Una profesión de putas (40 page)

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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: Una profesión de putas
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A la mañana siguiente lo encontré en su mesa de la exposición de armas. Bagwell tenía expuestos diecisiete de sus cuchillos. Fabrica los cuchillos en una forja al aire libre detrás de su casa en el este de Texas, y cuando yo llegué estaba a punto de hacer una exhibición con uno de ellos. Empuñaba un cuchillo
bowie
de treinta centímetros y se disponía a cortar de un tajo cuatro cabos colgantes de cuerda de cáñamo de dos centímetros y medio de grosor. Los mirones murmuraban entre sí que aquello era imposible, pero yo le había visto hacerlo muchas veces, y le pregunté si me dejaba hacerlo a mí cuando él terminara. Me echó una mirada que parecía decir «Lárgate, nene, y deja de joder la marrana».

A continuación, para poner las cosas en orden, sugirió que uno de sus amigos me llevara a dar un paseo. El amigo se presentó como un Alto Oficial de Aviación, que había pertenecido a la R.A.F. Y así, el Alto oficial de Aviación y yo iniciamos un recorrido de placer por la exposición de armas. Charlamos acerca del Estado del Mundo (los dos teníamos dudas) y prestamos mucha atención a las mesas cargadas de Material Interesante.

Había exhibiciones de fundas para armas, comidas congeladas y secas para acampadas y otros artículos exóticos.

El tipo del
stand
contiguo al de Bagwell vendía cerbatanas. Eran unos tubos de aproximadamente un metro veinte de longitud, con una boquilla en un extremo. El tipo había colocado una diana del tamaño de un plato en una pared situada a diez metros de distancia, y se pasaba el día entero metiendo dardos en la cerbatana, haciendo
fussh
como en las películas y clavando los dardos en la diana. Le pregunté cuánta precisión tenía la cerbatana, y me dijo que con un poco de práctica podía aprender a acertarle a un plato a más de treinta metros. Le pregunté si para eso no tendría que dejar de fumar, y me dijo que, por el contrario, la cerbatana parecía aumentar de manera natural la capacidad pulmonar; y que el mayor problema que le comunicaban sus clientes era la necesidad de comprarse camisas una talla más grandes.

Yo quería probar la cerbatana, y me quedé rondando coquetonamente alrededor de su
stand
, esperando que me invitara a disparar; pero (supongo que por razones sanitarias, y no sólo balísticas) no me invitó.

Tanto el Alto Oficial de Aviación como yo quedamos fascinados por una nueva pistola de la casa Beretta (era una versión militar recubierta de teflón de la 92SB, «la pistola que protege Connecticut»).

El Alto Oficial de Aviación dijo que estaba cubriendo el congreso para otra revista, y ambos pensamos que sería buena idea abusar de los poderes de la prensa y sugerir a la gente de Beretta que, en nuestra calidad de desinteresados y poderosos representantes de importantes órganos de Opinión Pública, se nos permitiera disparar esta pistola en la galería de tiro.

La gente de Beretta, con grandes reservas y sin apreciable mal humor, dijo que ya verían lo que se podía hacer.

Al otro lado de la caseta de Bagwell estaba la del Congreso de Paracaidistas del Mundo Libre.

En 1983 y 1984, esta organización había llevado paracaidistas de todo el Mundo Libre a Israel para entrenarse y saltar durante diez días con el Ejército israelí. La organización estaba representada por Mike Epstein, un paisano de la calle Clark Norte, de Chicago. Mike había saltado aquella mañana con un grupo de la División Phantom, un club de paracaidistas independientes. Según me dijo Mike, los Phantom tenían una escuela de salto capaz de preparar a completos neófitos para saltar desde un avión tras un solo día de instrucción.

Declaré que me gustaría mucho comprobarlo personalmente, y Mike me dijo que ya era tarde para apuntarme al programa que se iba a desarrollar durante el congreso, pero que tal vez me gustaría asistir al próximo congreso en Israel, en la primavera de 1985. Le dije que nada podría complacerme más, y que sólo tenía que consultarlo con mi esposa y, en caso de que ella
accediera
, con alguna otra persona.

El viernes por la tarde asistí a un seminario sobre «Ametralladoras ligeras: Historia, evolución, aplicaciones».

El director del seminario era «Ametralladora Pete» Kokalis, director de la sección de armas ligeras de
Soldado de fortuna
. Pete presentó unos diez cipos de ametralladoras, incluyendo la MG42 o «cremallera de Hitler», así llamada por su altísimo ciclo (1.200 revoluciones por minuto); la MAG (Mitrailleuse á Gaz); la famosa Bren, que Pete describió como la mejor metralleta con cargador del mundo; y la odiada ametralladora norteamericana M-60.

Pete se explayó denigrando la manufactura y el diseño de la M-60: las patas del bípode se rompen, y tiene por lo menos ocho partes distintas que se pueden montar al revés y, según sus propias palabras, «créanme, caballeros, si se pueden montar al revés, se montarán al revés» (me he pasado quince anos en el teatro profesional y entendí lo que quería decir). Pete disertó sobre los tipos de fuego con respecto al terreno, tipos de fuego con respecto al blanco, métodos de desmontaje y cosas parecidas. Como me entontece la información técnica, yo era víctima fácil de todos modos, pero la verdad es que Pete era un conferenciante particularmente fascinante y conciso, y cuando desmontó la MAG en ocho segundos, le ovacioné como todos los demás.

A continuación, Pete nos dijo algo que me alegró el día; nos comunicó que la principal causa de Fallo de Alimentación en la metralleta Bren (es decir, el fallo en la introducción del cartucho en la cámara) era la mala colocación del cargador, que debe colocarse de manera que el borde del segundo cartucho quede
delante
del borde del cartucho anterior. Desde que soy adulto me he ganado la vida gracias a mi habilidad para adquirir información abstrusa y esotérica, y ésta era una joya de las mejores que he oído en mi vida, y que todavía atesoro.

Esto fue lo que estuve haciendo hasta el viernes por la tarde, cuando, para volver al punto de partida, me encontré de pie junto a la piscina, esperando que me llamaran para participar en el campeonato de lucha con bastón.

Los bastones miden aproximadamente un metro y medio de longitud. El último palmo de cada extremo está forrado con una especie de salchicha acolchada. Los contendientes se ponen cascos de fútbol y se acercan uno a otro desde los respectivos extremos de una viga de treinta centímetros de anchura, colocada sobre la piscina.

El capitán Dale Dye anunció el comienzo del campeonato de lucha con bastón y yo aguardé a que vocearan mi nombre, mientras procuraba recordar todo lo que sabía sobre el combate personal a corta distancia.

Todo lo que sabía sobre el combate personal a corta distancia se reducía a: (1) una vez tuve una novia que estudiaba aikido, y me dijo que nunca hay que mirar a los ojos del contrario, porque uno podía «ver en ellos su propia infancia» y sentir la tentación de mostrar misericordia; (2) había oído que un grito sobrecogedor podía ejercer el efecto psicológico de sobresaltar al adversario y dejarlo inactivo; (3) había leído en el
Libro de los Siete Anillos
, un compendio de consejos para la lucha con espada japonesa, que una táctica efectiva consiste en atacar ferozmente, retirarse durante una fracción de segundo y, mientras tu oponente está disfrutando de su nanosegundo de paz, caer sobre él como la Ira de un Dios Justiciero.

Armado con este conocimiento me situé en posición de firmes junto a mi contrincante, mientras nos entregaban nuestros cascos, bastones y suspensorios.

Mi contrincante, que se llamaba Kogan o algo parecido, llevaba un traje de baño. Yo, que sé algo de psicología, vestía el traje completo de camuflaje que me había puesto para la exhibición de la mañana. Con eso quería indicar «Sí, es posible que tú cuentes con mojarte, pero
yo
no. Nos veremos en el infierno».

A la voz de orden ocupamos nuestros respectivos extremos de la viga. Al primer toque de silbato debíamos «emitir un sonido adecuadamente agresivo» y colocarnos en posición de «preparados». Al segundo toque de silbato debíamos avanzar por la viga y, según palabras del capitán Dye, no debíamos tomar prisioneros ni
caer
prisioneros nosotros.

Chillé. Avancé y tiré al cabronazo aquel a la piscina. Sorprendido por mi buena suerte y trastornado por los rugidos de la multitud dejé caer mi bastón.

La multitud dio a entender que aquello anulaba mi victoria, y tuve que meterme en la piscina, recuperar mi bastón y repetir el combate.

La segunda vez lo volví a derrotar y, en la mejor tradición del Intelectual del Este, inmediatamente comencé a sentir lástima de él.

Luego tuve que quedarme por ahí con la ropa mojada, esperando a la siguiente ronda de la eliminatoria.

Mientras esperaba vi unos tipos con pinta de jugadores que apostaban sobre el resultado del campeonato. «Sí», pensé, «estos tipos apuestan sobre cualquier cosa y no te demandan cuando pierden. Qué diferencia con el Mundo del Espectáculo».

Mientras murmuraba esto me llamaron a disputar mi segunda ronda.

Mi nuevo contrincante era un tipo graaaande —por no decir enorme—, rubio y atlético. Ocupamos nuestros extremos de la viga y me dije: «Dave, vas a dejar a este primo como una sopa.»

Le miré al diafragma para evitar ver su infancia y, al sonar la orden, lancé el grito más guerrero que se pueda imaginar. Puse en aquel grito toda la rabia que sentía contra aquel tío por ser más grande y más cachas que yo. Chillé como un loco.

Y el tipo
se asustó
. Imaginaos mi sorpresa. Verdaderamente perdió la compostura y empezó a tambalearse hacia atrás sobre la viga. Entonces el capitán Dye propuso que comenzáramos de nuevo.

Así que comenzamos de nuevo, lanzamos nuestros gritos, avanzamos, y aquel rubio grandullón me tiró de culo a la piscina. No llegué a ver cómo me dio.

Mojado y escarmentado volví a mi habitación a cambiarme para la cena, procurando localizar en mi memoria el verso adecuado de Kipling que transformara mi derrota en una experiencia de la que pudiera obtener provecho filosófico.

Como es natural, lo primero que acudió a mi mente fue «Si…»; y luego «Admitámoslo honradamente, como gente de negocios / Hemos recibido una lección desmesurada, que nos hará un bien desmesurado». Me quité el uniforme de faena mojado y me enfundé en mí disfraz de Periodista del Este: camisa azul, corbata negra, chaqueta de
sport
color crema, de hechura cuidadosamente desmadejada, pantalones vaqueros y calzado blando. «Como ven», estaba proclamando, «soy un no combatiente».

Cené con el señor Bagwell, el Alto Oficial de Aviación, un vendedor de cuchillos de Solvang, California, llamado Bob Gaddis, y el ayudante de Bob, que se llamaba Chris.

Disfrutamos de una larga y muy amena cena a base de carne. El Alto Oficial de Aviación habló de su experiencia con los regimientos de gurkas, Bill Bagwell y Bob discutieron sobre las campañas de Gengis Kan, y yo conté el chiste del Guionista de Cine y el Duende.

A la mañana siguiente fui al Desert Sportmans Rifle and Pistol Club, a unos treinta kilómetros de la ciudad, para contemplar una demostración de potencia de tiro.

Encontré un sitio estupendo en lo alto del Coche de Bomberos Blue Diamond.

John Satterwhite, que representaba a la fábrica de armas Heckler & Koch, hizo una exhibición con la escopeta. Lanzó al aire un plato de barro y lo acertó de un tiro; lanzó dos; lanzó cinco a la vez, y los acertó todos. Disparó de espaldas, disparó por encima de la cabeza, lanzó al aire tres huevos y los rompió a tiros. El tipo que se sentaba a mi lado me dijo que una de las especialidades de John era la Ensalada de la Casa: huevo, lechuga, zanahoria y tomate; pero por alguna razón, aquel día no formaba parte de su repertorio.

Pete Kokalis y sus muchachos dispararon las ametralladoras de las que nos habían hablado el día antes.

Un P-51 azul y plata voló con un aspecto de lo más americano. Estábamos esperando a John Donovan, director de la sección de explosivos y demolición de
Soldado de fortuna
, que había prometido volar parte de la montaña, pero su parte de la demostración fue víctima de un mal cableado. Hubo una exhibición de fuego de mortero, y luego nos anunciaron que «así es como suena una batalla», y las ametralladoras y los morteros dispararon todos a la vez durante un buen rato; y yo me alegré mucho de haber pasado los años sesenta combatiendo en la batalla de Montpelier, Vermont.

Al terminar la demostración, el Coche de Bomberos Blue Diamond salió a toda velocidad para apagar un pequeño incendio de maleza que los proyectiles habían prendido en la montaña y yo regresé a la ciudad en el coche de la gente de Beretta.

Encontraron una ladera conveniente y tuvieron la amabilidad de dejarme probar su nueva pistola. Disparé a sesenta o setenta metros contra unos botes y casi los mato del susto; a continuación, convencidos de que los botes habían quedado suficientemente advertidos, volvimos todos a Las Vegas.

Aquella noche tuvo lugar el banquete de despedida. John Donovan, en calidad de maestro de ceremonias, encajó con buen humor algunas pullas sobre su incapacidad para volar la montaña. Las Fuerzas Armadas estuvieron adecuadamente representadas por la Compañía Zorro, 2.° Batallón, 23-° de Marines, de Las Vegas. Se entregaron varios trofeos, se pronunciaron discursos anticomunistas y todos nos pusimos en pie para entonar
Dios Bendiga a América
.

Donovan concluyó el banquete con un brindis: «Por la Violación, el Saqueo, la Rapiña, y por que "hijo de puta" se convierta en una expresión de uso familiar.»

A la mañana siguiente tomé un taxi al aeropuerto. El taxista me preguntó cuánto tiempo había estado en Las Vegas. Le dije que dos días. Me preguntó qué me había parecido y le dije que la consideraba mi segundo hogar.

Día de los Caídos en Cabot, Vermont

Hoy se celebra en Vermont el Día de los Caídos. Ayer, lunes, el País entero «no tuvo colé» y hasta las Oficinas de Correos estaban cerradas; pero Vermont lo celebra hoy, un día después. Y aquí no se trata de una fiesta amorfa más, sino de una verdadera ocasión para el recuerdo.

Estábamos tomándonos el café matutino en la Ferretería de Harry, el Rialto de Cabot. El doctor Caffin se lamentaba de que la mayoría de los veteranos jóvenes (es decir, los veteranos de la Guerra de Vietnam) no podía dejar el trabajo para asistir a la Ceremonia.

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