Mientras preparaba café para ella y su marido se imaginó saludando a alguien inventado:
«Hola. Señora Bengtsson. Ama de casa. Cristiana.»
Sí, eso podría funcionar.
«Hola. Soy cristiana.»
«¡Muy buenas! Soy la señora Bengtsson y creo en Dios.»
«Buenas tardes. ¿Yo? Sí, soy cristiana.»
Pero de pronto esa persona imaginaria a la que estaba saludando empezó a ponerse pesada pidiéndole que se explicara. ¿Cómo que cristiana?
«¿Cómo que cómo?», pensó la señora Bengtsson, irritada. ¡Cristiana! Punto pelota.
Jesús, Navidad, Pascua, la cruz, Adán y Eva y todo eso.
«Entonces, ¿cree en Adán y Eva y en las demás historias de la Creación?», le preguntó su interlocutor imaginario.
«Ehmm… Bueno… No sé. No. Seguramente no», tuvo que admitir.
Mecachis.
¿Se podía ser cristiana sin creer en todo eso?
Salió con una taza de café, la dejó en la terraza y le hizo un gesto a su marido para que hiciera una pausa sumamente necesaria. Él se le acercó con la cara llena de perlas de sudor.
—Gracias, cariño. Espero que el jodido invierno no tarde en llegar. Si tengo suerte sólo tendré que cortar el césped tres o cuatro veces más. Es un coñazo —dijo y le dio un trago al café después de haber pringado de sudor a su mujer con un beso en la mejilla.
—Sí —respondió ella ausente mientras observaba que el señor Rubin también había cortado el césped de su parcela. Por fin—. Cariño, ¿tú crees en eso que pone en la Biblia sobre Adán y Eva? ¿Que ése es el origen de la Creación?
—¿Qué? No. Yo creo que voy a tener que comprar un minitractor cortacésped para el año que viene. Seguro que se puede encontrar uno de segunda mano en Blocket a buen precio —respondió el señor Bengtsson—. Esto de tener que empujar todo el rato acabará conmigo —dijo dejando de nuevo la taza de café—. Último empujón —se dijo a sí mismo y comenzó a caminar hacia la máquina otra vez. Como ocurría tantas veces, habían hablado el uno con el otro, pero no de lo mismo.
La señora Bengtsson volvió a meterse en la cocina y se sentó con la taza entre las manos. Dado que los domingos eran uno de los dos días de la semana que se permitía fumar en vez de masticar chicles de nicotina —el sábado o el viernes era el otro, cambiaba según los planes que tuvieran— encendió un pitillo y le dio una profunda y placentera calada.
«¿Pues entonces qué pone en la Biblia realmente?», se preguntó.
La señora Bengtsson estaba bautizada y había recibido la confirmación. Bautizada por falta de libertad de decisión, como la mayoría de los suecos, y la confirmación la había hecho por el mismo motivo que los demás: para una quinceañera era un paso normal de socialización. Podías entrar en la comunidad e ir de colonias, organizar una fiesta y recibir un montón de regalos.
Los que prestaban atención y aplicaban las enseñanzas de la confirmación debían de ser una excepción, pensaba la señora Bengtsson. Al menos ella no lo había hecho y, que pudiera recordar, sus amigos tampoco. Igual que ella, la mayoría opinaba que las clases de preparación y las misas eran aburridas. Un mal necesario antes de poder disfrutar de la fiesta. Y aunque había estudiado todo lo que le exigían, ya había pasado un buen puñado de años.
¿Qué ponía en la Biblia? Bueno, había un Dios y creó a dos figuras humanas que se comieron una manzana. ¡Ah, no! La señora Bengtsson se acordó de que a esto le había prestado especial atención durante las clases de la confirmación. El pastor les había explicado que, en verdad, la Biblia no decía nada de una manzana. Sólo se hablaba de una fruta. La señora Bengtsson recordó lo estupefacta que se había quedado al darse cuenta de que, entre todos, habían conseguido hacerle creer que se trataba de una manzana, y que todo el planeta se tragara la misma historia.
¿Cuántas mentiras había en todo eso que el mundo entero admitía sin cuestionárselo? ¿Cuánto se había inventado la cultura contemporánea en torno a lo que decía la Biblia?
«A la mierda. Ya la leerás más adelante.»
Se concentró en buscar una posible sensación de fe recorriéndole el cuerpo cuando se imaginó a aquellas figurillas humanas con una hoja de higuera como taparrabos. ¿Podía creerse que hubieran existido? ¿Que fueron reales?
Permaneció inmóvil tratando de desconectar la cabeza. Intentó buscar en el estómago y en el pecho, donde se imaginaba que podía residir la auténtica fe. En el estómago sintió un leve cosquilleo, pero no era más que el efecto de la repentina concentración. Dio otra calada y levantó la vista para mirar el techo unos segundos.
No. No podía creerlo.
Entonces, en cierto modo ¿su cristianismo ya se había desmoronado? Eso estaba escrito al principio de ese libro con miles de páginas. Si ni siquiera era capaz de creer en las primeras páginas, ¿cómo le iba a ir con el resto?
Pero si daba otro paso atrás, al comienzo real, entonces sí podía creer. La señora Bengtsson se dio cuenta de que podía creer en Dios como el Creador tanto con el estómago como con el corazón y la cabeza.
Así que volvía a estar en el mismo punto.
¿Se podía creer en Dios, en que Él era quien lo había creado todo, pero aun así creer en la evolución? No tenía la menor idea de si estaba permitido o no, pero al menos así era como la señora Bengtsson conseguía creer. O sea: sí, se podía. Ella lo hacía. Ahora la pregunta era si eso era cristiano.
Buff. ¿Y si resultaba que era creacionista? Sería terrible.
Pero al instante decidió que no lo era. La señora Bengtsson no se hacía a la idea de que la historia de la Creación se pudiera disfrazar de ciencia simplemente poniéndole un nombre americano nuevo y fresco, tipo «el diseño inteligente». Puede que a veces tuviera la intención de creer, pero no de forma tan delirante como para no entender que se trataba de una mera creencia.
«Pero esa creencia no resulta tan terrible.»
Dios bien podría haberlo creado todo, incluso la evolución, ¿cierto?
Una vez más llegó a la conclusión de que tendría que leer la Biblia para encontrar una respuesta a esa cuestión. Lo que estaba claro era que ese libro se podía interpretar de diversas maneras. Si podía leer sobre la Creación en la Biblia y hallar argumentos que respaldaran su interpretación, entonces podría seguir tranquilamente con la búsqueda del amparo y la calma cristianos. Tipo Rakel.
Y entonces dio con la solución.
¡Claro! ¿En qué estaba pensando? Si tenía a Rakel. La chica estaba estudiando para sacerdote, así que para ella sería de lo más natural responder a las preguntas de la señora Bengtsson. Así la chica tendría la oportunidad de practicar el papel de guía que se esperaba que adoptase después de licenciarse.
«¿Los pastores eran licenciados?»
Bah. ¿Qué más daba? Había una fuente de conocimiento cristiano al otro lado de la calle. Una fuente que, supuestamente, no podía negarse a mostrarle el camino. Eso sería… ¿anticristiano?
Pero decidió esperar un poco. El domingo era el día más sagrado de la semana y seguro que la gente como Rakel ya lo tenía lleno de cabo a rabo con todo tipo de actividades religiosas. Así que no podía entrar en su casa como si nada y molestarla. Además, no quería presentarse allí sin haberse preparado y parecer tonta o descuidada. Quería que se tomara su búsqueda en serio, así que la señora Bengtsson decidió empezar por buscar la Biblia que le habían regalado en su confirmación.
Mientras la señora Bengtsson buscaba, Rakel volvía de misa, abrumada por su insuficiente devoción, como de costumbre.
El sermón del día había sido sobre el perdón.
Ella aún no había perdonado a sus padres por haberse llevado a
Rufs
en el coche aquel día en que todos se convirtieron en carne de brocheta. Habían salido para hacer un recado. A
Rufs
lo iban a dejar esperando en el coche. Se las podría haber arreglado perfectamente solo en casa el par de horas que iban a tardar. Y entonces habría estado aquí, con ella, hoy. Rakel habría tenido fe en el apoyo y el silencioso afecto del animal durante muchos años. Ahora sus padres se lo habían llevado todo. Se lo habían arrebatado.
Y, por encima de esto, tampoco se había perdonado a sí misma por no haberlos perdonado a ellos. Además, le era difícil no dudar de su propia capacidad de perdonar ante Dios. Y esa duda no se la podía perdonar.
Rakel rezaba el padrenuestro igual que todo el mundo para que Dios la perdonara por sus pecados «así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden», pero siempre quería saltarse esa parte. Ella no los había perdonado.
Por tanto, era pura hipocresía pedirle el perdón a Dios como reflejo del propio. Ése no existía. Si Dios la perdonaba de la misma forma que ella había perdonado a sus padres, Él no movería ni un dedo. Así que era evidente que ella no se lo podía pedir.
Quería pedirle: «Perdona mis pecados aunque yo todavía no haya perdonado a los que me han ofendido»… Pero eso no lo podía hacer, claro.
Los pastores de la Iglesia sueca siempre se mostraban abiertos y comprensivos cuando hablaba con ellos sobre ese tema. Entendían sus dificultades, y un factor fundamental para poder perdonar, decían, era que alguien pidiera el perdón. Los muertos no podían hacerlo, de ahí que los pastores comprendieran el dilema de la jovencita.
Al mismo tiempo, subrayaban siempre todos, había una gran diferencia entre no
poder
perdonar y no
querer
perdonar, y la fuerte culpa que Rakel sentía no podía nacer sino de un profundo y latente deseo de querer perdonar.
Por eso le aseguraban que su devoción por Dios estaba sana y salva, y mientras pudiera confiar en el Señor y en su infinita bondad, al final descubriría, intacto, su espíritu de buena cristiana.
Ninguno de ellos se preguntaba jamás por qué diantre alguien tenía que pedir perdón por haberse llevado al perro a hacer un recado. Eso era algo que sólo Rakel podía comprender.
Hoy había rezado el padrenuestro junto con los demás, pero al llegar a la frase con la que tenía problemas se había limitado a mover los labios.
«Perdón», pensó de camino a casa. Otra vez.
La primera vez fue bastante difícil salir del Infierno.
Tras haber consultado en su palacio, un pandemónium, a los héroes caídos, Moloch y Belial, emprendió un viaje cuya meta era envenenar y expoliar la última creación de Dios: la Tierra y el ser humano. Sería su venganza por la expulsión y la pérdida, una manera de socavar la derrota que él y sus adeptos habían sufrido en la lucha por el Cielo.
Aquella vez salió del Infierno con ayuda de su hija y amante, Pecado. Era la única portadora de la llave de la novena y última puerta, y vivía atormentada porque cada hora tenía que dar a luz a
Cerbero,
el perro del inframundo, que luego se volvía a meter en su seno y la devoraba por dentro, una y otra vez. Pecado se había cansado bastante pronto de esto, y cuando el que quería salir le prometió liberarla de ese alumbramiento eterno como consecuencia directa de la apertura de la puerta, la mujer se ablandó y metió la llave en la cerradura.
Al principio la Muerte, el descendiente que había tenido con Pecado, también trató de evitar que saliera, pero se rindió después de escuchar las astutas palabras de su padre: la promesa del control de aquel nuevo lugar llamado Tierra pudo con él.
Cuando las nueve puertas estuvieron abiertas echó a volar por el reino de Caos, un viaje que fue sancionado por su señor —del mismo nombre— y su esposa, Noche, puesto que Dios, cuando creó el Infierno y la Tierra, utilizó parte de Caos, haciéndolo más pequeño. En consecuencia, le prometió a Caos que la parte arrebatada le sería devuelta, y así obtuvo el salvoconducto que necesitaba.
Siguiendo las huellas que dejaba el viajero se tendió un puente de fuego desde el Infierno hasta la Tierra.
Alcanzó el límite del Cielo, lugar donde había sido creado el Paraíso, vislumbró el amanecer y se coló en la Creación convertido en una serpiente.
Su malvado plan de arruinarla llevándola por el mal camino se cumplió con una insignificante fruta, pero el viaje hasta allí había sido largo, y después de todo lo acontecido en el Infierno también se le conoció como Correcaminos. Un nombre que para el ser humano no es tan conocido como sus demás denominaciones.
El que escapó de los grilletes entre ríos de fuego, el que subió hasta la bóveda del Infierno, el que desafió las nueve puertas y cruzó entero el reino de Caos sólo para vengarse de Dios y llevar toda Su creación a la destrucción, es más conocido entre los seres humanos como Satanás, el líder de la rebelión celestial en la que un tercio de los ángeles acabaron siendo expulsados.
Y mientras Rakel dudaba de su devoción y el señor Bengtsson cortaba el césped, a Satanás le dio un escalofrío. El corazón de ángel que aún poseía, no sin pesar, se estremeció igual que hacían los de los ángeles en el Cielo cada vez que una de las criaturas de Dios sentía la fe por primera vez y tomaba conciencia de ella. Siempre que ocurría era una experiencia orgiástica que atravesaba a todos y cada uno de los habitantes del Cielo, una sensación que hacía temblar sus tres pares de alas. Y eso lo compartían de forma colectiva a través del corazón de ángel.
Si bien es cierto que el corazón angelical de Satanás estaba dañado y deteriorado, no dejaba de ser un corazón de ángel, por lo que esta vez también sintió los escalofríos por todo el cuerpo. Su cara se retorció en una mueca de asco.
Mientras tanto, Dios estaba ocupado.
Cocinaba unas singulares caracolas de canela que iban a parecerse a santa Teresa de Ávila. La mayoría acabarían en Latinoamérica y el sur de Europa, y darían pie a adoraciones en masa y noticias en los periódicos. Era su tributo personal a una de sus mayores ministras. Al menos las buenas intenciones de la santa la convertían en una de ellas. La particular obsesión de la Madre Teresa por el sufrimiento entendido como única vía para alcanzar a Dios se la había quitado en cuanto la mujer se unió a la multitud del Cielo.
El trocito de espíritu teresiano que se le había quedado dentro soltó una risita y la cara de Dios quedó iluminada por una enorme sonrisa mientras seguía amasando. Estaba tan absorto en su tarea que no se dio cuenta de que Satanás estaba pegando la oreja con gran interés. O quizá el no darse cuenta iba incluido en el plan que el Señor tenía para su querida ama de casa. En cualquier caso, estaba cocinando.