Cuando el señor Bengtsson por fin fue ascendido a jefe de ventas y, por tanto, había avanzado lo suficiente en la empresa de automóviles como para pagar la casa que tenían en Myresjö y, según los cálculos que había hecho con máxima minuciosidad, podía también cubrir las necesidades de una criaturita, resultó que era demasiado tarde.
La señora Bengtsson tenía treinta y seis años cuando empezaron a intentarlo y su capacidad de reproducción, que tampoco era muy buena de partida, según le dijo el amable doctor al que acudieron después de un año de intentos no fructíferos, se había aletargado.
De todos modos, la pareja tampoco estaba loca por los niños.
El señor Bengtsson se tomó la noticia de que no iban a poder ampliar la familia de forma natural con calma y serenidad, y su esposa con aceptación casi inmediata. Como si el deseo de tener hijos fuera a la par que la fertilidad, o como si no quedara otra, los dos se resignaron a la situación. Con dignidad y sensatez.
De vez en cuando la pareja barajaba la posibilidad de adoptar y estaban de acuerdo en que podía ser una alternativa viable en un futuro. Pero también la aplazaron, al menos por el momento.
Así que la señora Bengtsson tenía tiempo.
Tiempo para limpiar con calma, tiempo para probar todo tipo de recetas maravillosas, tiempo para ponerse guapa para su marido, tiempo para revisar con detalle el correo cada día, tiempo para ir a cursillos por la tarde, tiempo para ver la tele, tiempo para tomar café con las amigas y tiempo para leer. También tenía mucho tiempo para pensar en por qué el hecho de no poder ser madre no la preocupaba tanto.
A veces tenía tiempo para tratar de irritarse con el asunto y entonces se sentaba resuelta a la mesa de la cocina, decidida a llorar por su útero marchitado, pero nunca conseguía más que ponerse un poco tristona. Al cabo de un breve rato de lamentaciones, solía servirse una copa de vino blanco californiano y continuaba con sus quehaceres o se ponía a leer un libro. Leía mucho, la señora Bengtsson.
Pero no veía la necesidad de sacarlo a relucir, de presumir de ello ni de andar contándolo por ahí. O quizá lo que le pasaba era que no sabía qué hacer con todo ello, pero le bastaba con saber que todo ese conocimiento acumulado permanecía en su interior, y en las fiestas siempre era apreciada y halagada por su buena conversación sobre los temas más dispares. No sentía ningún pudor en interesarse lo mismo por el destino de las estrellas de Hollywood que por el sufrimiento del pobre Werther, y tampoco sentía la menor obligación de lanzar sus conocimientos a diestro y siniestro, hablar de los llamados «temas complicados», ni de usar palabras largas y difíciles. Prefería la vía de lo sencillo y ordenado.
Así era también su casa: sencilla, ordenada, impecable.
Al señor Bengtsson le encantaba su forma de cuidar del hogar y de cocinarle la cena, y sabía mostrar su aprecio por todo ello a intervalos regulares y de forma moderada pero siempre suficiente.
Fue poco después de haber leído un artículo sobre la evolución de las tendencias decorativas suecas de una década a otra, después de sentir escalofríos con la visión de un empapelado de medallones y su supuesto regreso, que esta sencilla pero informada ama de casa se murió.
¿Cómo pasó?
Pues bien…
Se enjabonó el pelo hasta hacer espuma, se lo enjuagó y luego repitió el proceso. Tras haberse aplicado crema suavizante en las puntas y de haberse hecho un moño en la coronilla para dejar actuar el producto, puso en marcha el hidromasaje. Hasta ahí, todo bien.
Su cuerpo fue apaleado por los chorros de agua y, sinceramente, mucho masaje no daba, pero si habían invertido un extra de dinero para que la bañera le hiciera eso a una, sería un derroche no exponerse a ello de vez en cuando, razonaba la señora Bengtsson.
AI cabo de unos minutos tuvo que enjuagarse el suavizante y fue entonces cuando la mujer cometió el error que le costaría la vida: no apagó el hidromasaje antes de deslizarse bajo el agua para sumergir la cabeza.
Lo que sucedió a continuación seguro que se podría utilizar como base para una lucrativa demanda al fabricante chino de la bañera.
El sistema de aspiración, por donde el agua de la bañera era absorbida para luego ser bombeada alrededor de la misma hasta salir por seis boquillas estratégicamente repartidas, no estaba puesto en la parte superior de un lateral, como en la mayoría de los
jacuzzis.
Lo habían puesto a lo loco, en el fondo de la bañera, en el lado de la cabeza, y chupaba con ansia y con demasiada fuerza, lo cual producía un ruido que debería haber hecho sospechar a la señora Bengtsson, cuando ésta sumergió el pelo en el agua. Se había bañado cientos de veces en aquella bañera, pero nunca se había enjuagado la cabeza con el hidromasaje en marcha.
Algunos ya os habréis imaginado lo que ocurrió a continuación.
La señora Bengtsson tomó aire y se hundió por completo.
Tenía todo el cuerpo bajo el agua, y allí el motor rugía aún más fuerte. Ahora sabía cómo se debía sentir una prenda en la lavadora.
Una vez abajo se pasó los dedos por el pelo, pero no se preguntó por qué no flotaba hacia la superficie, como hacía siempre. ¿Por qué iba a pensar en ello?
El aire de sus pulmones comenzaba a terminarse y tensó los abdominales para incorporarse, pero en ese mismo instante se percató de que no podía mover la cabeza del sitio. Parecía estar enraizada en el fondo de la bañera y los veinte centímetros de agua que la separaban del oxígeno que tan desesperadamente comenzaba a necesitar bien podrían haber sido un océano entero.
Presa del pánico comenzó a tirarse del pelo, pero no le sirvió de nada. Se le había enredado en la rejilla, y no era sólo un mechoncito que se pudiera arrancar, sino toda su melena de color caoba, hasta el cuero cabelludo.
Comenzó a sacudir el cuerpo al ritmo en que aumentaba la presión de sus pulmones y levantando pequeñas olas que saltaban por encima del borde de la bañera. Quizá podría echar fuera suficiente agua si lo intentaba. De forma rítmica y en la medida de lo posible la señora Bengtsson empezó a provocar más olas con la cadera y las piernas para achicar agua, mientras el interior de su cuerpo trataba de convencerla para que abriera la boca. Para que respirara.
«Dios mío, Dios mío, Dios mío…»Al final ya no pudo contener más la respiración.
El suelo del baño estaba cubierto de agua, pero no lo suficiente.
Como una ballena, la señora Bengtsson levantó una cascada de agua hasta que no tuvo más remedio que espirar, pero entre ella y su siguiente bocanada de aire todavía quedaban cinco centímetros de agua.
Cuando inspiró, inspiró agua.
Como Dios había creado a la señora Bengtsson igual que al resto de los mortales, eso de respirar agua era una ocurrencia bastante tonta. Pero así somos las personas: cuando estamos a punto de morir respiramos cualquier cosa, cruzando los dedos para que funcione. Lo cual no resulta, claro.
Sus pulmones se llenaron inexorablemente de agua y champú. Ni siquiera podía toser, aunque lo intentara. Tomó aire para toser el agua, lo cual hizo que entrara aún más líquido en su organismo. Unos diminutos remolinos rojos se abrían paso por el agua desde el fondo de la bañera. En su lucha por la supervivencia, la señora Bengtsson tiraba tan fuerte que algunos trozos de su pelo se soltaron, o dicho de otro modo, ella misma se arrancó varios mechones. Total, para nada.
Sus brazos buscaban dónde agarrarse, cualquier cosa, y se aferraron a la cortina de baño, que se desprendió de las sujeciones. Sus piernas patearon todos los frascos que estaban ordenados a los pies de la bañera, y la hermosa botella de cristal con sales minerales de El Cairo acabó en el suelo, rompiéndose en mil pedazos. Allí el agua empezó a chisporrotear y a devorar todos los granos. La señora Bengtsson escupía y resoplaba agua, no veía más que agua, oía sólo agua y aspiraba más y más agua.
Poco a poco sus brazos dejaron de agitarse y de buscar un agarre, y sus piernas dejaron de patalear.
Todo se volvió negro. Todo se quedó quieto.
Cuando la superficie del agua recuperó la calma, la señora Bengtsson había logrado deshacerse de diecinueve de los veinte centímetros de agua que la separaban de su vida futura. No había sido suficiente. Bajo la superficie, los chorros del hidromasaje seguían vapuleando su carne inerte.
No flotó por encima de su cuerpo. No atravesó ningún túnel a velocidad ultrasónica. No vio a su abuela y al cachorro de su infancia esperándola al final del pasillo. No, no había tenido una experiencia «cercana a la muerte». Había muerto.
Cuando las personas mueren, o cuando están a punto de morir, llaman sin excepción a Dios. No necesariamente al dios cristiano, pero «Dios» es la palabra que utilizan sea cual sea su fe. «Dios mío, Dios mío, Dios mío» no es, por tanto, ni exclusivo ni extraño, no hace que Nuestro Señor dé un respingo a pesar de que lo digan en semejante estado de pánico (o quizá ya esté acostumbrado, precisamente porque siempre se dice en esas circunstancias). Los gritos, susurros, llantos o jadeos ante el temor a la muerte son una parte natural de su día a día. Tan carente de interés como la música de ascensor.
Pero, de vez en cuando, acontece que Dios tiene un plan. O que por casualidad dirige su atención hacia una persona que está viviendo esos instantes sin que haya sido Su intención que justo esa persona muriera en ese momento y de esa forma. La gente es propensa a meterse en líos, eso es más que sabido.
Él no se enfada cuando eso ocurre y a veces deja que pase. Sabe que tampoco es tan terrible.
Pero también hay ocasiones en las que el Señor se entristece porque uno de sus semejantes la ha hecho buena y está a punto de morir o, como es el caso de nuestra querida señora, muere de verdad.
Puede sorprenderse tanto o ponerse tan triste que a veces decide deshacer el entuerto.
El Todopoderoso también siente auténtica curiosidad por algunos de nosotros, por lo que vayamos a hacer en la vida por nuestra propia voluntad. Algunos de nosotros somos como una novela de intriga para Dios y basta decir que esas obras no estarían muy logradas si terminaran en mitad de una frase.
Para Dios, la señora Bengtsson era una de esas novelas. Y no sólo eso, ya que a veces ser una de esas novelas no es suficiente, sino que, además, la señora Bengtsson tenía tal suerte que, justo en ese momento, Dios iba a entretenerse un rato leyéndola a ella.
La abrió por la página en la que la superficie del agua acababa de recuperar la calma y lo único que se oía en el cuarto de baño era el motor del hidromasaje y el crepitar de las sales en el suelo empapado.
«¡Oh, no! —pensó Dios—. ¡Qué absurdo!»
«Queridita mía. Mi corderito… Mi bella creación, tu momento no ha llegado todavía. Así no.»
Y Dios intervino.
De pronto, el tapón del fondo de la bañera giró en sentido contrario a las agujas del reloj por sí solo y el agua comenzó a caer por el sumidero a la vez que el hidromasaje se desconectó, y el baño quedó en silencio.
Pasaron treinta y seis segundos hasta que la bañera se vació.
Después, como si hubiese adquirido vida propia, como si tuviera músculos, el pelo de la señora Bengtsson comenzó a comportarse como un nido de serpientes. Se fue deslizando, deshaciendo el enredo en el que había terminado. Dios rebobinó el desarrollo de los acontecimientos para que las heridas del cuero cabelludo también se curaran.
Tardó un segundo.
«Piltrafilla mía. ¡Qué cosa más absurda!»
Luego el Señor abrió la boca y mandó un susurro hasta el cuerpo de la mujer. Por todo el Cielo sonó como una brisa divina, y los ángeles disfrutaron de esa caricia revitalizante mientras pasaba.
En el vecindario de la señora Bengtsson se soltaron algunas tejas y algunos cubos de la basura cayeron y empezaron a rodar por la calle, empujados por un soplido que pasó como un rayo.
Fue demasiado intenso y breve para que el oído humano pudiera comprender la única palabra que llevaba consigo, porque en aquel viento se escondía un hálito de Dios, una palabra Suya que se abrió paso por la ventana del cuarto de baño, entró por la boca de la señora Bengtsson y se metió en cada fibra de su cuerpo:
«¡Vive!»
Tardó otro segundo.
El ama de casa dio una sacudida, se tumbó de lado y tosió toda el agua que había respirado en un largo y único chorro.
La señora Bengtsson estuvo muerta exactamente treinta y ocho segundos. Un segundo por cada año vivido.
«¡Santo Dios!», pensó la señora Bengtsson.
«De nada», pensó Dios y la dejó a solas. Y cambió de novela.
Temblando de brazos y piernas la señora Bengtsson se dio la vuelta para quedarse boca abajo en la bañera y luego levantó el cuerpo hasta ponerse de rodillas. Una postura adecuada, cabe pensar, pero en ningún caso pretendía ser una muestra religiosa de agradecimiento. Cuando la señora Bengtsson pensó «Santo Dios» no fue ninguna invocación sino una mera frase retórica, una exclamación que había perdido su significado real, como les ha ocurrido a tantas otras personas.
«¡Me he ahogado!»
Sin duda, esto tenía mucha más relevancia para la temblorosa y arrodillada mujercita de la bañera. Esto no era una frase retórica, ¿cómo iba a serlo? No eran palabras vacías ni una expresión sin sentido. Era terriblemente cierto.
Tan pronto como hubo recobrado el conocimiento, la señora Bengtsson se convenció de que había muerto.
Se palpó el cuero cabelludo con los dedos y se masajeó las raíces del pelo pero, para su sorpresa, no sintió dolor alguno. Se acercó las manos a la cara esperando verlas teñidas de rojo, pero lo único que encontró en ellas fueron restos del aromático suavizante. Sin embargo, sí que encontró marcas rojas en torno a la fatal rejilla.
Con la frente arrugada por el asombro, decidió terminar de una vez la tarea de aclararse el pelo.
¿Qué había pasado?
No se refería al hecho de haber muerto. No, la forma en que había perecido la tenía dolorosamente registrada en la memoria. Pero… ¿Cómo podía estar viva? ¿De dónde había salido la vida que sin lugar a dudas la llenaba en este momento? Se aclaró el pelo una y otra vez mientras pensaba y se cuestionaba lo sucedido, hasta que el agua del calentador empezó a salir fría, después de casi trescientos litros de agua caliente reflexionando.
Entonces descubrió el cadáver de las sales minerales egipcias y la cortina de baño amontonada en el suelo, y su cerebro se puso automáticamente en el modo «ama de casa».