres míos, claro. A un determinado nivel, éramos iguales: una broma democrática.