La cuestión no era si había o no comunistas en el Departamento de Estado, ni, en caso de haberlos, qué perjuicios hubieran podido causar alguno; la cuestión era si uno estaba o no dispuesto a adherirse a la
declaración
de que había comunistas en el Departamento de Estado, y una vez hecho esto, a erradicar, no a esos comunistas, sino a todos aquellos que no compartieran la creencia en su existencia. Así pues, cuanto más abiertamente incorrecto o absurdo sea el contenido de un credo, tanto mayor será su utilidad como prueba de lealtad, porque entonces podremos tener la certeza de que sus seguidores no lo han aceptado casualmente debido a su conveniencia.
De manera similar, por medio del Método —la filosofía/técnica/estética nacida en el Group Theatre y desarrollada en el Actor's Studio— generaciones de actores, directores y aspirantes a ingresar en sus filas fueron informados o dedujeron que la sabiduría teatral sólo podía hallarse en una única fuente, y que la admisión a esta fuente de sabiduría sólo estaba al alcance de quienes juraran su lealtad, no a la idea del
Teatro
(fuera cual fuese el concepto que cada individuo pudiera hacerse de esta idea), sino más bien a la idea del Método, un sistema intelectual tan sumamente correcto que su utilidad no podía calibrarse según las normas teatrales tradicionales, es decir, la capacidad del intérprete para comunicar al público la idea de la obra.
El Evangelio, transmitido al Group Theatre por Stanislavsky, tuvo tanto éxito —porque las ideas de Stanislavsky eran y son todavía útiles— que sobrevivió a la brillante existencia artística del Group y se mantuvo bajo su forma institucional en el Actor's Studio y el Lee Strasberg Theater Institute, donde hoy podemos ver a la séptima u octava generación de alumnos de los alumnos de los alumnos… de Stanislavsky reiterando una serie de conceptos teatrales en cuya creación no han intervenido y cuya utilidad real nunca han puesto a prueba delante de un público.
Lo que poseen estas personas es una fe sincera en que las cosas que les han dicho son correctas. Lo que han perdido es el interés por saber si estas cosas son útiles o no.
El entusiasmo abrumador que se vive en el nacimiento de cualquier experiencia artística nueva procede de la sensación de
descubrimiento
, la sensación de ser un explorador que, armado únicamente con una mezcla de humildad y saludable arrogancia, está creando algo a partir de la nada, sin más herramienta, tema o material que
la naturaleza de las cosas tal como son
. Esto no puede hallarse acudiendo a una autoridad.
Stanislavsky se dedicó a observar, poner en tela de juicio y codificar sus ideas teatrales con un solo propósito: llevar al escenario la vida, según sus palabras, «del Alma Humana». Y esta vida no se expresaba únicamente, quizá ni siquiera principalmente, por medio del alma del actor, sino que se expresaba por medio del alma
de la obra
. Con este propósito, Stanislavsky escribió, enseñó y representó aquello que juzgaba correcto para sí y para su público, en aquel breve período en que vivieron.
Del mismo modo, cualquier artista verdaderamente creativo, en cualquier época y bajo cualesquiera circunstancias que le toque vivir, se sentirá impulsado a observar el mundo tal como a él le parece evidente, y a sacar las conclusiones que le ayuden a mejor practicar su arte. Con toda probabilidad, esta observación incluirá una parte de instrucción, pero no tiene por qué limitarse a ella, ni siquiera tiene por qué derivar principalmente de ella.
¿Cuál es la respuesta al problema de los bonos al portador planteado por Stanislavsky? El mismo dijo que cuando se supiera analizar e interpretar correctamente el problema se sabría actuar; por tanto, la pregunta es: ¿cómo se actúa?
Se empieza con un enigma. Cada uno ha de hallar la respuesta por sí mismo.
Me acuerdo de Riverview. Aquel gigantesco parque de atracciones estaba emplazado en el Lado Norte de Chicago. Era magnífico, peligroso y emocionante. Había fenómenos de feria, estaba la famosa montaña rusa de BOB, la más rápida del mundo, y el ROTOR, un cilindro del tamaño de una habitación en el que uno se ponía de pie contra la pared y empezaba a girar mientras el suelo se retiraba; y estaba el
SALTO EN PARACAÍDAS
, el símbolo de Riverview, que se veía a una milla de distancia.
Había juegos ilegales, uno se podía matar en los aparatos, todo el recinto apestaba a sexo. Una excursión a Riverview era más que emocionante, era una aventura peligrosa y onírica para los niños y para sus padres.
Mi padre me montó en el Salto en Paracaídas. Poco a poco, nos subieron a una altura de diez pisos, sentados en una plataforma tambaleante que colgaba de una cuerda raída. Cuando llegamos a lo alto del andamiaje, el paracaídas cayó, el asiento se hundió bajo nosotros, y mi padre dijo, con un hilo de voz: «Jesús, aquí morimos los dos!»
Recuerdo que me pregunté por qué no me aterroricé al ver su miedo. Yo creo que me sentía orgulloso de estar compartiendo con él una experiencia tan de adulto.
Había hombres negros en traje de baño, sentados en asientos que colgaban sobre cubas de agua. Los hombres blancos pagaban para tirar pelotas contra una diana. Si la pelota daba en la diana, los negros caían a las cubas. Aquellos negros eran Tíos Tom con acento del Sur muy forzado.
La trampa imperaba. A todo el mundo le timaban, le desplumaban, y encima le daban de menos en el cambio. Qué carajo, para eso íbamos allí. Aquello era una
feria
, no un sitio de tiovivos y algodón de azúcar, sino
una feria
, y allí nos reíamos del horror de la existencia, diciendo «Que te jodan, esta noche me voy a divertir». Y aquella era nuestra Diversión Familiar.
¿Servía para mantener a la familia unida? Podéis apostar a que sí. Han pasado treinta y cinco años, y aún atesoro aquellos recuerdos, como cualquiera que haya estado allí de chaval con su familia. Como cualquiera que haya estado allí,
y punto
. Te daban por tu dólar la emoción que te habían prometido. Riverview: el
nombre
mismo era mágico para un chaval de Chicago en aquellos tiempos, tan mágico como el de la primera chica con la que te acostaste, y lo digo de verdad.
Mí familia me llevó a Disneylandia el año en que lo inauguraron. Fue en 1955, yo tenía ocho años, y me parece que gran parte del parque estaba todavía en construcción.
Treinta años después, volví allí con mi hija de cinco años. Y me acordaba de todo. Me acordaba de la ruta de una atracción a la siguiente. Me acordaba de dónde estaban los puestos de perritos calientes. No había cambiado nada. Me encantó acordarme de los menús piratas del restaurante, y de los menús con orejas, que se desprendían y podían usarse como máscaras. Me acordaba de los recuerdos que se vendían. Monté en el Dumbo Ride, y mi mujer me sacó una foco con mi niña, que es exactamente igual que la que me saqué con mi madre en aquel mismo elefante.
Cuando salíamos del parque nos encontramos con un desfile en la Calle Principal de Disneylandia. Se trataba de un desfile conmemorativo del Sexagésimo Aniversario de Mickey Mouse. Un suntuoso panegírico, diseñado para evocar sentimientos de lealtad-Una parte del espectáculo consistía en variaciones musicales de la Canción de Mickey Mouse
(«M-I-C… see you real soon / K-E-Y… why? Because we like you»
[3]
, etcétera), que yo había estado oyendo y tarareando todos los días de labor durante los varios años que vi
El club de Mickey Mouse
en televisión. Me acordé de Jimmy Dodd, el presentador del
Club
, que cantaba para los espectadores, en plan bastante paternalista, y me acordé de lo que me conmovían sus muestras de cariño.
Pues bien, aquí nos tienen treinta años después, niños y mayores, sonriendo al escuchar el mismo himno y felicitando a Mickey.
Y me pregunté: ¿Pero qué estamos respaldando en realidad? ¿A quién estamos felicitando? ¿Cómo y con qué fin se ha evocado este cálido sentimiento?
¿Es posible que nos sintiéramos «bien» deseándole feliz cumpleaños a un ratón? Ni siquiera es un ratón, es un personaje de dibujos animados. ¿Estábamos felicitando a una empresa comercial? Porque no cabe duda de que Disneylandia es la más comercial de las empresas. Es el
no va más
en control de masas; resulta aterrador pensar que, en un día de aforo moderado, uno se pasa aproximadamente cincuenta y cinco minutos de cada hora haciendo cola, que una estancia de cinco horas en el parque contiene veinticinco minutos de «diversión». Las vueltas y revueltas, y los cachivaches a lo largo de la cola, están diseñados para crear la ilusión de que la cola es más corta de lo que en realidad es. Uno pone todas sus esperanzas en un Arco de Allá Arriba, que sin duda debe ser la entrada al sitio, sólo para descubrir, al llegar a dicho arco, que allí todavía sigue la cola, que hay que esperar más, hasta llegar a los arcos de allá arriba, pero que ya no falta mucho. Pero
al llegar a los arcos
, uno descubre… etcétera.
¿Por qué nadie se queja? ¿Por qué todo el mundo vuelve? ¿Tan emocionantes son las atracciones? No, son entretenidas, y algunas son bastante buenas, pero no son más emocionantes que cualquier atracción normal de feria ambulante. ¿Tan agradable es el ambiente? No. Por el contrario, a mí me parece que la atmósfera es bastante opresiva. Es muy homogénea racial y socialmente, lo cual puede deberse en gran parte a su ubicación geográfica. Pero lo más importante es que se nota en el parque una cierta atmósfera de
opresión
. Se tiene la molesta sensación de que te están vigilando.
Y desde luego, te
están
vigilando. Te vigilan los interesados en el control de masas, con la doble finalidad de extraer el máximo de dólares a sus visitantes y de garantizar su seguridad. Yo creo que la atmósfera de opresión se debe a que la preocupación por sacar dólares supera con mucho a la preocupación por la seguridad, pero las reglamentaciones se presentan como si tuvieran como principal y último fin
cuidar
del visitante: protegerlo, guiarlo, sosegarlo.
Uno acaba aceptando la idea de que las cosas en Disneylandia se hacen
por tu bien
. Y no contento con obedecer los abundantes letreros que prohíben esto y lo otro, uno acaba preguntándose «¿Estará esto permitido aquí?». «Esto» puede ser, por ejemplo, fumar, comer en la cola, etcétera.
En Disneylandia, uno acaba aceptando (aunque necesita bastante ayuda) la idea de que Todo lo que no es Obligatorio está Prohibido. Y esto, como en cualquier otro estado totalitario, equivale a asumir la autoridad y transformarla en la Voz de la Razón.
Así se crea un Superego social, que a veces puede resultar muy útil, pero que queda un poco fuera de lugar en un parque de atracciones. Por ejemplo, (1) el Ello dice: «Qué demonios, me voy a saltar la cola para llegar antes a la Montaña Espacial»; (2) y el Ego responde: «No lo hagas. Te pillarán y te castigarán de algún modo»; y así, para superar la ansiedad y la humillación de verse sometido a una fuerza superior, (3) se crea un Superego que dice «No, no es que tengas miedo de la autoridad, nada de eso, lo que pasa es que distingues entre el Bien y el Mal y
quieres
ponerte a la cola, porque es la forma correcta de actuar».
Y yo creo que es
esta
sensación lo que celebramos al cantarle himnos a Mickey Mouse, la sensación de que Soy Una Buena Persona. Soy bueno, y además
feliz
, y no pienso hacer nada malo. Esta es la sensación que te venden en el parque. Como parque de atracciones, no vale lo que pagas. No es que no pueda compararse con Riverview, es que es menos divertido que un salón de videojuegos. El fenómeno Mickey Mouse resulta absorbente, no a pesar de su aspecto autoritario, sino debido a él.
En una granja de Vermont, cerca de mi casa, nació una vaca. Vimos su fotografía en el periódico local. La vaca era extraordinaria por la siguiente razón: en su costado blanco presentaba una combinación de tres manchas negras y redondas, reconocibles en todo el mundo como la silueta de Mickey Mouse. La silueta del ratón era bastante grande, como de un metro de diámetro, y era perfecta. Se decía que unos representantes de Disneylandia iban a venir a ver la vaca.
Tiempo después leí una noticia que decía que el parque había adquirido la maravillosa vaca y la estaba exhibiendo, y que se había pagado por el animal el precio normal del mercado.
Lo primero que pensé fue «Me parece muy bien», pero en seguida me dije «Un momento. ¿Qué está pasando aquí? Esa vaca decorada vale una fortuna para la gente de Disney». Así era, efectivamente, y al pensarlo mejor me pregunté: (1) ¿Por qué demonios el propietario de la vaca aceptó desprenderse de la misma por menos de una enorme fortuna?; (2) ¿Por qué la gente de Disney consideraba conveniente divulgar que (desde otro punto de vista, bastante comprensible) había
robado
la vaca?; y (3) ¿Por qué yo les seguía el juego y no sólo aprobaba la transacción sino también su orgullosa proclamación de
lo que ellos consideraban
el modo correcto de actuar?
La gente de Disney me estaba diciendo que al pagar sólo «el precio normal del mercado», o algo por el estilo, estaba en realidad
protegiendo mis intereses
. Tal cual. Eso es lo que estaban haciendo, y así lo entendí yo. ¿Cómo? ¿De qué posible manera estaban protegiendo mis intereses?
La gente de Disney compró la vaca maravillosa por su valor publicitario. Iba a servir para
crear ingresos
para su empresa.
Si
la vaca fuera a servir para divertir a los visitantes del parque (y así aumentar los ingresos de la empresa), ¿en qué iba a afectar a la diversión el precio pagado por la vaca? Por el contrario, ¿no sería más conveniente para el espectáculo proclamar «Comprada para ustedes a un Precio Exorbitante»?
Y por último, ¿por qué pretendían convertirme en cómplice? ¿Qué era lo que me estaban vendiendo? Ni «espectáculo», ni «diversión», ni «emoción». Me están vendiendo la idea de que soy una Buena Persona que Piensa Como es Debido.
Pues bien, soy perfectamente capaz de congratularme solo y no necesito que me vendan ideas como ésa. Y aunque me resulta difícil, muy difícil, tengo que confesar que no me gusta Disneylandia. Me parece excesivo que un parque de atracciones venda su producto apelando a, y quizá incluso poniendo en tela de juicio, la autoestima de la gente que paga la entrada. En cuanto a eso de «¿Por qué? Porque nos gustas», déjenme que yo decida, y muchas gracias.