En 1976, Dick Clark me dijo que el Teatro estaba muy bien y todo eso, pero que, a fin de cuentas, no era más que «una pulga en el culo de un elefante».
Este es mi informe.
En
Adiós a las armas
de Hemingway, un soldado norteamericano que huye de la guerra juega al billar con un aristócrata europeo. El aristócrata dice que Estados Unidos ganarán la guerra sin duda alguna, y el norteamericano le pregunta cómo puede estar tan seguro. Norteamérica ganará, responde el otro, porque es una nación joven, y las naciones jóvenes siempre ganan las guerras. Entonces, ¿cómo es posible que estas naciones decaigan?, pregunta el norteamericano, y se le dice que decaen porque, con el paso del tiempo, se hacen viejas.
Una vez vi una película que mostraba la transformación de un individuo, de la arrogancia a la humildad, en un abrir y cerrar de ojos. Un periodista de investigación de un canal de televisión de Chicago había escondido una cámara para grabar las fechorías de un chulo que maltrataba a las muchachas que trabajaban para él.
Una agente de la policía de Chicago se hacía pasar por prostituta que deseaba ser protegida por el chulo. En la película, la chica se presenta y el chulo se pavonea y alardea de su dominancia. Para subrayar sus palabras, le pega a la chica policía en la cara, haciéndola caer. Varios policías de Chicago salen de sus escondites y durante largos segundos le sacuden una buena paliza al chulo. El chulo cae al suelo e inmediatamente le hacen ponerse en pie. Está hundido y ensangrentado, y su arrogancia ha desaparecido, sustituida por un comportamiento infantil. «¿Qué me ha ocurrido?», dicen sus ojos. «Si soy yo, y todo el mundo me quiere… ¿Por qué me hace daño esta gente? ¿Es que nadie va a ayudarme?»
Su arrogancia y el precio de la misma se le han revelado en un instante. En un instante, se ha convertido en la perfección de la Forma Trágica: llega a conocerse a sí mismo en el mismo momento en que su condición cambia de Rey a Mendigo. Como Edipo rey, como Lear, como cualquier nación que se hace vieja.
Con nuestra negativa de asilo a los refugiados de América Central estamos reconociendo nuestra condición de Nación Vieja, una nación que se duerme en sus laureles, una nación que saca su autoestima de un banco de crédito moral que, si es que alguna vez existió, hace mucho tiempo que se quedó sin fondos.
«No necesitamos
hacer
el bien», estamos diciendo, «porque
somos
buenos. Todo el mundo nos quiere, y las cosas que hacemos son buenas
de facto
. Son buenas porque las hacemos nosotros».
En nuestro nombre, nuestro gobierno pregunta: «¿Cómo podemos estar seguros de que estos refugiados están verdaderamente huyendo de la Opresión Política? ¿Y si resulta que sólo tienen
hambre
? Ofreceremos refugio a los miserables en la medida en que ello halague la imagen que tenemos de nosotros mismos. Pero en lo que respecta a sus necesidades reales, no nos sentimos en absoluto responsables.»
Y así, el amor a la libertad de una nación joven se ha convertido en amor al poder de controlar, mediante la concesión o negación de libertad. El amor a la libertad se ha convertido en amor al poder.
Pero en el poema de Emma Lazaras «El nuevo coloso», que tiene ya cien años, no encontramos amor al poder, sino una celebración de la humildad ante Dios.
Su poema y la estatua de la
Libertad
de Bartholdi no son celebraciones de santidad, sino de agradecimiento. Fueron actos de una nación joven para bendecir la mano de Dios que le había dado libertad de culto, de expresión, de modo de vida. La nación de 1886 daba las gracias a Dios de palabra y de obra, y la obra fue un sacrificio realizado con alegría, y dicho sacrificio fue la libre inmigración.
Al aceptar al Extranjero, al acoger a los miserables del mundo, la Joven Nación Americana creció y prosperó y se convirtió, con el inevitable discurrir del tiempo, en una Nación Vieja.
Vemos en tomo nuestro los rasgos distintivos de nuestra época: una economía basada en el despilfarro, el coste moral y económico de mantener un ejército en pie de guerra, la política de inmigración utilizada como instrumento político. Estos signos, además de constituir otros tantos símbolos, contribuyen al ambiente de miedo en el que vivimos.
Miramos a nuestro alrededor y nos preguntamos por qué ya no somos capaces de ganar una guerra, equilibrar un presupuesto, garantizar la seguridad de nuestros ciudadanos aquí y en el extranjero. «¿Acaso no somos», nos preguntamos, «el mismo pueblo de buen corazón y buena voluntad; en definitiva, el mismo pueblo encantador que siempre hemos sido?» Y mientras nos lo preguntamos, nos vemos sometidos a una humillación tras otra, todas inevitables. Tales golpes son inevitables porque, según las leyes de la tragedia, nuestra historia aún no está completa. Estamos experimentando una inversión de la situación, pero nos negamos a reconocerlo. Sufrimos en nuestra patria y en el extranjero, porque somos como los hijos mimados de los ricos. Consideramos el confort como nuestro estado natural y aceptamos la obediencia de los que, sin evidencia alguna, consideramos como nuestros beneficiarios.
Para garantizar la seguridad de nuestra imagen de Pacificadores nos hemos convertido en una nación belicosa, dedicada a la producción masiva de armamento; y, literalmente, preferimos morir a
revisar
, y no digamos ya alterar, nuestra imagen de pueblo que todo lo ve y siempre tiene razón. Y así, como los héroes de las tragedias, como el chulo de la película, hemos tratado de apropiarnos los atributos de Dios y, de la misma manera que otros héroes descarriados, debemos sufrir y sufriremos.
Hace cien años, en una época de abundancia en todos los aspectos, en una época de plenitud espiritual simbolizada por el poema de la señora Lazarus y la estatua del señor Bartholdi, éramos un país diferente. Éramos una Nación Joven. Nuestro orgullo nacional no se basaba en ser el protector del mundo, sino en ser su consuelo. Nuestro electorado no estaba formado por los políticamente correctos, sino por los políticamente repugnantes del mundo. Y aquella función, aquel orgullo, aquella orientación, hicieron de nosotros, durante algún tiempo, una nación verdaderamente grande.
En 1886, la libre inmigración no representaba para Estados Unidos ninguna dificultad económica ni psicológica; en la actualidad significa ambas cosas. Pero también nos proporcionaría la paz y una protección que no se consigue con ningún arsenal atómico ni con ningún detector de metales. La libre inmigración, como bien decía la señora Lazaras, nos daría algo que resultaría más reconfortante y más poderoso que la fuerza de la razón moral: nos daría humildad ante Dios.
No soy muy dado a la política. Considero que la mayoría de los políticos son Tan Malos Como Cabría Esperar. Pero me entristece la decadencia del proceso político norteamericano, que queda claramente de manifiesto en la ausencia de auténtico debate entre los candidatos.
No es que crea que alguna vez se nos haya ofrecido una presentación honesta de ideas enfrentadas, para la edificación de un electorado ávido de información, no. No añoro ninguna apócrifa Edad de Oro de los Coloquios. Echo de menos el debate político como Reyerta de Matones. Echo de menos el espectáculo del candidato utilizando su ingenio como cachiporra, y empleando las armas de la retórica espontáneamente y sin consideración por la verdad, con el fin de obtener ventaja personal.
Lo que nos venden en estos tiempos como debate político no es más que un Juicio de Dios. Nosotros, el electorado, somos los jueces del combate: puntuamos según la habilidad de la cabeza parlante para soltar su parlamento, y quitamos puntos no por su incapacidad para responder, sino, por el contrario, por su incapacidad de ajustarse al texto preparado.
Estuve viendo el primer debate televisado entre George Bush y Michael Dukakis. Siendo como soy norteamericano, esperaba que uno de los dos se revelara como claro perdedor, para tomar partido por él. Mis esperanzas de contemplar una confrontación dramática y divertida aumentaron cuando el señor Bush comenzó a poner en duda el patriotismo del señor Dukakis. «Sí que son atrevidos sus asesores», pensé, «pero vaya sorpresa se van a llevar cuando Dukakis reaccione y empiece también a
pelear sucio
. Sí, sí, ahora que Bush ha empezado el baile, vamos a contemplar un auténtico Duelo Americano. ¡Qué estupendo!» El amable lector no solamente podrá imaginar, sino que seguramente compartió mi decepción cuando el señor Dukakis se negó a Erguirse Sobre sus Cuartos Traseros y Pelear.
Su pacifismo ofendió mi sentido del drama y de la historia. No sólo era una ocasión para una buena pelea: era una ocasión para una buena pelea en la gran tradición norteamericana de «Bueeeno, como todos habéis visto, hasta ahora me he mantenido impávido, y he dado suficientes muestras de paciencia ante la provocación, pero ya no sería digno de Llamarme Hombre si aguanto más».
Este es el auténtico meollo del Sueño Americano: un hombre pacífico es objeto de
tantas
provocaciones que los mismísimos dogmas del pacifismo quedarían ultrajados sí no se lanzara a pelear. (Permítaseme citar dos de nuestros principales documentos sobre el tema:
Raíces profundas y Conspiración de silencio
.) Pero el señor Dukakis no había prestado suficiente atención a nuestro patrimonio cinematográfico y se retiró a su esquina con aire fastidiado cuando debería haberse liado a bofetadas.
Y por eso, yo, que viendo la televisión me sentí ofendido como telespectador, le he escrito al señor Dukakis el siguiente discurso:
Como sabéis, en toda Elección Presidencial, uno u otro partido dice que «nunca la elección había estado tan clara, y nunca había sido tan importante».
Pues no sé. Al candidato y a los que trabajan para el candidato les gusta sentirse importantes; a todos nos gusta sentirnos importantes, y a todos nos gusta pensar que nuestro voto es importante.
No sé sí ésta es «la decisión más trascendental de vuestras vidas». Pero creo que se trata de una decisión importante.
Como estáis viendo, la elección está muy disputada. Yo creo que eso es bueno para el país. Creo que es bueno llamar a las cosas por su nombre, y no veo razón para no hacerlo así.
El señor Bush ha insinuado una y otra vez que yo no soy nada patriota comparado con él. ¿Por qué dice eso?
Ni él se cree que yo no sea patriota. ¿Por qué tiene que acusarme de una cosa así?
Lo hace porque conviene a sus intenciones.
No cree que los que se oponen a la Oración en las escuelas sean malos patriotas. Lo dice porque conviene a sus intenciones.
Suelta esos exabruptos porque yo, como contrincante suyo,
me he metido en su camino
, y conviene a sus intenciones insultarme y acusarme de cosas que sabe que son falsas. Lo hace porque lo considera conveniente. También ha puesto en tela de juicio mi «pasión».
¿Qué es eso de la «pasión»?
¿Qué es lo que le importa a una persona?
Permitid que os haga una pregunta.
Supongamos que estáis en una fiesta o en una reunión social. La conversación versa sobre el problema de los Sin Hogar. Tú dices: «Hay ahora mucha más gente sin hogar en las calles que hace diez años. ¿Qué podemos hacer?» Tú y tus amigos discutís el problema. Uno dice «Hagamos una colecta de ropa». Otro dice «Me pregunto dónde podríamos enviar dinero o comida», y así sucesivamente. Entonces, un tipo dice «Deberíamos crear mil puntos de luz».
¿Qué pensaríais de ese hombre? Puede que le apasione su
frase
, pero no le apasiona el problema. Si le apasionara,
haría
algo al respecto.
Una frase bonita, creada por un escritor de discursos, no es pasión. Pasión es lo que verdaderamente importa a las personas. Y se puede deducir con bastante exactitud lo que les importa viendo lo que
hacen
.
¿Qué es lo que le importa a Bush?
Le importan los intereses particulares propios y de su grupo de compinches. Eso le importa mucho más que la Ley.
El y su camarilla han subvertido la Constitución, han subvertido la Ley de la Tierra, la Ley que juraron defender, al canjear armas por rehenes.
Cualquiera que fuera la razón por la que lo hicieron quebrantaron la Ley y no se arrepienten.
Sabéis que eso es verdad.
No lamentan haber quebrantado la ley, ni siquiera parecen darse cuenta de que lo que hicieron está mal.
Ahora bien, es posible que algunos de vosotros estéis de acuerdo con las acciones de Bush, con las acciones de su camarilla,
pero podéis estar seguros de que si quebrantó la ley en ESTE caso
—en el que estáis de acuerdo con él
—,
quebrantará la ley y la burlará y mirará para otro lado en otros casos
EN LOS QUE NO ESTAREIS DE ACUERDO
, y con fines que os parecerán despreciables, siempre que convenga a sus intereses
.
Os habréis fijado en cómo utiliza la frase «el gobernador de Massachusetts», y en las constantes alusiones a que yo soy de Massachusetts, como una especie de «código».
Lo que pretende decir es «vosotros sabéis, tan bien como yo, que Massachusetts no forma parte de América, o es "menos" América, o no es la "América" que a vosotros y a mí nos gusta».
¿Es eso lo que cree Bush?
¿Cree verdadera y «apasionadamente» estos maliciosos comentarios e insinuaciones? ¿Cree que una parte del país vale menos que otra?
Pues claro que no. El es del Este, pasó gran parte de su vida en Massachusetts y fue al colegio allí. Eso es lo que es.
¿Qué clase de hombre se rebajaría a dividir la unión de estos Estados Unidos a base de insinuaciones y sarcasmos?
¿Por qué hace esto? El sabe que Massachusetts no es ni más ni menos americano que cualquiera de los demás estados.
¿Por qué desacredita su propia tradición? ¿Por qué da a entender algo que sabe que es injusto y falso, además de ser destructivo?
Lo hace porque conviene a sus intenciones
.
Y si lo hizo con
mi
estado cuando convenía a sus intenciones lo hará siempre que le convenga con el estado en el que
vosotros
vivís, o con el sindicato al que pertenecéis, o con la profesión que ejercéis.
Podéis escuchar la voz que dice «¿Qué podéis esperar del gobernador de Massachusetts?» y oiréis la misma voz diciendo «¿Qué podéis esperar de un obrero metalúrgico?» o «de un médico» o «de uno del Suroeste».