Para lograr eso, el simio estaba desgarrando la parte de su propio pecho que mi guardián Sostenía entre sus mandíbulas fuertemente cerradas. Rodaban por el suelo de aquí para allá, sin que ninguno de los dos emitiera un solo sonido de miedo o dolor. En ese momento vi los grandes ojos de mi bestia salirse de sus órbitas y observé cómo la sangre chorreaba de su nariz. Era evidente que se estaba debilitando, pero también las arremetidas del simio estaban menguando visiblemente. De pronto volví en mí, con ese extraño instinto que siempre parecía impulsarme a cumplir con mi deber, empuñé el garrote que había caído al suelo al principio de la pelea y balanceándolo con toda la fuerza que poseían mis brazos humanos, golpeé con él de pleno en la cabeza del simio, aplastando su cráneo como si fuera la cáscara de un huevo.
Apenas me había sobrepuesto del contratiempo, cuando tuve que enfrentarme con un nuevo peligro: el compañero del simio, recobrado de su primer
shock
de terror, había regresado a la escena de la pelea por el interior del edificio. Lo pude ver justo antes que alcanzara la puerta, y al advertir que bramaba ante el espectáculo de su compañero sin vida, tendido sobre el suelo, y que echaba espuma por la boca en un ataque de furia, me asaltaron malos presentimientos, debo confesarlo.
En el momento en que esos pensamientos pasaban por mi mente, ya había girado yo para saltar por la ventana; pero mis ojos fueron a dar con la forma de mi antiguo guardián y todos mis pensamientos se dispersaron a los cuatro vientos. Este yacía jadeante en el suelo, en el umbral, con sus grandes ojos fijos en mí en lo que parecía una patética súplica de protección. No podía soportar esa mirada ni abandonar a mi salvador sin antes dar tanto de mi parte en su defensa como él había dado en la mía.
Sin más alharaca, por lo tanto, giré para enfrentar el ataque del enfurecido simio que más parecía un toro. Estaba en ese momento demasiado cerca de mí como para probar un intento de salvación con el garrote; por lo tanto, simplemente lo arrojé tan fuerte como pude contra él. Le di justo debajo de las rodillas, provocándole un aullido de dolor y de rabia, y haciendo que perdiese el equilibrio de tal forma que se echó sobre mí con los brazos bien extendidos para facilitar la caída. De nuevo recurrí, como el día anterior, a instintos terráqueos, y dirigiendo mi puño derecho sobre su mentón, seguí con un golpe de izquierda en la boca del estomago. El efecto fue maravilloso, ya que al correrme ligeramente después de descargar el segundo golpe, el simio se tambaleó y cayó al suelo jadeando y retorciéndose de dolor. Entonces salté sobre el cuerpo derrumbado, tome el garrote y terminé con el monstruo antes que pudiera ponerse de pie.
En el momento de descargar el golpe, oí una risotada sonora a mis espaldas. Me di vuelta y pude ver a Tars Tarkas, Sola y tres o cuatro guerreros más en la puerta de la habitación. Cuando mis ojos se encontraron con los suyos, fui por segunda vez el destinatario de su poco común aplauso.
Mi ausencia había sido advertida por Sola al despertarse y rápidamente había informado a Tars Tarkas, el que de inmediato había partido con un grupo de guerreros en mi búsqueda. Al acercarse a los limites de la ciudad habían sido testigos de las acciones del enorme simio, que había entrado en el edificio echando espuma por la boca de rabia.
Habían salido inmediatamente detrás de mí, creyendo apenas en la posibilidad de que los actos del simio pudieran dar una pista sobre mi paradero, y habían sido testigos de mi corta pero decisiva batalla con aquél. Ese encuentro, junto con la lucha que había tenido con el guerrero marciano el día anterior y mis proezas de saltarín, me ubicaban en una especie de cúspide en su aprecio. Evidentemente, carentes de los más refinados sentimientos de amistad, amor o afecto, esas personas profesaban más el culto a la valentía y a la destreza física, y nada era mejor para el objeto de su adoración que el mantener su posición en todo lo posible por medio de repetidas muestras de habilidad, fuerza y coraje.
Sola, que había acompañado al grupo de búsqueda por propia voluntad, era la única de los marcianos cuyo rostro no se había transformado por una mueca de risa mientras peleaba por mi vida. Ella, por el contrario, estaba serena, y tan pronto como terminé con el monstruo se precipitó hacia mí y examinó cuidadosamente mi cuerpo para comprobar si estaba herido. Satisfecha de que hubiera salido ileso, sonrió serenamente y tomándome de la mano me condujo hacia la puerta del recinto.
Tars Tarkas y los otros guerreros habían entrado y estaban alrededor de la bestia, que después de haberme salvado se estaba reanimando rápidamente y cuya vida había salvado yo, a mi vez, como agradecimiento.
Parecían tener profundas discusiones y finalmente uno de ellos se dirigió a mí, pero al recordar mi desconocimiento de su lenguaje se volvió hacia Tars Tarkas que con un gesto y una palabra dio alguna orden al compañero. Luego se dio la vuelta para seguirnos.
Como parecía haber algo amenazador en su actitud hacia mi bestia, dudé en abandonarla antes de saber qué iba a ocurrir.
Por suerte no lo hice, ya que el guerrero desenfundó una pistola de apariencia diabólica y ya estaba a punto de poner fin a la vida de la criatura cuando salté y le golpeé el brazo. La bala dio contra el marco de la ventana y estalló dejando un orificio en la madera y la mampostería.
Me arrodillé entonces al lado de ese animal de apariencia terrorífica y levantándolo le indiqué que me siguiera. Las miradas de sorpresa que mis actos despertaron en los marcianos fueron cómicas. No podían entender más que en forma rudimentaria e infantil las muestras de gratitud y compasión. El guerrero cuya arma había derribado miró inquisitivamente a Tars Tarkas, pero éste le indicó que me dejara en paz y fue así como volvimos a la plaza con la enorme bestia pisándome los talones y Sola amarrándome fuertemente del brazo.
Al menos tenía dos amigos en Marte: una joven mujer que me había vigilado con solicitud de madre y una bestia silenciosa que, como luego sabría, guardaba debajo de su pobre y horrible apariencia más amor, lealtad y gratitud de la que podría haber encontrado en los cinco millones de marcianos que vagabundeaban por las ciudades desiertas y los lechos de los mares muertos de Marte.
Los niños de Marte
Luego de un desayuno que era la réplica exacta de la comida del día anterior y un indicio de lo que serían prácticamente todas las que tendría mientras estuviera con los marcianos, Sola me acompañó hasta la plaza, donde encontré a la comunidad entera ocupada en observar y ayudar a enganchar inmensos mastodontes a unos grandes carros de tres ruedas. Había alrededor de doscientos cincuenta de esos vehículos, cada uno tirado por un solo animal que, por su apariencia, podría haber tirado fácilmente de una caravana completa cargada hasta el tope.
Los carros en sí eran grandes y cómodos y estaban suntuosamente decorados. En cada uno estaba sentada una mujer marciana cargada de ornamentos de metal, con joyas, sedas y pieles, y sobre el lomo de los animales de tiro iba montado un joven conductor marciano. Al igual que los animales que montaban los guerreros, los de carga, más pesados, no tenían bridas ni freno, sino que eran conducidos por medios totalmente telepáticos.
Esa facultad está maravillosamente desarrollada en todos los marcianos y explica ampliamente la simplicidad de su lenguaje y las relativamente escasas palabras que intercambiaban al hablar, aun en conversaciones largas. Ese es el lenguaje universal de Marte, por cuyo medio los seres superiores e inferiores de este mundo de paradojas tienen la posibilidad de comunicarse en mayor o menor grado, según la esfera intelectual de cada especie y el desarrollo de cada individuo.
Cuando la caravana se ordenó en formación de marcha en una sola fila, Sola me condujo a un carro vacío y seguimos a la procesión hacia el punto por el cual yo había entrado en la ciudad el día anterior. A la cabeza de la caravana montaban alrededor de doscientos guerreros, en fila de cinco, y un número similar iba a la retaguardia, mientras que veinticinco o treinta marchaban a ambos lados.
Todos, excepto yo —hombres, mujeres y niños—, estaban sumamente armados, y detrás de cada carro trotaba un sabueso marciano. Mi propia bestia nos seguía de cerca. Dicho sea de paso, la leal criatura nunca me abandonaría voluntariamente durante los diez años enteros que pasé en Marte. Nuestra ruta se internaba en el pequeño valle que había delante de la ciudad, atravesaba las montañas y descendía hacia el lecho muerto del mar que había surcado en mi viaje desde la incubadora a la plaza. La incubadora, como pude advertir, era el punto terminal de aquella jornada, y como la cabalgata se transformó en desenfrenado galope tan pronto como alcanzamos el nivel del lecho del mar, pronto tuvimos a la vista nuestra meta.
Al llegar, los carros estacionaron con precisión matemática en los cuatro costados de la construcción. La mitad de los guerreros, encabezados por un enorme caudillo, y entre ellos Tars Tarkas y otros jefes de menor importancia desmontaron y se dirigieron hacia aquélla. Pude ver a Tars Tarkas explicando algo al caudillo principal, cuyo nombre dicho sea de paso era —según la traducción más aproximada a nuestro idioma— Lorcuas Ptomel, Jed (este último es el título).
Pronto pude apreciar el motivo de su conversación. Entonces, llamando a Sola, Tars Tarkas le indicó que me condujera a él.
Para ese entonces yo dominaba ya los problemas para caminar en las condiciones imperantes en Marte, de suerte que respondí rápidamente a sus órdenes y avancé hacia el costado de la incubadora, donde se encontraban los guerreros.
Cuando llegué allí, una mirada me bastó para ver que, salvo unos pocos, casi todos los huevos habían empollado y que en la incubadora pululaban aquellos pequeños demonios horribles. Tenían alrededor de un metro de alto y se movían sin descanso dentro de la incubadora, como si estuvieran buscando comida. Cuando estuve a su lado Tars Tarkas señaló hacia la incubadora y dijo "sak". Comprendí que quería que repitiera mi función del día anterior para regocijo de Lorcuas Ptomel y, como debo confesar que mi hazaña no me brindaba poca satisfacción, respondí con presteza y salté limpiamente sobre los carros estacionados, del lado opuesto de la incubadora. Cuando regresé, Lorcuas Ptomel me refunfuñó algo y, girando hacia donde estaban los guerreros, emitió algunas órdenes relativas a la incubadora. No me prestaron demasiada atención y de esta forma se me permitió permanecer cerca y observar sus operaciones, que consistían en romper y abrir la pared de la construcción para permitir la salida de los pequeños marcianos.
A cada lado de la abertura, las mujeres y los jóvenes de ambos sexos, formaban dos filas compactas que se extendían más allá de los carros y bastante lejos hacia la llanura. Entre estas hileras corretearon los pequeños marcianos, salvajes como ciervos, extendiéndose a lo largo de todo el corredor y allí fueron capturados uno por uno por las mujeres y los jóvenes mayores: el último de la fila capturaba al primer pequeño que llegaba al fin del corredor, el que estaba en la fila frente a aquél atrapaba al segundo, y así hasta que todos los pequeños hubiesen salido de la construcción hubieran sido tomados por alguna mujer o algún joven. Al tomar las mujeres a los niños salían de la fila y regresaban a sus respectivos carros mientras que los que caían en manos de los jóvenes eran transferidos más tarde a alguna de las mujeres.
Vi que la ceremonia —si se la puede llamar así— terminaba, y buscando a Sola la encontré en nuestro carro con una horrible criatura pequeña aferrada fuertemente entre sus brazos.
El trabajo de crianza de los jóvenes consistía solamente en enseñarles a hablar y a usar las armas para la guerra, las que cargaban desde los primeros años de vida. Provenientes de huevos en los que habían estado, durante cinco años, el período de incubación, se enfrentaban al mundo, perfectamente desarrollados, excepto por su tamaño. Desconocían por completo a sus propias madres, quienes a su vez no podían decir con certeza quiénes eran los padres. Eran hijos de la comunidad y su educación recaía sobre las mujeres que tenían oportunidad de atraparlos cuando abandonaban la incubadora.
Las madres adoptivas podían no haber puesto siquiera un huevo en la incubadora, como era el caso de Sola, quien había empezado a ovar menos de un año antes de convertirse en madre de un vástago de otra mujer.
Pero eso tenía poca importancia entre los marcianos verdes, ya que el cariño paterno y filial era desconocido para ellos, así como es común entre nosotros. Creo que ese horrible sistema, que se sigue desde hace años, es el resultado directo de la pérdida de todo sentimiento elevado y toda sensibilidad e instinto humanitario entre esas pobres criaturas. Desde el nacimiento no conocían amor de madre ni de padre, ni conocían el significado de la palabra hogar. Se les enseñaba que solamente era permitido vivir mientras demostraran por su físico y ferocidad que eran aptos para ello. En caso de tener alguna deformación o defecto eran exterminados de inmediato; y tampoco podían derramar una lágrima, ni siquiera por una de las muchas crueles penurias que tenían que soportar desde la infancia.
No quiero significar que los marcianos adultos fuesen innecesaria e intencionalmente crueles con los jóvenes, pero la suya es una lucha dura y penosa por la subsistencia, sobre un planeta que se está muriendo. Sus recursos naturales han mermado hasta tal punto que el sostener cada nueva vida significa un gravamen más para la comunidad en la que han sido arrojados.
Por medio de una cuidadosa selección, educan solamente a los especímenes más fuertes de cada especie, y con una previsión casi sobrenatural regulan el promedio de nacimientos simplemente para compensar las pérdidas por muerte.
Cada mujer marciana adulta produce alrededor de trece huevos por año, y aquellos que llenan las exigencias de tamaño y peso específico son escondidos en el hueco de alguna cueva subterránea donde la temperatura es demasiado baja para la incubación. Cada año estos huevos son cuidadosamente examinados por un consejo de veinte jefes, y todos, salvo cien de los más perfectos, son destruidos de cada reserva anual. Al fin de cinco años, cerca de quinientos huevos casi perfectos han sido seleccionados de entre los miles producidos. Estos son entonces colocados en las incubadoras casi herméticas para que empollen con los rayos solares durante de un período de otros cinco años. La empolladura que habíamos presenciado ese día era un proceso bastante representativo de los de este tipo. Salvo el uno por ciento de estos huevos, todos rompían en dos días. Si los restantes huevos rompieron en algún momento no supimos nada del destino de los pequeños marcianos. No los querían, ya que sus vástagos podrían heredar y transmitir la tendencia a prolongar la incubación y de ese modo echar a perder el sistema que se había mantenido durante siglos y que permitía a los marcianos adultos calcular el tiempo exacto para volver a las incubadoras con un error de más o menos una hora.