¿Quién es capaz de ser oído? ¿De ser aceptado? ¿De ser creído? Solamente la persona que habla sin motivos ocultos, sin esperanza de obtener beneficios, incluso sin el deseo de
cambiar
, con el único deseo de
crear
: el artista. El actor. El actor entrenado y vigoroso, dedicado a la idea de que el teatro es el lugar al que vamos a escuchar la verdad y equipado con la capacidad técnica de hablar con sencillez y claridad.
Si esperamos que el actor, el artista de teatro, tenga la fortaleza de decir no a la televisión, de decir no a aquello que envilece, y de decir sí al escenario —a ese escenario que es el proponente de la vida del alma—, ese actor deberá ser entrenado y respaldado
concretamente
para sus esfuerzos.
No se puede esperar que alguien renuncie incluso al magro consuelo del éxito financiero y la aclamación crítica (al aún más magro —y más extendido— consuelo de la
esperanza
de alcanzar estas cosas) si no se le
muestra
otra cosa
mejor
.
Debemos apoyarnos mutuamente
y de manera concreta
en la búsqueda del conocimiento artístico, en la lucha por crear.
Debemos apoyarnos en las cosas que decimos, en las cosas que elegimos producir, en las cosas a las que elegimos asistir, en las cosas que elegimos sostener.
Sólo elecciones activas por nuestra parte sacarán al teatro, el
auténtico
teatro, el teatro no comercial, del reino de las
buenas obras y lo
colocarán en el mundo del arte; un arte cuyos beneficios nos alentarán, nos confortarán y cuidarán de nosotros, y elevarán nuestra alma sobre estos tristes tiempos.
Ahora tenemos la oportunidad de crear un teatro nuevo y de respaldar una
tradición
de teatro, una tradición de verdadera creación. Se cuenta que un alumno fue a ver a Evgeny Vajtangov, un actor del Teatro Artístico de Moscú que había fundado su propio estudio para dirigir y enseñar, y le dijo: «Vajtangov, trabaja usted mucho y con muy poca recompensa. Debería usted tener su propio teatro.»
Vajtangov respondió: «¿Sabe quién tenía su propio teatro? Antón Chéjov.»
«Sí», admitió el alumno. «Chéjov tenía el Teatro Artístico. El Teatro Artístico de Moscú.»
«No», replicó Vajtangov, «quiero decir que Chéjov tenía su
propio
teatro. El Teatro que llevaba en su corazón y que sólo él podía ver.»
La grandeza de Sanford Meisner consiste en que durante cincuenta años se ha dedicado a enseñar y preparar a la gente para trabajar en un teatro que sólo él veía, que sólo existía en su corazón.
El resultado de sus esfuerzos se ve en la realidad de la Neighborhood Playhouse School, en el trabajo de sus alumnos y en los primeros pasos de la Playhouse Repertory Company. Muchos de nosotros hemos acudido aquí esta noche para pagar en parte la deuda contraída con el señor Meisner y, más importante, con la misma tradición con que él está en deuda: la tradición del teatro como arte.
La tradición del teatro como el lugar al que vamos para oír la verdad.
La proclamación y la repetición de unos principios fundamentales son rasgos constantes de la vida en nuestra democracia. La adhesión activa a estos mismos principios, en cambio, se ha juzgado siempre antiestadounidense.
Quienes disfrutamos de las ventajas de la libertad siempre nos hemos mostrado dispuestos, ante cualquier incomodidad, a desechar cualquiera de los principios fundamentales de la libertad o todos ellos a la vez, y, más aún, a acusar a quienes no se unen libremente a nosotros en la alegre arrogación de estos principios.
Las libertades de expresión, de religión y de orientación sexual se toleran únicamente hasta que su ejercicio se considera ofensivo, en cuyo momento estas libertades son altivamente revocadas y oímos decir: «Sí, pero los que establecieron la Constitución —o Jesucristo, o Lincoln, o cualquier santo que elijamos invocar en nuestro apoyo— no podían prever un caso tan extremo como
éste
.»
Toleramos y repetimos las enseñanzas de Cristo, pero alegamos que no cabe interpretar que la prohibición de matar se aplique igualmente a la
guerra
, y que la prohibición de robar no se aplica al
comercio
. Santificamos la Constitución de los Estados Unidos, pero explicamos que la libertad de elección se aplica a todo el mundo salvo a las mujeres, las minorías raciales, los homosexuales, los pobres, los adversarios del gobierno y todos aquellos con cuyas ideas no estamos de acuerdo.
El teatro también tiene sus principios fundamentales; unos principios que hacen que nuestras producciones sean honradas, morales y, casualmente, conmovedoras, divertidas y merecedoras de que el público les dedique su tiempo y su dinero.
La mayoría de nosotros conoce estas reglas del teatro, que someten todos los aspectos de la producción a la
idea
de la obra y hacen que todos los elementos se adhieran y
expresen
esa idea con vigor, plenamente, sin deseo de alabanza ni temor a la censura. Pero, en cuanto se presentan las primeras dificultades en nuestra tarea, muchas veces nos decimos que los principios de unidad, sencillez y honestidad están muy bien en condiciones normales, pero que sin duda no están concebidos para ser aplicados bajo las extraordinarias presiones que en la práctica conlleva el trabajar en su obra de teatro.
Arrinconamos nuestros principios fundamentales en cuanto nos conducen a una situación desagradable; cuando podrían hacer que el autor tuviera que elaborar una nueva redacción de la obra, o que ésta se retrasara durante otra semana u otro mes de ensayos, o que el director tuviera que trabajar en una escena hasta dejarla acabada, o que el productor sentenciara: «Pensándolo bien, esta obra es una porquería. Creo que sería mejor para todos que no la estrenáramos.»
…Sí, pero tenemos que llenar las butacas, tenemos que pasar al acto siguiente, tenemos que respetar un plazo límite.
Si actuamos como si las Unidades aristotélicas, la filosofía de Stanislavsky, de Brecht o de Shaw fueran divagaciones estériles, concebidas para algún teatro ideal e inaplicables a nuestro propio trabajo, estamos rechazando la responsabilidad de
crear
ese teatro ideal.
Cada vez que un actor se desvía del hilo conductor de una obra (es decir, el principio fundamental de esa obra) por el motivo que sea, para conquistar aplausos, por pereza o porque no se ha tomado la molestia de averiguar cómo ese momento difícil
expresa
en realidad el hilo conductor, este actor crea en sí mismo un hábito de torpeza moral. Y la obra, que es una estricta lección de ética, queda desmentida.
Cada vez que el autor introduce un fragmento de prosa no esencial (por hermosa que pueda ser) está debilitando la estructura de la obra, y, una vez más, el público aprende esta lección: nadie se hace responsable. La gente del teatro está dispuesta a
proclamar
un acto moral, pero no a
cometerlo
.
Cuando abandonamos los principios fundamentales transmitimos al público una lección de cobardía. Esta lección es de una magnitud tan importante como nuestra subversión de la Constitución con la intervención en Vietnam, con el perdón que Ford concedió a Nixon, con la persecución de los Rosenberg, con la reinstauración de la pena de muerte. Todos estos actos son lecciones de cobardía y sólo engendran más cobardía.
El teatro, en cambio, ofrece una oportunidad única para comunicar e inspirar una conducta ética: el público recibe la posibilidad de ver en el escenario a unas personas vivas que desarrollan una acción basada en los principios fundamentales (principios que son los objetivos de los protagonistas de la obra) y llevan esta acción hasta su plena conclusión.
El público entonces participa en la celebración de la idea de que la Intención A engendra el Resultado B. El público absorbe esta lección con respecto a las circunstancias concretas de la obra, y
también
recibe la lección con respecto a los criterios de producción, escritura, actuación, diseño y dirección.
Si se ve que los trabajadores teatrales no tienen el coraje de sostener sus convicciones (es decir, el coraje de relegar todos los aspectos de la producción a las leyes de la acción teatral, a la economía teatral y, más concretamente, a las exigencias del objetivo superior de la obra), el público, una vez más, recibe una lección de cobardía moral, y nosotros aumentamos el agobio de sus vidas. Aumentamos su soledad.
Cada vez que intentamos subordinar todo lo que hacemos a la necesidad de dar vida, sencilla y plenamente, a la intención de la obra, proporcionamos al público una experiencia que ilumina y libera: la experiencia de ver a unos seres humanos como ellos que dicen: «Nada me detendrá, nada me desviará, nada diluirá mi intención de lograr lo que he jurado lograr»: en términos técnicos, «mi objetivo»; en términos genéricos, mí «meta», mi «deseo», mi «responsabilidad».
La repetición de esta lección en el teatro puede contribuir a enseñar —y con el tiempo lo hace— que es posible y
placentero
sustituir la inacción por la acción, la cobardía por el coraje, el egoísmo por la solidaridad humana.
Si nos atenemos a estos principios fundamentales de acción, belleza y economía que sabemos son ciertos, si los mantenemos en
todas
las cosas —en la elección de las obras, el método de enseñanza, la escritura, la publicidad, la promoción—, podemos hablar a nuestros conciudadanos de un modo
único
.
En una época de quiebra moral podemos ayudar a cambiar el hábito de una acción coercitiva y asustada por un hábito de confianza, de seguridad en uno mismo, de cooperación.
Si somos fieles a nuestros ideales podemos contribuir a formar una sociedad ideal —una sociedad basada en principios éticos fundamentales y practicante de los mismos—, no a fuerza de
predicar
acerca de ella, sino
creándola
cada noche delante del público, demostrando cómo funciona. En la práctica.
Un proverbio que suele atribuirse a los chinos dice que el tiempo que uno pasa pescando no se descuenta de la duración asignada a su vida. Puede que esto sea cierto, aplicado a la pesca (no soy nada reacio a creer en un universo regido por ideas estéticas, en lugar de por leyes inmutables), pero desde luego no se aplica al teatro. El tiempo que uno pasa en un teatro —como espectador o como trabajador— se deduce del total asignado a su vida, y en esto estaba pensando Stanislavsky cuando dijo «Actúa bien o actúa mal, pero actúa con sinceridad».
Stanislavsky se daba cuenta de que el teatro forma parte de la experiencia vital total de una persona, de que se trata de un ambiente en el que los seres humanos interaccionan (los actores y el público respiran al unísono), y de que la vida en escena no es diferente de la vida en la calle, no sólo en los aspectos físico y psicológico, sino también en sus leyes
éticas
. El teatro no es una imitación de nada, es auténtico teatro.
El arte de Stanislavsky, su humanismo, su gran aportación al teatro mundial, consistió en reconocer que en la escena, lo mismo que en la oficina, el supermercado o la escuela, los seres humanos deben preocuparse por la verdad del momento concreto, y aceptar y ratificar la existencia y deseos de sus compañeros de conspiración.
La principal influencia filosófica de Stanislavsky fue Tolstoi, y el aforismo de Tolstoi «Sí no puedes tratar con los seres humanos con amor, no deberías tratar con ellos de ningún modo» es el
a priori
de la obra de Stanislavsky y sus colaboradores y sus discípulos y los discípulos de éstos.
Las ideas de Stanislavsky, que básicamente son más filosóficas que técnicas, se conocen en general como el Sistema Stanislavsky, y proponen un teatro que es, ante todo, un lugar de aceptación y ratificación. En el Sistema Stanislavsky está implícita la idea de que los seres humanos son infinitamente perfectibles, y siempre se esfuerzan por hacer las cosas bien, hasta el límite de sus capacidades y como buenamente pueden (este concepto se manifiesta en la esfera técnica como la idea del
objetivo
).
El teatro debe ser un lugar en el que se produzca un reconocimiento mutuo de este deseo. El artista debe admitir su propia humanidad y también la del público. (Muchos artesanos teatrales demuestran una comprensión incorrecta o incompleta, pero en cualquier caso desdichada, de la relación entre ellos y el público. El malentendido puede deberse a muchas razones adversas, entre las que destaca la baja estima en que se suele tener al artesano teatral, y que éste acaba por aceptar.)
En el teatro debemos esforzamos por reconocer y ratificar la universalidad de nuestros deseos y nuestros miedos como seres humanos. Si seguimos barriendo nuestras ansiedades y nuestras alegrías bajo la alfombra, si seguimos careciendo de una base para la comparación (y por tanto, de una imagen propia racional), seguiremos viviendo en un mundo infeliz.
«Actúa bien o actúa mal, pero actúa con sinceridad.» Por mucho que lo intentemos, no podemos escapar de las exigencias temporales; ningún embellecimiento es capaz de mitigar el hecho de la Muerte o la realidad de un universo mutable. Son cosas que no se pueden embellecer hasta hacerlas desaparecer; lo único que podemos hacer es vivir plenamente cada momento y
aceptar
la condición finita y fugaz de la conciencia.
El teatro no es un sitio al que se va para olvidar, sino más bien un sitio al que se va para recordar.
Del mismo modo que el acto de hacer el amor puede —y debería— convertirse en un acto espiritual mediante la aceptación de la naturaleza transitoria del cuerpo, la experiencia teatral debería ser una
adoración de lo evanescente
, una celebración del carácter transitorio de la vida individual (y tal vez, gracias a esto, una mirada a realidades menos transitorias).
En el teatro, los momentos mágicos, los momentos hermosos, siempre surgen del deseo —por parte del artista
y
del público— de vivir el momento, de
comprometerse
con el tiempo.
Kafka escribió que uno siempre tiene la posibilidad de ignorar el sufrimiento de otros y decidir no participar en él, pero que al tomar esta decisión uno se condena al único sufrimiento que podría haber evitado.