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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (19 page)

BOOK: Una virgen de más
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—Tu hija le hizo una extraña propuesta a mi hermano —interrumpió Maya bruscamente—. Eres su madre. ¿Qué opinas de que viniera a decirnos que alguien quiere matarla?

—A mí también me lo dijo…, pero le repliqué que no dijera bobadas —Cecilia se dirigió a Maya—: Gaya Laelia tiene seis años. Cuando supe que había acudido a tu hermano, me quedé horrorizada…

Por fin, Maya se acordó de presentarme.

—Pues mi hermano es éste.

Dirigí un cortés saludo a la madre de Gaya.

Cecilia Paeta ponía cara de asustada. Bien, los informantes tenemos mala reputación. Quizás esperaba encontrarse con un réprobo político de aspecto malévolo. La visión de un tipo normal, bastante atractivo, con manchas de salsa de pescado en el borde de la túnica, sometido a la experta autoridad de su hermana menor, debía de tener confundida a la mujer. A menudo también me confundía a mí.

—Gaya tiene demasiada imaginación. No sucede nada raro —se apresuró a confesar Cecilia.

—Eso nos han dicho. —Le dirigí una sonrisa viperina—. El flamen pomonalis insistió en ello ante mi esposa, como un cuñado leal y bien adiestrado. Ahora lo dices tú también. Para asegurarme absolutamente, me gustaría volver a preguntárselo a la propia Gaya, aunque el pomonalis se ocupó muy bien de informarnos de que la niña es muy querida y que no corre ningún peligro. Así pues, imagino que esa idea alguien se la habrá metido a Gaya en la cabeza.

Cecilia ni parpadeó. La gente que vive bajo el terror al tirano no pestañea cuando la amenazan; ha aprendido a evitar irritar a su opresor.

—¿Hay alguna posibilidad de que hable con Gaya? —insistí, sin muchas esperanzas de alcanzarlo.

—Oh, no. Rotundamente, no. —Consciente de que sus palabras transmitían un exceso de celo, Cecilia intentó dulcificarlas—: Gaya sabe que lo que te contó eran tonterías absurdas.

—Bien, tú eres su madre —repitió Maya, condescendiente, como una madre que criticara la postura de otra. Con todo, incluso mi impulsiva hermana sabía ser justa—. Lo cierto es que, cuando habló del asunto con mi hija Cloelia, Gaya parecía entusiasmada con la idea de convertirse en vestal.

—¡Y lo está, desde luego! —exclamó Cecilia, casi suplicándonos que la creyéramos—. No somos monstruos; tan pronto como me di cuenta de que había algo que la hacía desgraciada, dispuse que tuviese una larga charla con Constanza sobre lo que sería su vida en la casa de las vestales…

—¿Constanza? —repetí.

—La vestal que todos conocimos en palacio —me recordó Maya, un tanto resabiada.

—Exacto. ¿Constanza es la oficial de enlace con las nuevas reclutas?

—Se asegura de que las aspirantes escuchen las mentiras adecuadas —replicó Maya con profundo cinismo—. Insiste en la fama y el respeto que reciben las vírgenes vestales y olvida mencionar los inconvenientes, como el de vivir durante treinta años con otras cinco mujeres privadas de sexo que, muy probablemente, la odian a una y la fastidian sin descanso.

—¡Maya Favonia! —protestó Cecilia, verdaderamente asombrada.

—Lo siento —Maya hizo una mueca.

Hubo un silencio. Vi a Maya tensa todavía y como frustrada por no poder escapar a la carrera para tratar con nuestro padre. Cecilia Paeta no parecía muy segura de si continuar o dar por terminada la entrevista.

—¿De quién fue la idea de inscribir a Gaya en el sorteo de las vírgenes? —pregunté y pensé en lo sucedido a la familia de mi hermana.

—Mía.

La respuesta me sorprendió.

—¿Y qué piensa su padre?

Cecilia levantó ligeramente la barbilla antes de responder:

—Escauro se mostró encantado cuando le escribí y le planteé la cuestión. —Probablemente puse una expresión de desconcierto ante su modo de expresarse. Ella añadió calmosamente—: No vive con nosotras.

El divorcio es bastante corriente, pero un lugar en el que no había esperado que se produjera era en una casa donde todos los varones estaban destinados a servir como flámines y cuyo matrimonio había de durar de por vida.

—¿Y dónde vive, pues? —inquirí. Conseguí dar un tono neutro a mis palabras. Escauro debía de ser el nombre del padre de Gaya; era el primer indicio de que existía, de que tenía entidad propia, y me pregunté si aquello significaría algo.

—En el campo. —Cecilia Paeta mencionó un lugar que, casualmente, yo conocía; estaba a una hora de marcha desde la casa de campo que tenían mis tíos maternos. Maya me dirigió una mirada, pero la evité.

—¿Estáis divorciados?

—No. —Cecilia no alzó la voz. Tuve la sensación de que rara vez hablaba de aquel tema con extraños. El ex flamen dialis se sentiría ultrajado si lo hiciese—. Mi suegro se opone rotundamente a ello.

—Tu marido, su hijo, ¿es miembro de la clase sacerdotal?

—No. —Cecilia Paeta bajó la mirada—. No, nunca lo ha sido. Yo siempre supuse que seguiría las tradiciones familiares; de hecho, así lo prometió en la época en que nos casamos. Pero Laelio Escauro prefirió un tipo de vida distinto.

—La ruptura con la tradición imagino que debió de causar un gran desasosiego familiar…

Cecilia no hizo ningún comentario directo, pero su expresión lo decía todo.

—Nunca es demasiado tarde. Siempre quedaba la esperanza de que, si sólo estábamos separados, algo pudiera rescatarse del naufragio. Y ese algo, por supuesto, sería Gaya. Mi suegro proponía que fuera desposada según la costumbre antigua con alguien que ingresara en el colegio de flámines; esperaba que más adelante, algún día, llegara incluso a convertirse en la flaminia, como su abuela…

Dejó la frase en el aire.

—¡Pero si la hacen virgen vestal, no podrá…! —intervino Maya como exponiendo la contradicción. Cecilia Paeta levantó la cabeza. Maya bajó la voz, susurrando como en una conspiración—. ¡Tú lo has desafiado! ¡Has inscrito a Gaya en el sorteo deliberadamente para fastidiarle los planes a tu suegro!

—Jamás desafiaría al flamen —replicó la madre de Gaya en un tono mucho más suave. Se dio cuenta de que nos había dado más información de la que quería, y se dispuso a desaparecer—. Mi familia pasa una época difícil. Por favor, compadecednos y dejadnos en paz.

Se encaminó hacia la puerta.

—Nuestras disculpas —se limitó a decir Maya. Habría podido protestar, pero aún quería seguir con la misión que se había impuesto a sí misma. Así pues, se aferró al comentario de Cecilia de que pasaban una época difícil—. Naturalmente, lamentamos vuestra pérdida.

Con los ojos desorbitados, Cecilia Paeta se volvió a mirarla. Una reacción muy extrema, aunque el dolor puede hacer hipersensible a una persona cuando menos te lo esperas.

—Tu familia asistía a un funeral cuando Maya fue a visitarte —le recordé sutilmente—. ¿Era un pariente cercano?

—¡Oh, no! Era un pariente político, eso es todo…

Cecilia recuperó el aplomo, inclinó la cabeza en un gesto ceremonioso y se encaminó al palanquín.

Incluso Maya consiguió esperar a que la mujer se hubiera marchado antes de gritarme:

—¿Qué sucede? ¡Qué familia tan picajosa!

—Todas las familias lo son —respondí con voz angelical.

—¡No lo dirás por la nuestra! —replicó mi hermana con tono burlón… y salió corriendo para lanzarse a una discusión con nuestro padre.

Yo fui a ver a mi madre como un hijo sumiso.

Hacía mucho tiempo que llevaba a mi madre a la Campania a visitar a la tía abuela Febe y a mis increíbles tíos, el taciturno Fabio y el pensativo Junio…, aunque seguramente a éste no le veríamos, pues había desaparecido sin dejar rastro y se suponía que no debíamos hablar siquiera. Sería fácil dejar a mi madre en la propiedad familiar para que se dedicara un buen rato al chismorreo y, acto seguido, buscar algo inocente en que ocuparme.

Por ejemplo, podía desplazarme unas cuantas millas hasta el lugar que había mencionado Cecilia Paeta y entrevistar al huido y exiliado padre de la pequeña (supuestamente imaginativa en exceso) Gaya Laelia.

XX

—Helena Justina, un hombre que te quiere con ardor se ofrece a llevarte traqueteando durante horas en un caluroso carruaje abierto y de paso sobarte en un campo de coles.

—¿Cómo podría resistirme a esa proposición?

—Seguro que puedes dejar solos a Glauco y a Cota aunque sólo sea un día.

Helena no hizo el menor asomo de haberme oído mencionar esos nombres.

—¿Me necesitas, pues?

—Sí. Tengo que enganchar la mula y ya sabes cuánto me disgusta eso. También solicito tu sensata presencia para mantener a raya a mi madre. En cualquier caso, si no te llevo conmigo, la tía abuela Febe dará por sentado que me has abandonado.

—Pero ¿por qué iba nadie a pensar tal cosa? —Helena sabía negarlo de una manera que me resultaba ligeramente preocupante.

—Por cierto, querida, mi padre ha enviado un mensaje con su habitual estilo retorcido. Cree que deberías saber que, según ha oído, Glauco y Cota no son los mismos que eran cuando él los recomendó.

Como quien no quiere la cosa, Helena se volvió y alzó la mirada de la cazuela que llevaba un rato restregando con arena y vinagre. En sus ojos había una llamarada de cólera. Con un siseo angustioso, murmuró entre dientes:

—Realmente, no necesito que nadie me diga cómo son Glauco y Cota. ¡Y si oigo que alguien más menciona a ese par de sinvergüenzas, me pondré a chillar!

Lo decía totalmente en serio. Por fin, el cuadro tenía al menos un esbozo a carboncillo. Mi padre la había cargado con un par de sus ayudantes favoritos; aquellos chicos tenían que ser mediadores en el negocio de la construcción. Sonreí y guardé silencio.

Faltaban tres días para las nonas de junio, festividad de Bellona, la diosa de la Guerra, una divinidad a la que convenía respetar, por supuesto, pero que no tenía ninguna vinculación directa con las aves sagradas, según tenía yo entendido. Era otra jornada libre para votaciones, de modo que resultaba conveniente alejarse del Foro antes de que a alguien le diera por escogerme para hacer de jurado.

Nos dimos prisa por llegar al desorganizado huerto de la casa de mis parientes donde, como de costumbre, los puerros y las alcachofas luchaban por su cuenta mientras mis tíos se ocupaban de llevar una existencia emocionalmente intensa. Mis parientes eran hombres de grandes pasiones, si bien sus personalidades eran absolutamente mediocres. Me quedé el tiempo suficiente como para enterarme de que al tío Junio, el muy estúpido, se le había roto el corazón por un condenado lío con la coqueta esposa de un vecino y, tras una terrible escena acaecida en medio de un campo de coles después de haber fracasado en su intento de colgarse de una viga del cuarto de los aperos de labranza y los arreos para los animales de tiro porque la madera estaba carcomida (la tía abuela Febe había insistido numerosas veces en que la reparase), abandonó la casa en un ataque de rabia ante la inoportuna aparición, durante una violenta tormenta, de su hermano Fabio, quien se había marchado de casa en otro arrebato de ira debido, creo, a una crisis existencial (aunque, dado que lo que hacía era, ante todo, causar problemas en la vida de los que le rodeaban y a continuación pegarse a ellos con continuas disculpas, su enfado debía de estar estimulado por todos los demás). Todo, pues, normal y como de costumbre. Los dos hermanos mantenían una rivalidad de por vida, una rivalidad tan vieja que ninguno de los dos podía recordar a qué detalle en concreto se debía, pero en la que ambos se sentían cómodos. Hacía años que no veía a Fabio, pero constaté que no había mejorado un ápice.

Mi madre cogió a Julia de nuestros brazos y se dispuso a chismorrear con Febe sobre los jóvenes y sus problemas.
Nux
se vino conmigo. Desde el episodio en el Capitolio en que la capturaron los acólitos sacerdotales cuando iban en busca de perros que crucificar,
Nux
se mostraba inquieta y muy apegada a mí. Además, una sucesión de canes de aspecto desagradable habían ocupado nuestro porche recientemente, lo cual apuntaba a que la perra estaba en celo. Esto contribuía también a hacer más inestable su conducta. Me sentí molesto; hacer de comadrona de mi propia hija ya había sido una experiencia suficientemente perturbadora; no estaba dispuesto a pasar por ese trance otra vez, y menos por una camada de cachorros.

Helena sabía que estaba comprobando la historia de la familia Laelia, de modo que, tan pronto como dejamos a mi madre, se vino conmigo.

Era una calurosa mañana de junio y avanzábamos en el carro, tirado por una mula lo bastante cansina como para obedecer mis órdenes. Noté la rodilla de Helena contra la mía y su hombro, ligeramente cubierto, rozándome el brazo. Sólo el hocico húmedo de
Nux
, que pugnaba por meterse entre los dos desde la parte trasera del carro, estropeaba lo que habría podido ser un idilio.

—Bien, aquí estamos, viajando apaciblemente —murmuró mi amada—. Es tu oportunidad para convencerme de que te cuente mi secreto…

—No se me ocurriría ni soñando.

—Espero que lo intentes.

—Si necesitas compartir tus problemas, sé sincera y dilo de una vez.

—¿Y si lo que quiero en realidad es que me sonsaques la historia a base de interrogarme?

—¡Paparruchas! Tú eres mucho más seria que todo eso —proclamé, convencido—. Te quiero porque tú y yo no tenemos que rebajarnos nunca a tales juegos.

—Didio Falco, eres un cerdo asqueroso.

Le dediqué una sonrisa de cariño. Hiciera lo que hiciese, confiaba en ella. De una parte, si de veras se hubiera propuesto engañarme, yo no habría tenido modo de enterarme de que estuviera sucediendo algo; Helena Justina era demasiado lista.

Tenía mi trabajo, sí. Una ocupación solitaria, generalmente. Helena colaboraba cuando parecía conveniente (y a veces, cuando el trabajo se hacía peligroso me aterraba la idea de que estuviera involucrada), pero merecía un estímulo por mi parte. Aunque nuestras vidas estuvieran separadas, yo siempre aprovechaba la mínima ocasión que se presentara para alejarla de sus preocupaciones y llevármela aparte, de forma que pudiéramos perdernos…

Una parte de nuestro primer cortejo se había producido en el campo. Me pareció un toque nostálgico rodar con ella por el suelo sin darnos cuenta de que tupidas y duras matas de vegetación se nos clavaban en la espalda.

Con todo, la nostalgia es un plato para jóvenes.

—¡Oh, por Júpiter!, espero que tengamos una buena cama en casa. La diversión es la diversión, pero ya somos demasiado mayores…

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