—En el archivador del despacho. Primer cajón, en «privado» —respondió el señor Bengtsson, que con los años había aprendido que no valía la pena intentar detener a su esposa cuando se proponía algo—. Pero ya sabes que no puedes modificar ese papel de cualquier manera. Lleva fecha y firma de testigos, y si cambias algo pierde todo el valor. A lo mejor deberías…
Impaciente, su esposa lo interrumpió.
—¡Claro que no voy a cambiarlo! Lo voy a escribir en una hoja aparte, lo graparemos como un anexo y haremos que lo firmen los testigos otra vez. ¡Así de sencillo!
En su fervor cometió el error de ponerse de pie, dejando de nuevo libre el periódico. Éste tardó poco en recuperar su forma inicial, por lo que su marido volvió a articular su anodino «ajá» automatizado. En alguna parte del subconsciente percibió que las zapatillas de color rosa de su mujer se alejaban de la butaca y una vez más quedó sumido en el mundo de las tablas estadísticas.
Aquellas zapatillas tenían los tacones recubiertos de satén y pompones en la punta, y aunque la señora Bengtsson era consciente que era un verdadero cliché que una ama de casa correteara con aquello puesto, las amaba cada segundo que las llevaba puestas. La hacían sentirse americana y fresca, sobre todo los días de entre semana antes de cenar. Y precisamente en este mundo del que estamos hablando, el mundo de la señora Bengtsson, «americano» era lo mismo que «perfecto».
Eran su sello de identidad y con los pies en ellas podía servirse una copa de vino blanco de
tetrabrik
sin sentirse culpable antes de ponerse a hacer la cena. De hecho, las zapatillas casi se lo exigían.
Al final, aquel viernes por la tarde no hubo anexo alguno para el testamento.
La señora Bengtsson sí que llegó a coger un folio, sacarle punta a un lápiz y sentarse a la mesa de la cocina con la idea de poner por escrito las instrucciones de cómo debían maquillarla tras su fallecimiento. Sin embargo, al cabo de unos minutos sin saber qué encabezado poner —«a quien concierna» le parecía demasiado impersonal, y el asunto del que quería hablar no dejaba de ser de lo más íntimo, y un «hola» quedaba estúpido—, se sentó en posición de loto en la silla, garabateó distraída unas flores y unos rombos, y escribió su nombre en diferentes tipos de caligrafía.
Caligrafía era sólo uno de tantos cursillos que nuestra querida señora había tomado con el paso de los años, y, al igual que con la mayoría de las cosas en las que se metía, se le había dado bastante bien. La angulosa gótica y la grácil romana eran sus favoritas, y las escribía una y otra vez en diferentes tamaños. «Incluso un nombre como Bengtsson puede tener presencia con el tipo de letra correcto», pensó y comenzó a cavilar sobre su lápida. Quizá debería hacer un modelo para eso también.
—¿Cariño?
—¿Mmm?
—¿Qué estilo de letra quieres que nos pongamos en las lápidas? Tenemos que ponernos la misma, ¿no?
—No lo sé, cariño, decídelo tú, seguro que quedará precioso —dijo el señor Bengtsson mientras leía sobre un simpático Henrik Larsson en las páginas de deportes.
Así era la vida de la señora Bengtsson, y la mujer estaba bastante satisfecha con ella.
Estuvo garabateando inconscientemente casi una hora, después se puso el pintalabios aquel y fue a sentarse en el regazo de su marido. Él, contento de soltar un periódico que sólo contaba cosas deprimentes, se la llevó en brazos al dormitorio, donde se quedó dormido después de siete minutos de intenso amor carnal.
Ni antes, en la mesa de la cocina, ni después, en la cama, la señora Bengtsson dirigió sus pensamientos hacia nada espiritual. La experiencia que había vivido en el baño unos días antes todavía no la había llevado a ello. Sólo se había concentrado en el maquillaje.
Pero para ser justos con nuestra querida señora, aquello no era más que el principio.
Si hubiese indagado más en sus reflexiones de buenas a primeras, incluso el Creador habría arqueado una ceja sorprendido. Aunque en aquel momento, Él era su único aliado, la señora Bengtsson aún tenía un largo camino por delante. Por el momento Dios ni siquiera había estado cerca de interferir en sus pensamientos. Aun así, era el único que sabía con seguridad que era cierto lo que ella afirmaba:
Ochenta y dos horas antes del casquete de siete minutos, la señora Bengtsson había muerto.
Sin embargo, unos días más tarde pensó que le parecía bien. No el hecho de morir en sí, sino las circunstancias en las que había pasado, porque cuando ocurrió todos los cojines decorativos estaban bien colocaditos en el sofá, el fregadero de la cocina estaba limpio y seco, incluso el mango del grifo, la parte más sexual, y justo aquella mañana había recogido flores. Si hubiese terminado así, su marido habría encontrado su cuerpo en un hogar impecable, tal como a ella le habría gustado tenerlo.
Eso siempre y cuando el caso fuera el que se había dado y no hubiese muerto por un mal tropiezo, abriéndose la cabeza con la mesita de mármol del sofá y quedando tiesa, con medio cuerpo debajo de la mesita lateral. Seguro que alguna mota de polvo habría aparecido cuando tiraran de su cuerpo. Porque debajo y detrás de la mesita lateral era precisamente el lugar secreto que nunca limpiaba, por la sencilla razón de que la aspiradora no llegaba hasta allí sin cambiar de enchufe. Y cuando lo cambiaba le era más fácil seguir con el despacho y hacer la vista gorda con el rinconcito de allí debajo.
«No —decidió la señora Bengtsson—, aquél no habría sido buen sitio para morir.»Aunque la próxima vez agradecería no tener que ahogarse.
Por tanto, el martes en cuestión no había nada que escribir en el diario. Hasta aquel momento, vaya. Ni siquiera Beggo, el cartero —que en verdad tenía un nombre muy africano, pero la gente de la urbanización de Myresjö, con sus casas de colores pastel, no había logrado aprendérselo en los tres años que el chico había estado a su servicio, así que al final Beggo se rindió y los dejó que lo llamaran por las dos primeras sílabas de su nombre—, habría observado ninguna anomalía en su talante.
Como de costumbre, la señora Bengtsson estaba vivita y coleando junto al buzón cuando él apareció en su coche, conduciéndolo con el cuello tenso y actitud salvaje. El coche amarillo de correos era su orgullo, además del hecho de poder conducirlo.
Cuando llegó a Suecia, Beggo no tenía ni idea de conducir un coche. El transporte que usaba en su Túnez natal era una vieja Vespa escacharrada que compartía con su tío.
La combinación de haber llevado sólo una Vespa y de haberla llevado sólo en Túnez, tambaleándose unas veces por la calzada, otras por la acera, normalmente en contra dirección —las pocas veces que se podía definir en qué sentido iba el tráfico—, entre burros, turistas, tenderetes de souvenirs, coches escupiendo humo y vendedores de té con grandes carros que sobresalían en la calle, hacían del asunto de sacarse un plácido carnet sueco y aprenderse las normas de circulación una tarea de lo más ardua. Pero lo consiguió, ¡y ahí lo teníamos! Al servicio del Estado sueco.
Beggo se sentía como un agente que repartía órdenes y documentos secretos con información importante, y solía inventarse historias sobre las personas favoritas de su ronda diaria. Les encomendaba misiones, se imaginaba que acababan de volver de una o que estaban esperando recibir datos sobre alguna persona a la que había que borrar del mapa. A algunas les había puesto un nombre en clave y siempre paraba con un frenazo para hacer chirriar las ruedas, aunque era un frenazo bastante sosegado, para no cascar demasiado su
Furia Amarilla,
como solía llamar al coche, y cuando arrancaba siempre levantaba una nubecilla de humo que hacía aparecer una blanca y triunfante sonrisa en su achocolatada cara.
La señora Bengtsson era la Viuda.
Beggo sabía perfectamente que había un señor Bengtsson, a veces intercambiaban unas palabras, y que en realidad ella era demasiado joven para aquel nombre en clave, pero precisamente eso era lo que le gustaba tanto al cartero. Su versión de nuestra heroína era que había perdido a su marido demasiado pronto como consecuencia de su trabajo: eran agentes secretos. Por desgracia, el hombre había sido descubierto y le habían disparado en alguna isla tropical. La Viuda ni siquiera se había podido quedar para despedirse. El deber de no ser descubierta pesó más que el amor, y Beggo se la imaginaba lamentándose a diario por los últimos segundos de vida de su marido.
Le habían disparado en el estómago y él, agonizante, la llamaba a gritos mientras ella ponía pies en polvorosa para escapar del lugar. Era hermosa pero vivía atormentada y amargada, y pacientemente esperaba el momento de su venganza.
Quizá un día Beggo le entregaría la orden que estaba esperando.
Pero no fue aquel martes. Lo único que tenía para ella era un par de catálogos de venta por correo que ni siquiera venían en sobres de color marrón con los que podía dejar fluir la imaginación, sino en plástico transparente, y un puñado de publicidad. Pero la Viuda era una de las pocas que apreciaban su llegada, independientemente de lo que trajera consigo, y siempre llevaba puesto algo un pelín demasiado descubierto o demasiado ceñido para el tiempo que hacía o para andar por casa, así que, en conjunto, aquella casa era una parada de lo más agradable.
Como de costumbre, la señora Bengtsson salió de su casa en cuanto vio la
Furia Amarilla
doblar la esquina, cincuenta metros calle abajo, y a pasito ligero fue hasta el buzón para recibir en persona el correo de la jornada.
Le preguntó cómo estaba y Beggo respondió con un acento extranjero que parecía reducirse cada día que pasaba:
—Como una roca donde apoyarse en la tormenta, nunca te decepcionaré.
En verdad, el único problema que tenía Beggo en ese momento eran las vocales. A veces cambiaba la «o» por una «a» y al revés, y ahora que había dicho «roca» la había alargado demasiado, haciendo que sonara «ro-o-ca».
La señora Bengtsson arrugó la frente y se quedó un rato pensando.
—No, me rindo.
—Sarek.
Atravesando fuego y agua
—respondió Beggo, quien había aprendido gran parte del idioma escuchando
hits
del pop sueco, puesto que los cursos de Komvux, la escuela para adultos, le parecían demasiado rígidos y poco poéticos, y las grandes obras literarias todavía demasiado difíciles.
La señora Bengtsson tarareó un momento para sí.
—¡Claro! Tendría que haberlo sabido. La próxima vez coge una más antigua. Me estoy haciendo vieja y ya no estoy tan al día de las canciones nuevas.
Llevaba una bata delgada y larga de seda, y en cuanto dijo lo de la edad se la ajustó un poco en la cintura.
—Usted siempre está igual de hermosa. ¡Rayos y truenos! —exclamó Beggo sonriendo.
—Ésa es demasiado fácil: Herreys —dijo la Viuda riéndose y aceptando hasta la última letra del cumplido.
—Sí, mañana elegiré otra —respondió Beggo, que le entregó los catálogos y la publicidad, y arrancó un poco demasiado rápido. Por el retrovisor vio una nubecilla de polvo entre el coche y la señora, que sonreía complacida, antes de dar otro frenazo porque ya había llegado a la siguiente casa.
Beggo tenía razón en que la señora Bengtsson se ponía contenta independientemente del correo que le llevara. Si eran facturas u otras cosas aburridas las dejaba sin abrir sobre el teclado del ordenador de su marido para que él se ocupara cuando llegara a casa.
Todo lo demás, la publicidad y los catálogos de venta por correo, como hoy, lo leía en la mesa de la cocina con una taza de café. Unas pocas veces al mes se ponía aún más contenta porque participaba en dos clubes de lectura y estaba suscrita a tres revistas. Pero incluso a la publicidad más pura y dura y a los catálogos les daba un buen repaso.
Lo dejó todo sobre la mesa y puso en marcha la cafetera americana. Era poco antes de la una y después de leer el correo sólo tenía que pasar la aspiradora, con lo que habría terminado las faenas del hogar hasta la hora de la cena.
Incluso le daría tiempo de darse un baño.
A juzgar por todas las señales, parecía que fuera a ser un baño normal de un martes cualquiera.
Después de un rato delante de la librería titubeando entre empezar por la última novela de Liza Marklund o continuar con el librito del Dalái Lama sobre ética, desnuda como estaba y empezando a pelarse de frío, terminó optando por lo sencillo y entró en el baño con el último número de
Mundo Hogar.
El agua estaba hirviendo cuando se metió, pero esa decisión era el resultado de años pasando largos ratos leyendo en la bañera. A esa temperatura podía sumirse en la lectura durante media hora y luego el agua aún estaba suficientemente caliente como para lavarse el pelo. Hoy incluso podía ser que encendiera el hidromasaje un rato, a pesar del escándalo que armaba.
De la superficie del agua emanaba un agradable aroma a sales minerales que había comprado en la tienda de recuerdos de un hotel de El Cairo hacía tres años. Un viaje sensacional que la había llevado a sumergirse unos meses en la lectura del antiguo Egipto y sus símbolos, mitos y dioses.
La señora Bengtsson constató con alegría mientras chapoteaba en el agua que las botellas de champú hacían juego tanto entre sí como con las toallas y la cortina de baño. Y como era extremadamente meticulosa con sus obligaciones de ama de casa, incluso el jabón de la jabonera estaba allí por su color. El espacio de debajo de la mesita lateral del salón era, sin duda, la excepción que confirmaba la regla.
Era una auténtica ama de casa, lo cual, a los ojos de muchas mujeres modernas, era lo mismo que estar enferma de lepra, pero la señora Bengtsson lo llevaba con estilo. Y ese estilo de vida de los años cincuenta no le parecía ni deprimente ni idiotizante. En absoluto. Al margen de sus labores del hogar, la señora Bengtsson se entretenía con todo tipo de cursos y grupos de lectura, y lo leía todo, desde Jackie Collins hasta Goethe. Eso de ocuparse de una casa, cuidar de su marido con todo lo que ello implica y además tener ratos para su crecimiento personal no le suponía ningún estrés, en términos de tiempo. Y es que el señor y la señora Bengtsson no tenían hijos.
No fue porque lo quisieran así. Simplemente, lo habían ido atrasando, sin ponerse nunca manos a la obra. Nunca estaban en el momento realmente adecuado, ni a nivel económico ni en cuanto a su estilo de vida, así que siempre decidían posponerlo.