Esto no significa, naturalmente, que en Hollywood todos los tratos entre desconocidos deban concluir en un resultado penoso; pero creo que es lo que sucede entre «muchos» y «la mayoría» de los casos. Por consiguiente, decidí que, en mi primera película como director, y por lo que me pareció una cuestión de buenos principios, marcaría la baraja de antemano y realizaría la película con mis amigos, actores y decoradores con los que había trabajado durante muchos años.
Otro de mis amigos, Art Linson, era el productor de
Los intocables
. Cuando charlábamos por teléfono, yo rodando en Seattle y él de preproducción en Chicago, a veces se refería a algún problema de producción que se le había planteado en su película de alto presupuesto y comentaba: «No sabes la suerte que tienes…» Pero sí lo sabía.
Había trabajado con los cinco actores principales durante un promedio de once años y medio cada uno, había trabajado con los dos decoradores durante diez años, y con el compositor desde que fuimos juntos a la escuela secundaria.
Estas personas nada necesitaban demostrarme, y, más importante todavía, yo nada necesitaba demostrarles a ellos. Toda la energía (poca o mucha, pero alguna siempre) que se dedica a establecer la respectiva buena fe en una colaboración artística entre desconocidos («¿Cuánto sabe este individuo? ¿Puedo fiarme de él? ¿Va a perjudicarme?») en nuestra película pudimos dedicarla a otras cosas. Durante el rodaje de
Casa de juegos
, Art Linson voló a Seattle desde Chicago, en plena preproducción de
Los intocables
, para hablarme de los cambios que Brian de Palma y él querían que les hiciera en el guión de esta película. Temo que mi falta de colaboración se vio matizada tanto por la dureza necesaria de «no tener tiempo para concentrarse en los problemas de otra gente» como, la verdad sea dicha, por una chispa al menos de placentera crueldad; es decir, algo así como: «Vosotros me hicisteis sudar durante un par de meses y yo tuve que "comprender vuestra situación". Ahora, comprended vosotros la mía…»
Seguramente, también estaba pasando a Art y Brian parte de la factura por siete u ocho años de trabajo con productores que se olvidaban de decir «gracias» o usaban la expresión «dilema moral». Dicho de otro modo, me sentía lleno de importancia y, tras siete años de aguantar, me permitía pavonearme un poco.
El hecho de dirigir una película tiene una cosa: la cantidad de deferencia que uno recibe es
impresionante
. El equipo técnico te trata con deferencia en razón de la legítima necesidad de una estructura de mando en este tipo de empresa, y buena parte del mundo exterior te trata también con deferencia por tu capacidad, verdadera o imaginada, de conceder favores, contratos, empleos, pedidos, etcétera.
Esta deferencia resultaba absolutamente refrescante tras varios años de relacionarme con Hollywood desde mi lugar de escritor (y debo añadir que, si hemos de guiarnos por los criterios locales, fui sumamente bien tratado).
Una de las conversaciones en Hollywood que más atesoro fue de la siguiente manera: acababa de hacerle una sugerencia a un productor y él me contestó: «El gran respeto que siento hacia tu talento me impide seguir aquí sentado escuchando mientras tú sueltas semejantes burradas.»
Es agradable ser tratado con deferencia y, me parece, más agradable aún ser tratado con cortesía, cosa que, creo estaremos todos de acuerdo, es casi absolutamente desconocida en las relaciones de Hollywood.
Cuántas veces nos hemos dicho, o pensado: «Sí, me gustas, y yo te gusto a ti, conque podemos prescindir de toda esa basura de la "cortesía" porque tenemos una película por realizar y nuestra rudeza no va a hacer que sea peor.» Pero, por supuesto, sí hace que sea peor; y aunque no fuera así, hace que el tiempo que dedicamos a ella sea menos agradable.
Otra cosa: creo saber que esa grosería que en muchos tratos de Hollywood pasa por una Refrescante Franqueza no se usa como una manera conveniente de facilitar un negocio difícil; se usa, más bien, porque nos vemos unos a otros como moneda de cambio, y tendemos a pensar así: «Puedo tratarte como me dé la gana, porque,
si necesitas algo de mí
, no te queda más remedio que aguantarlo, y quiero que lo sepas.» Que me corrijan si me equivoco.
La contrapartida a toda esa deferencia y cortesía de que uno disfruta al ser el director de una película es, naturalmente, que uno debe
dirigir
la película.
Dirigir es, en mi opinión, muy parecido a ser el guardián nocturno de algo que uno mismo juzga invaluable: hay que mantener una vigilancia inflexible durante un período muy largo, y la verdad es que resulta agotador.
Cuando me hallaba en mi fase de «que sigan positivando esta toma hasta que Kodak tire la toalla», solía sentarme a ver las tomas diarias con diez o veinte técnicos y actores y, como había mandado positivar seis tomas y al llegar a la sexta ya no era capaz de recordar la primera, solicitaba una votación a mano alzada para que cada uno dijera cuál era su preferida… Cada vez que realizaba una votación, obtenía unas cuantas risitas, unas cuantas manos y mucho nerviosismo, hasta que caí en la cuenta de que el director era
yo
, y que aquello no tenía la menor gracia. Los actores y los miembros del equipo técnico ponían todo su empeño en sus respectivos trabajos,
y
no estaba bien que les pidiera, ni siquiera en broma, que se ocuparan del mío.
Eso fue lo que aprendí en mis vacaciones de verano.
Una película
no
es una cuestión de colaboración, cosa que implica igualdad, sino de contribución, al menos de posición. Una película se produce bajo las más estrictas y detalladas condiciones de jerarquía, como todos sabemos. Fingir que no es así representa un insulto para quienes se hallan por debajo en la escala jerárquica y una excusa para los que están por encima. Y descubrí que la mayor cortesía que uno puede recibir u ofrecer consiste en realizar bien la tarea que tiene encomendada.
Personalmente, dirigir una película me resultó agotador, vivificante, aplacador y adictivo. Disfruté enormemente.
Art Linson me ha dicho que la semana que viene Brian de Palma me dejará ver
Los intocables de Eliot Ness
, y estoy impaciente. La semana que viene, además, como ya he dicho, casi habré terminado
Casa de juegos
, salvo la sincronización del color, y algunas semanas después comenzaré a pensar en la preproducción de mi próxima película con Mike Hausman,
Las cosas cambian
, que empezaremos a rodar en octubre.
El tiro al blanco apela a dos aspectos básicos de nuestro carácter norteamericano: el gusto por la habilidad y el deseo de oír estampidos. He sido durante años un tirador de patio trasero (el término técnico es
rompelatas
). Tengo una diana instalada sobre un tocón a veinticinco metros de mi porche trasero, y detrás de ella un montón de siluetas metálicas oscilantes; y para despejarme a mitad de una jornada de escritura (o de fingir que escribo), salgo de vez en cuando al porche con una pistola del 22 y rompo unas cuantas latas. Mi mujer dice que «me puede oír pensar».
Es la mar de divertido poder extender tu alcance a cincuenta o sesenta metros, oír el «ping» de la silueta metálica o romper la lámina de Necco. Para disfrutar con el tiro al blanco hay que ser capaz de darle a la diana con bastante frecuencia, y para ello es preciso practicar las habilidades básicas. Son sólo dos.
La primera consiste en tirar correctamente del gatillo. Antes solía decirse que el tirador tiene que apretar el gatillo con tal suavidad que se sorprenda cuando la pistola dispara. Sin embargo, sería más exacto decir que lo que hay que hacer es esto: apretar el muelle del gatillo
poco a poco
(hasta que esté a punto de disparar), apuntando al mismo tiempo, de manera que cuando los puntos de mira estén correctamente alineados con el blanco, la más ligera presión sobre el gatillo haga salir el disparo.
La segunda habilidad consiste en alinear correctamente los puntos de mira. Una de las curiosas anomalías del tiro con pistola es que
no
hay que concentrarse en el blanco, sino en el punto de mira delantero de la pistola. Al apuntar, hay que alinear los siguientes elementos: el blanco, y los puntos de mira delantero y trasero de la pistola. El punto de mira trasero está a unos 75 centímetros de tus ojos, el delantero de ocho a veinticinco centímetros más allá, y el blanco a más de veinte metros por delante. No hay manera de enfocar las tres cosas a la vez. Así pues, lo que hace el tirador es enfocar perfectamente el punto de mira delantero, aunque vea borrosos el trasero y el blanco. Cuando aprendas a hacer esto, cuando, tras una larga práctica, puedas obligarte a resistir el impulso natural de mirar el blanco, empezarás a acertar, como por arte de magia.
Yo tengo una vista fatal, pero después de unos cuantos días de adecuada practica, puedo acertarle a un cuarto de dólar a veinticinco metros con un cierto grado de regularidad. (En realidad, el cuarto de dólar es un blanco muy bueno, porque si lo pegas con cinta adhesiva al centro de una diana ofrece mucho contraste. Una de las exhibiciones de puntería más sencillas e impresionantes consiste en apagar una vela en plena noche; es facilísimo alinear los puntos de vista con la llama, porque es lo único que ves.)
La pistola se inventó como arma de defensa personal. A partir de la aparición de los primeros revólveres de repetición de Samuel Colt (1836), el arma corta empezó a sustituir al sable en las cargas de caballería y en los abordajes.
Como sabemos, la habilidad con el revólver era muy apreciada en la frontera norteamericana. En el siglo XX, cuando los norteamericanos nos trasladamos del campo a las ciudades, tuvimos menos necesidad de desarrollar buena puntería. Y como es necesario practicar para tirar bien, la pistola dejó de considerarse un arma precisa. Se solía decir que con una pistola «sólo debes tirar a lo que puedas acertar de un escupitajo».
El arma corta empezó a adquirir fama de poco precisa, útil para defensa u ofensa personal, pero que sólo podía infligir grandes daños a corta distancia, resultando completamente inútil para usos deportivos legítimos.
Esta actitud comenzó a cambiar después de la segunda guerra mundial, y el cambio se debió al F.B.I.
El F.B.I. observó que, a pesar del riguroso entrenamiento con armas de fuego, sus agentes (y los policías de todo el país) seguían cayendo muertos o heridos en los enfrentamientos.
Los agentes del F.B.I., como los demás policías y los tiradores aficionados de la época, practicaban tirando contra dianas colocadas a distancias fijas. Y el F.B.I. llegó a la conclusión de que este entrenamiento no proporcionaba a los agentes la habilidad necesaria para salir triunfantes en la competición, menos formal pero más exigente, de un auténtico tiroteo.
Se diseñó entonces un curso práctico de puntería, aplicado al enfrentamiento a tiros.
Los agentes empezaron a entrenarse con blancos móviles, en lugar de fijos. Se les enseñó a tirar con rapidez y precisión a distancias imprevistas, en diferentes posturas y con distintas iluminaciones; a decidir con rapidez si disparar o no disparar; a disparar desde detrás de una protección y en posturas forzadas; a recargar y corregir los fallos de funcionamiento con rapidez; y a hacer todas estas cosas bajo tensión; no la tensión del peligro físico, sino la tensión de la
competición
. Los cuerpos de policía de todo el país comenzaron a enviar a sus miembros al curso del F.B.I. para que aprendieran y pudieran enseñar a su vez el manejo práctico de la pistola.
En los años cincuenta surgieron concursos inter y extradepartamentales para poner a prueba estas habilidades
prácticas
. El arma corta, considerada como poco precisa desde principios de siglo, se convirtió en un arma digna de utilizarse en competiciones deportivas de puntería.
Se desarrollaron varias modalidades deportivas: la P.P.C (Practical Pistol Competition) pone el énfasis en las habilidades policiales básicas de localización del blanco, toma de decisiones rápida, recarga y puntería. Por su parte, la I.P.S.C (International Practical Shooting Confederation) tiene una orientación más atlética, e incluye aspectos como escalar obstáculos, etc.
En el tiro al bolo, una especialidad muy popular, se premia la rapidez con que un tirador es capaz de sacar su arma y derribar seis bolos colocados sobre una mesa a siete metros y medio. En estos deportes se valora la combinación de velocidad y puntería.
El tiro a las siluetas se importó de México. Este deporte exige una pericia excepcional, y consiste en derribar siluetas metálicas de animales a distancias de hasta trescientos metros.
La caza con arma corta, como alternativa al rifle, adquirió popularidad y aún se sigue practicando.
A finales de los sesenta, los mejores tiradores empezaron a abrir escuelas de tiro con arma corta, con fines deportivos o de defensa. En todo el país, los armeros se dedicaron a personalizar y construir pistolas y revólveres cada vez más precisos y útiles para la competición. Surgieron prestigiosas y lucrativas competiciones —la Copa Bianci, la de
Soldado de Fortuna
, la Second Chance—, que atrajeron a los mejores especialistas y a gran cantidad de público, y así la casta mejoró y continúa mejorando. Tal vez no resulte exagerado comparar la competición de tiro con arma corta con el piragüismo: ambos deportes cuentan con participantes y espectadores leales y entregados; y aparte de estos participantes y espectadores, muy poca gente sabe que el deporte existe.
En la actualidad, en la mayoría de las competiciones de P.P.C, I.P.S.C y tiro al bolo se utiliza lo que suele llamarse una Colt 45 Automática, una pistola semiautomàtica del calibre 45, que hasta los menos belicosos conocen por las películas.
Esta pistola fue diseñada por John Browning para la Compañía Colt de Armas de Fuego, y fue adoptada como arma de costado por el gobierno de Estados Unidos en 1911. (Flace poco, ha sido sustituida por la Beretta 92SBF de 9 mm.)
Durante la primera guerra mundial, Colt cedió la patente al gobierno de Estados Unidos, y desde entonces la pistola ha sido fabricada por otras muchas empresas, además de Colt.
Encontré por casualidad a uno de estos fabricantes en la trastienda de un establecimiento de comida sana. Estaba comprando alguna golosina cuando oí fuertes ruidos de maquinaria que procedían de la habitación de al lado. Pregunté, y me informaron de que había una fábrica de pistolas en el sótano. Bajé, y descubrí la Caspian Arms Company, de Flardwick, Vermont.