—Fabio, eso ya lo he oído otras veces. Si hubieran funcionado todos los proyectos que para enriquecerse han salido de la mente de esta familia, seríamos una leyenda entre la comunidad bancaria del Foro. En lugar de eso, cada año baja un poco más nuestra economía… y nuestra reputación apesta.
—El problema contigo —replicó Fabio con su irritante gravedad de costumbre— es que nunca quieres arriesgarte.
Habría podido decirle que mi vida se basaba en el azar, pero me pareció una crueldad vanagloriarme de ello cuando la suya se asentaba en la incapacidad.
Siempre me gustaba visitar el campo aunque sólo fuera de excursión. Me recordaba por qué mi madre había estado tan dispuesta a largarse de allí, tanto que incluso mereció la pena casarse con mi padre. Aquello refrescaba mi opinión de las bondades de la vida en la ciudad.
Y siempre volvía a casa como un romano cabal: ufano de mi superioridad.
El día anterior a las nonas de junio era la fiesta de Hércules, el Gran Custodio. Pese a todo, un día laborable.
Al principio, dio la impresión de que Laelio Escauro no aparecería. Es una jugada habitual en el mundo de los informantes. Yo había pasado la mitad de la vida esperando a tardones que no hacían el menor esfuerzo por llegar a tiempo a las citas.
Más adelante, las burlas de Helena vinieron a aumentar el fastidio de la espera.
—¡Meldina te engañó! Resultaba tan deseable… y te sonreía como si fuera a romper las costuras de la túnica. Era imposible que estuviera mintiendo, ¿verdad?
Le seguí la corriente:
—Parece que está tan ocupada en ser una diosa de la fecundidad que no tiene tiempo para trasmitir simples mensajes.
—O tal vez Escauro sigue retenido en Roma —concedió Helena.
—Pues yo supongo que ya está de vuelta, pero me considera un forastero entrometido. Es un rasgo de familia —dije.
—Y es cierto, por supuesto.
Después de ver tanto a su pálida esposa como a su despampanante amiga, tuve la certeza de que Escauro acortaría las visitas a la ciudad cuanto le fuera posible. En su situación, había mejores placeres en la casa de campo, pero eso me lo guardé para mí. No soy tonto.
Me demoré un rato más, hablando con Febe de si podría acoger a uno de mis pequeños sobrinos; uno de ellos, hijo de Gala, necesitaba ser apartado de Roma antes de que la vida callejera lo llevara a la ruina. Mi madre se instaló en el carro, dispuesta para la partida, apretó los labios y declaró que Gala no accedería nunca a que Gayo dejara la casa, aunque fuera para su bien. En eso mi madre tenía razón. Yo ya había alejado de la ciudad al hermano mayor del chiquillo, Lario, y lo había dejado disfrutando de una vida de artista en la bahía de Nápoles, de forma que mi hermana ya me consideraba a esas alturas una especie de ladrón de niños. Por alguna razón, la tía abuela Febe tenía fe en mis capacidades y prometió hacer los preparativos para recibir a Gayo de inmediato. Gayo era un bicho revoltoso, pero yo también tenía fe en ella. Si había forma de salvar a Gayo, ella lo haría.
Ya estaba recogiendo ansarinos cuando Fabio se presentó como por casualidad.
—Escucha, Marco, he tenido una idea…
Conseguí contener mi irritación.
—Tenemos que irnos ahora mismo —metió baza mi madre, elevando la voz. Llevaba setenta años tratando de conseguir que su hermano Fabio se centrara. En cualquier caso, había cargado el carro de verduras y quería llevarlas a Roma mientras aún estuvieran frescas. (O sea, que tenía que marcharse antes de que Febe se diera cuenta de cuántas ristras de ajos y cuántas cestas de espárragos tiernos había decidido quedarse mi madre como regalo de sus afectuosos parientes.)
—No, escucha, ahora que tienes la responsabilidad de las aves sagradas, quizá podamos idear algo… —sugirió Fabio con aire peligrosamente interesado.
—No quiero parecer rimbombante, pero es inconcebible que se vaya a encerrar en esas jaulas tuyas a las aves destinadas a los augurios para engordarlas, tío Fabio. De lo que se trata, precisamente, es de darles libertad de movimientos para que puedan expresar la voluntad de los dioses sin intervenciones ajenas.
—Eso ya lo sé, Marco —replicó mi tío con gravedad—. Estaba pensando en suministrarte nuevas aves de vez en cuando.
—Lo siento. Nos suministramos de ellas mismas. Incubamos los huevos.
—¿Cómo, en la ciudad…?
—Las ciudades son semilleros de la naturaleza, Fabio. Junto a cada fuente pública de las calles hay un erudito que toma nota de las especies que ha visto copular durante la jornada y de cada nidada que ha visto eclosionar.
La metáfora y la sátira eran rotundamente inútiles con Fabio.
—Vale, sólo era una idea.
—Gracias.
Hice esfuerzos por dirigirle una sonrisa. La actitud amistosa era una estupidez, pero me engañé a mí mismo diciéndome que había conseguido librarme de él. No tuve esa suerte.
—¿Y qué me dices del guano de los gansos sagrados? —preguntó con más interés si cabía—. ¿Sabías que los excrementos de esas aves son sumamente aptos para abonar los campos? El elemento sagrado sería un buen reclamo. ¿Has pensado en venderlo para abono?
Toda una panorámica de argucias y subcontratos peligrosamente corruptos se había abierto ante mí con mi nuevo rango. Ser respetable podía resultar una labor muy ardua si prestaba atención a todas las posibilidades que, para sacar tajada bajo cuerda, la gente ponía voluntariamente a mi alcance. Con un rechinar de dientes salté al pescante del carro.
Y ya cruzábamos la verja que daba al camino cuando, mientras yo fustigaba con la vara a la mula, nos topamos de frente con un hombre montado en un burro que resultó ser el ausente Escauro.
Tuve la corazonada de que era él. Como había calculado, frisaba en los treinta y tantos años aunque tenía los modales de una persona mayor. Su aspecto, tan abatido y apagado como el de su esposa, resultaba deprimente. Aunque ahora vivía en el campo, parecía empequeñecido por la estancia en cautividad, siempre bajo techo. Era enjuto y tenía la frente despejada y los hombros hundidos en actitud abatida. También era esa clase de actitud del hombre apocado que me ponía furioso en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Tú eres Laelio Escauro!
Cuando conseguí detener a la mula, vi su cara de sorpresa ante el hecho de que lo conociera.
—¿Y tú eres Falco?
El aire de la Campania debía de tener algo que hacía que cualquier cordero lanudo de la región tendiese a reafirmar obviedades. Esta vez, me pilló por sorpresa y tuve que conversar con él junto a la verja de la casa de campo, ante la atenta mirada de mi madre, de la niña, de
Nux
y de Helena. Escauro no se bajó del burro. Yo no dejé el pescante del carro.
—Sí, soy Falco. Gracias por venir; sé que has perdido dos días viajando hasta aquí y…
—Bah, eso no importa.
Detesto a la gente que se deja tranquilizar, sobre todo por mí. Sin embargo, me negué a sentirme culpable.
—Mira, no voy a retrasarte mucho…
Desde luego que no, con los ojos color miel de mi madre taladrándome con una expresión que decía que ya la había hecho esperar demasiado rato después de recibir la promesa de que sería devuelta a casa antes de que los puerros se ajasen.
Por fin, para alivio mío, Escauro desmontó lentamente del burro. Así pues, yo también salté del carro y los dos nos apartamos unos pasos del resto del grupo.
—Tú eres el padre de Gaya Laelia, ¿verdad? —Era demasiado esperar que aquel tipo envarado replicara con la vieja broma de «eso es lo que dice mi mujer»—. No sé si has conseguido ver a tu hija estos días que has estado en Roma…
—He visto a toda la familia —me contestó con voz grave. Como hijo que se ha fugado de casa, resultaba tan emocionante como un cuenco de salsa fría.
Decidí no andarme con chiquitas:
—He oído que tu tía mandó buscarte. ¿Te importaría decirme por qué te ha llamado?
Escauro, nervioso, levantó la mirada al cielo.
—No, no encuentro razón para negarme… —Aposté a que su padre la habría encontrado—. Mi tía, que es viuda, desea nombrarme su tutor. Soy el único pariente varón vivo de Terencia Paula.
En cuanto a recogida de información, una tarea larga y tediosa en condiciones normales, aquel asunto iba muy rápido. Apenas había pasado un día desde que nos enteramos de que, ya retirada, Terencia Paula se había casado. Veinticuatro horas más tarde, ya sabíamos que su marido había fallecido. Resultaba divertido pensar que el pobre hombre había tenido un ataque debido a la excitación de la noche de bodas con una vestal, pero lo más probable es que, a sus noventa y tres años, el pichón hubiera fallecido de muerte natural. En cualquier caso, yo tenía la delicadeza suficiente como para no preguntar a Escauro.
Así que Terencia, ahora, quería que el hijo de su difunta hermana la representara legalmente. En mi familia, las tías solitarias dirigían sus propios asuntos y lo hacían con mano de hierro. Mi tía Marciana movía las cuentas de los alambres de su ábaco con una habilidad que muchos cambistas envidiarían. Sin embargo, la ley declaraba a las mujeres incapacitadas para tomar decisiones salvo las relativas a los colores de la lana de sus telares. Así, legalmente, sobre todo si se trataba de propiedades, una mujer debía tener un pariente o amigo varón que se hiciera cargo de ellas. De esto quedaba exenta toda mujer que hubiera tenido tres hijos (lo cual era muy justo, decía la mayoría de las madres que conocía). Presumiblemente, por su condición de ex vestal, la tía de Laelio Escauro no tenía hijos. Sin embargo, una vez más, especular abiertamente parecía una falta de delicadeza.
—No pareces demasiado feliz —comenté.
Escauro, ceñudo, daba la impresión de no estar muy contento con mi interrogatorio.
—No me atrevo a hacerlo. Yo mismo no he estado nunca emancipado del control patriarcal de mi padre.
Yo ya sabía que su familia estaba dividida por las disputas; ahora, la petición de la tía añadía otro elemento perturbador.
—Tu padre es un ex flamen dialis y desea atenerse a las antiguas tradiciones. ¿No cambiará de idea?
—No, jamás.
—¿No podría ocuparse él de tu tía, en lugar de hacerlo tú? El tutor no tiene que ser necesariamente un pariente de sangre.
—Se odian —explicó Escauro, con la mayor naturalidad.
—¿Tampoco hay ningún liberto amigo al que pueda acudir?
—Eso sería poco apropiado —dijo él.
Probablemente, pensé, porque la mujer había sido una vestal. Otras mujeres eran menos remilgadas respecto a los ex esclavos. Un liberto tenía una deuda para con su patrona que podía significar mucho más, para ser francos, que el afecto que sentía un pariente. A veces, el liberto y su patrona eran amantes aunque, por supuesto, no podría sugerir tal cosa en una vestal.
—Entonces, ¿cómo has resuelto el asunto, Escauro?
El hombre titubeó. Quizá pensaba que no era asunto mío.
—Mi tía insistirá en el tema. Debo volver a Roma en el plazo de doce días…
—¿Doce días?
—Es la próxima jornada hábil para cuestiones legales. —Debería haberlo recordado, después de la urgencia que se había dado mi padre para resolver lo de mi hermana Maya. Sin embargo, lo que Laelio Escauro estaba planeando con la connivencia de su tía resultó mucho más asombroso que nuestro simple intento de adquirir un negocio—. Presentaremos una petición al pretor para que me nombre sui juris, es decir, libre para gestionar mis propios asuntos. Si la gestión no resulta, recurriremos al emperador.
—¡Vas muy deprisa! —dije con un silbido de admiración—. Tu tía parece más que capacitada si ha ideado todo esto. —No vi muy convencido a Escauro. A mí me gustaba bastante la idea—: Plantear que necesita un consejero varón es legítimo, razonable y modesto. Si el tema llega hasta el emperador, éste tendrá presentes los intereses de tu tía puesto que, como pontífice máximo, las vestales están bajo su responsabilidad directa y debe tratar con profundo respeto a las ya retiradas. Y además, en su calidad de pontífice, también supera en rango a tu padre. —Sólo se me ocurría un posible riesgo—: Supongo que el emperador no decidirá nombrarse tutor de tu tía él mismo, ¿verdad?
Tal decisión se consideraría pertinente, aunque no ayudaría a Laelio Escauro a escapar del control de su padre… y podía significar que la tía tomara un tutor que esperaba ser también su heredero. Muchos lo hacían. Y Vespasiano era famoso por apropiarse de todo con suma habilidad.
Escauro hizo como si le estuviera dando prisas.
—Si es así, ¿qué le vamos a hacer? —Un toque humorístico le impulsó a seguir—: El emperador puede notar que mi tía es poca cosa.
—Las ex vestales tienden a ser activas y enérgicas, es cierto —asentí. Escauro volvía a mostrar una mueca de inquietud. Hablar con él era como intentar limpiar una mesa embadurnada de aceite frito. Cada vez que pensaba que estaba avanzando, la superficie se secaba y dejaba a la vista la misma vieja pátina—. Supongo que a ti no te asusta… —dije, aunque parecía lo contrario—. Eres un hombre adulto y llevar los asuntos y propiedades de la dama no puede significar tanto trabajo ni tantas preocupaciones.
—Mi tía tiene un genio endiablado —respondió Escauro. Supuse que la mujer se burlaba de él, de algún modo. Sin embargo, así solía suceder cuando una mujer patricia designaba como tutor a algún pobre desgraciado que, a continuación, tenía la obligación de contentarla.
—Ánimo. Terencia Paula debe de tenerte en gran consideración. Escucha, espero que no te importe si te lo pregunto, pero si continúas bajo el control legal de tu padre no podrás tener propiedades. ¿Significa eso que la finca que ocupáis la deliciosa Meldina y tú es propiedad de otra persona?
—Sí. De mi tía.
Esta confirmación no me sorprendió. Todo aquello empezaba a cobrar forma. Para cualquier juez, la ex virgen y el ex flamen estaban enzarzados en una acalorada disputa y utilizaban al pobre Escauro a modo de arma arrojadiza. El hombre era un guiñapo entre dos personas de carácter tremendamente fuerte.
Qué terrible familia. Hacía que la mía pareciese absolutamente normal.
Recordé que se suponía que estaba actuando en interés de una niña. Ya estaba seguro de que la pequeña Gaya también estaba siendo utilizada por sus padres, Escauro y Cecilia, en su pugna por malograr los planes al viejo. ¿Y dónde encajaba la tía en todo esto?
—Supongo que Terencia Paula debe de estar encantada de que tu hija vaya a seguir, si así lo disponen los Hados, su carrera en la casa de las vestales…