Una virgen de más (17 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Una virgen de más
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Maya levantó las cejas.

—El flamen dialis tiene prohibido ver un cadáver, pero puede acudir a los funerales —susurré, demostrando mis conocimientos arcanos, mientras permanecíamos en el umbral de la vivienda, nerviosos como vendedores de chucherías de poco fiar que estuvieran a punto de ser mandados con viento fresco—. Es una suerte que no esté. No le habría gustado oír que has hecho amistad con Cecilia.

—Ni le gustaría enterarse de que hoy hemos estado aquí —intervino Maya, sin el menor esfuerzo por mantener la voz baja—. Supongo que a Cecilia le echará un buen sermón por mezclarse con malas compañías, por alentar visitas indeseables y por permitir que la queridísima y especialísima chiquilla tenga relaciones con cualquier gente.

—Pues esa Cecilia parece buena persona, después de todo.

—No lo creas, Marco —Maya soltó una risa nerviosa—. Pero el flamen no sabrá que es cosa de Cecilia el que yo haya acudido a buscarla.

—¿Me estás diciendo que la maltrata?

—No, no. Supongo que, para el flamen, su mundo es ley y sus opiniones son las únicas que está permitido expresar.

—Eso me recuerda a nuestra casa cuando padre vivía allí —dije en son de broma. Maya y yo guardamos silencio y evocamos brevemente nuestra infancia—. De modo que el flamen, probablemente, será rudo, dominante y poco amistoso; pero ¿hemos de creer que quiere muerta a Gaya, su preciosa pequeña?

—Si aparece, se lo preguntaré.

—¿Que harás qué?

—No tenemos nada que perder —dijo Maya—. Le diré que deseo preguntarle a Cecilia Paeta, de madre a madre, cuál es el motivo de que su dulce pequeña, la nueva querida amiguita de mi hija, sea tan infeliz y haya tomado una decisión tan curiosa como la de acudir a mi hermano, el informante, con tan ridícula historia.

Después de todo esto, al fin y al cabo, fue una suerte que el portero regresara para confirmar que no había nadie en casa que pudiera hablar con nosotros. En esta ocasión lo acompañaban un par de refuerzos. Era evidente que tenían la intención de convencernos de que nos marchásemos pacíficamente. Me gustaría decir que eso hicimos, pero allí estaba Maya, haciéndose de rogar e insistiendo en dejar un mensaje a Cecilia Paeta en que le comunicaba que había pasado a visitarla.

Mientras mi hermana seguía acosando al portero, apareció una mujer en el atrio, bastante oscuro, que apenas alcanzábamos a divisar detrás del criado. La recién llegada parecía tener la edad adecuada para ser la madre de Gaya, de modo que pregunté a mi hermana:

—¿Ésa es tu amiga?

Cuando Maya se volvió a mirar y negó con un movimiento de cabeza, la joven ya estaba rodeada por un grupo de mujeres que debían de ser sus ayudantes; al unísono, todas ellas desaparecieron de la vista otra vez. Parecía una extraña escena coreográfica, como si las doncellas hubieran arrastrado con ellas a su señora y ésta hubiera accedido a que se la llevaran.

—¿Quién es? —preguntó Maya abiertamente. El portero, sin embargo, se mostró indeciso y fingió no haber visto a nadie…

Cuando nos marchamos, aquella extraña visión quedó grabada en mi recuerdo. La mujer tenía un aire de ser miembro de la familia, no una esclava. Había caminado hacia nosotros como si tuviera derecho a acercarse y hablarnos, pero daba la impresión de que permitía que las doncellas la convencieran de no hacerlo. Bien, probablemente estaba dándole demasiadas vueltas al asunto.

Maya me permitió acompañarla de regreso a casa y recoger a Julia. Cuando dejamos la vivienda de mi hermana, en la calle un grupo de chiquillas jugaban a ser las vírgenes vestales. Aquéllas no eran niñas malcriadas procedentes de una impecable residencia patricia. Las alborotadoras muchachitas del Aventino no sólo tenían una jarra de agua robada que sostenían sobre la cabeza, sino que habían conseguido unas brasas y habían encendido un fuego sagrado en su pequeño hogar sagrado. Por desgracia, habían decidido recrear el templo de Vesta muy cerca de una casa que lucía unos balcones de madera muy atractivos, algunos de los cuales estaban en llamas en aquel momento. Como el fuego no estaba en el lado de la calle donde se encontraba Maya, continué caminando como si tal cosa. No me gusta meter en problemas a unas chiquillas. Y, en cualquier caso, el grupito me había mirado como si estuviera dispuesto a machacarme la cabeza si intervenía de algún modo. Al doblar la esquina, pasé junto a un grupo de vigiles que olfateaba el aire para localizar el origen del humo. Imaginé que habían tenido que soportar a un buen montón de pequeñas pirómanas desde que se había anunciado el sorteo de las vestales. Cuanto antes extrajera un nombre el pontífice máximo, mejor para todos.

XVII

La plaza de la Fuente estaba tranquila cuando Julia y yo regresamos a casa. Después del almuerzo, los borrachos que ya no se tenían en pie se habían dejado caer en la acera de la calle, a la sombra húmeda y desagradable, entre hojas resecas de col. Los tontos del otro lado, cuando despertaran, tendrían la frente, la nariz y las rodillas quemadas por el sol. Un gato maulló, pero se mantuvo a prudente distancia de mis botas. Unas palomas desgarbadas picoteaban lo que los indigentes les habían dejado del pan chamuscado que Casio, el panadero de la zona, les había repartido al cerrar su establecimiento hasta el día siguiente. Las moscas habían encontrado medio melón al que atormentar.

A la puerta de la barbería había unos taburetes vacíos. Una ligera columna de humo negro colgaba sobre un extremo de la calle y la llenaba de un olor pestilente a aceite quemado. Unos humos con olor a azufre se alzaban de la trastienda de la lavandería. Pensé en ir a ver cómo estaban los ansarinos, instalados ahora en el patio de la lavandería, pero Julia y yo estábamos cansados después de medio día sin hacer nada en particular. Mis vecinos estaban disfrutando de su siesta habitual, que para la mayoría de aquellos holgazanes se prolongaba todo el día. Así pues, el hombre que caminaba por la calle delante de nosotros paseaba solo. Lo había visto salir de la funeraria, repitiendo una dirección. No se me ocurre por qué le pediría información a los funerarios, dado el número de mausoleos familiares que terminan conteniendo urnas con las cenizas de otro por culpa de esos incompetentes.

El tipo que me precedía tenía una estatura media, largas patillas, brazos hirsutos y andares enérgicos; vestía una túnica oscura y calzaba unas botas bastante despellejadas, hasta las pantorrillas. Comprobó el candado de la cestería como si se propusiera entrar y, a continuación, subió a todo correr los peldaños hasta el apartamento de la primera planta donde yo vivía.

Quisiera lo que quisiese, no me sentía de humor para tratar con desconocidos y me detuve a charlar con Lenia. La mujer estaba a la puerta de su local, en la parte de la calle de la que se había apropiado para secar la ropa; la colada matutina se enredaba en varias cuerdas, agitada por una suave brisa, y Lenia, con expresión irritada y sin muchas energías, procedía a dar la vuelta a las prendas más mojadas. Cuando me vio, dejó de inmediato lo que estaba haciendo.

—¡Por los dioses, el último día de mayo y ya no se puede uno mover de calor!

—Dime, Lenia; hace un rato ha subido a nuestra casa un mendigo y no dejo de preguntarme si será alguien que quiere molestarme.

—¿Ha sido ahora mismo? —me interrumpió Lenia—. Porque antes ya vino buscándote otro indigente.

—¡Ah! Bien, por mí pueden molestarse lo que quieran que yo voy a descansar un rato aquí abajo.

Apoyé la espalda en el pórtico. Lenia cogió a Julia por ambas manos y ensayó unos pasos con ella para ver si andaba. Julia agarró una toga que todavía chorreaba con unas manos que eran más gruesas y grandes de lo que yo había advertido.

Oímos un grito procedente del piso.

—¿Quién era tu mendigo? —pregunté a Lenia sin alterarme.

—Un tipo joven con una trama púrpura en la túnica. ¿Y el tuyo?

—Ni idea.

—El mío dijo que te conocía, Falco.

—¿Tiene el aspecto de que el desayuno le sienta mal cada mañana?

—A juzgar por lo que dices, ése es el cara de asco, querido.

—El hermano de Helena. Ése nos trae sin cuidado. Parece que el hombre al que seguí hasta su casa está de acuerdo. —Los gritos continuaron—. Helena no está arriba, que tú sepas, ¿verdad, Lenia?

—Lo dudo. Me pidió prestada una de las bañeras. Piensa meterse en ella tan pronto llegue a casa.

—¿Sabes dónde fue con la bañera? —insistí. Lenia se echó a reír. Del otro lado de la calle llegaron más gritos. Tal vez habría cambiado de idea y habría intervenido, pero oí que otro se ofrecía a ayudar en el trabajo duro de la lavandería y me escondí tras una sábana mojada. Era mi padre. Tan pronto oyó alboroto, echó escaleras arriba para ver dónde estaba la diversión. Irrumpió intempestivamente y añadió su voz al griterío; después, Lenia y yo lo vimos aparecer en el porche con Camilo Eliano. Entre ambos traían agarrado al hombre de las botas despellejadas. Lo traían medio a rastras, cada uno por un brazo, con las rodillas rozando el suelo. Como daban la impresión de saber lo que hacían, me limité a sonreír y dejar que la esforzada pareja continuara con lo suyo.

Empezaron a bajarlo por la escalera en volandas, pero pronto advirtieron que sostenerlo durante todo el rato escaleras abajo resultaba demasiado engorroso. Al llegar a trompicones al nivel de la calle, lo soltaron. El tipo salió huyendo. Si hubiera venido hacia mí, quizás habría podido levantar un pie y ponerle la zancadilla, pero la fortuna estaba de su parte y escapó en dirección opuesta.

Guiñé un ojo a Lenia y me acerqué a los héroes, que se felicitaban entre sí por el modo en que habían evitado que intentaran robar en mi casa.

—Veo que decidisteis mostraros compasivos —comenté con sarcasmo al tiempo que los conducía otra vez al interior del edificio—. Sois muy bondadosos dejándolo que se vaya de esa manera.

—Bien, lo hemos ahuyentado para hacerte un favor —jadeó mi padre, que siempre se tomaba un tiempo para recuperar el aliento después de un altercado. Aunque tal cosa no lo detenía nunca, si veía algo estúpido en que meterse—. ¡Júpiter sabe qué pensaría ese tipo que podía llevarse de este lugar!

Como subastador que era, mi padre vivía rodeado de valiosos muebles y objetos diversos. Por ello, nuestra austera vivienda le resultaba incómoda e inquietante. Sin embargo, guardar nuestros objetos de valor en su almacén significaba que Helena y yo no tendríamos que preocuparnos de que algún ladrón de manos largas del Aventino se las llevara. (Eso, dando por sentado que mi propio padre no metería la mano en nuestras cosas. Pero me veía obligado a comprobarlo regularmente.)

—No era ningún ladrón —le corregí sin cambiar el tono de voz.

—Y me tomó por ti, Falco —intervino Eliano con un eco de indignación. Me complació observar que tenía una fuerte contusión en la mejilla. Se llevó los dedos a la zona y la tocó con cuidado. Los huesos seguían intactos; al menos, era lo más probable.

—¡De forma que has parado un golpe que iba contra mí! Gracias, Aulo. Es estupendo que hayas podido ocuparte de todo.

—Entonces, ¿quién es? —quiso saber mi padre, cuya curiosidad era famosa—. ¿Tu nuevo socio?

—No. Éste es su hermano, Camilo Eliano, la próxima estrella fulgurante del Senado. Mi socio, muy sensatamente, se ha marchado a Hispania.

—Eso debería hacer más fácil combinar vuestra experiencia —continuó mi padre en tono burlón. Justino no tenía ninguna experiencia como informante, pero no vi ninguna necesidad de decirle a mi padre que me había asociado con un colega aún más inadecuado que Petronio o Anácrites. Era probable que Eliano no tuviese noticia de que su hermano me estaba proporcionando muchos datos, puesto que lo vi que miraba de reojo—. ¿Esperabas acaso que esa gentuza viniera a visitarte? —preguntó mi padre acto seguido.

—O algo parecido, posiblemente. Supongo que anoche me siguieron cuando volvía a casa. Alguien quería asegurarse de mi dirección.

—¡Por los dioses! —exclamó Eliano, aprovechando la ocasión de mostrarse piadoso, al tiempo que me insultaba—. ¡Vaya imprudencia, Falco! ¿Y si mi hermana hubiera estado en casa, en este momento?

—Pero no estaba. Ya sabía que Maya había salido.

—Helena habría echado al intruso a golpes con una sartén de fondo grueso y contundente —apuntó mi padre como si se sintiera con derecho a vanagloriarse del espíritu inquieto de mi mujer.

—Y se habría asegurado de atarlo de pies y manos —asentí, recordando a la pareja el error que acababan de cometer—. Después, habría averiguado quién lo envió a asustarla.

—¿Quién crees que anda de por medio? —preguntó mi padre sin hacer caso del reproche—. Apenas hace cuatro días que has vuelto a la ciudad.

—Cinco —le corregí.

—¿Y ya has conseguido enemistarte con alguien? ¡Estoy orgulloso de ti, muchacho!

—Recuerda, padre, que el arte de fastidiar a la gente lo he aprendido de ti. Yo era el objetivo escogido. Pero creo —añadí, para satisfacción de Eliano— que el mensaje más fuerte iba dirigido, en realidad, a este amigo nuestro.

—¡Pero si yo no he hecho nada! —protestó Eliano.

—Y el mensaje es: «Ni lo intentes tampoco» —repliqué con una sonrisa burlona—. Sospecho que tú, Aulo, acabas de recibir una insinuación de que evites ofender a la hermandad de los arvales.

—No hablarás de esos desastres, ¿verdad? —refunfuñó mi padre con profundo desagrado—. Todo lo que tenga que ver con la antigua religión me produce escalofríos.

Fingí ser más tolerante:

—Eres muy exigente, padre. Tú no tienes que organizar una carrera para el Senado partiendo de cero… El pobre Eliano tiene que apretar los dientes y dar vueltas en una danza rústica, al tiempo que agita espigas de grano mohoso.

—¡La hermandad de los arvales es un colegio de sacerdotes antiguo y honorable! —protestó el aspirante a acólito. Pero Eliano sabía que su reconvención carecía de fundamento.

—¡Y yo soy Alejandro Magno! —replicó mi padre afablemente—. Esos hombres son ancianos y más desagradables que una cagada de perro en plena Vía Sacra, que parece que te está esperando a ver dónde pones la planta de la sandalia… ¿Y qué has hecho para molestarlos, Marco?

—Simplemente, les hemos hecho demasiadas preguntas, padre.

—¡Muy propio de ti!

—Tú me enseñaste a agitar las cosas.

—Si ésta es la reacción, quizá deberías detenerte, Falco —apuntó el hermano de mi amada, como si el asunto hubiera sido idea mía.

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