Alrededor de media hora más tarde se me ocurrió mirar a través del valle y me sorprendí mucho al ver tres pequeños puntos en el lugar aproximado donde había visto por última vez a mi amigo y sus dos animales de carga. No acostumbro preocuparme en vano, pero cuanto más trataba de convencerme de que todo le iba bien a Powell, y que las manchas que había visto en su ruta eran antílopes o caballos salvajes, menos seguro me sentía.
Yo sabía que Powell estaba bien armado y, más aún, sabía que era un experimentado cazador de indios; pero yo también había vivido y luchado durante muchos años entre los sioux, en el norte, y sabía que las posibilidades de Powell eran pocas contra un grupo de apaches astutos. Finalmente no pude soportar más la ansiedad, y tomando mis dos revólveres Colt, una carabina y dos cinturones con cartuchos, preparé mi montura y comencé a seguir el camino que Powell había tomado esa mañana.
Apenas llegué a la parte comparativamente llana del valle, comencé a andar al galope, y continué así donde el camino me lo permitía, hasta que comenzó a ponerse el sol. De pronto descubrí el lugar donde otras huellas se unían a las de Powell: eran las de tres potros sin herradura que iban al galope.
Seguí el rastro rápidamente hasta que la oscuridad cada vez más densa me forzó a esperar a que la luz de la luna me diera la oportunidad de calcular si mi rumbo era acertado. Seguramente había imaginado peligros increíbles, como una comadre vieja e histérica, y cuando alcanzara a Powell nos reiríamos de buena gana de mis temores. Sin embargo, no soy propenso a la sensiblería, y el ser fiel al sentimiento del deber, adonde quiera que éste pudiera conducirme, había sido siempre una especie de fetichismo a lo largo de toda mi vida, de lo cual pueden dar cuenta los honores que me otorgaron tres repúblicas y las condecoraciones y amistad con que me honran un viejo y poderoso emperador y varios reyes de menor importancia, a cuyo servicio mi espada se tiñó en sangre más de una vez.
Alrededor de las nueve de la noche, la luna brillaba ya con suficiente intensidad como para continuar mi camino. No tuve ninguna dificultad en seguir el rastro al galope tendido y, en algunos lugares, al trote largo, hasta cerca de la medianoche En ese momento llegué a un arroyo donde era de prever que Powell acampara. Di con el lugar en forma inesperada, encontrándolo completamente desierto, sin una sola señal que indicara que alguien hubiese acampado allí hacía poco.
Me interesó el hecho de que las huellas de los otros jinetes, que para entonces estaba convencido de que estaban siguiendo a Powell, continuaban nuevamente detrás de éste, con un breve alto en el arroyo para tomar agua, y siempre a la misma velocidad que él.
Ahora estaba completamente seguro de que los que habían dejado esas huellas eran apaches y que querían capturarlo con vida por el mero y satánico placer de torturarlo. Por lo tanto dirigí mi caballo hacia adelante a paso más ligero: con la remota esperanza de alcanzarlo antes que los astutos pieles rojas que lo perseguían lo atacaran.
Mi imaginación no pudo ir más allá, ya que fue abruptamente interrumpida por el débil estampido de dos disparos a la distancia, mucho más adelante de donde yo me encontraba. Sabía que en ese momento Powell me necesitaba más que nunca e instantáneamente apreté el paso al máximo, galopando por la senda angosta y difícil de la montaña.
Avancé una milla o más sin volver a oír ruido alguno. En ese punto el camino desembocaba en una pequeña meseta abierta cerca de la cumbre del risco. Había atravesado por una cañada estrecha y sobresaliente antes de entrar en aquella meseta y lo que vieron mis ojos me llenó de consternación y desaliento.
El pequeño llano estaba cubierto de blancas carpas de indios y había más de quinientos guerreros pieles rojas alrededor de algo que se hallaba cerca del centro del campamento. Su atención estaba hasta tal extremo concentrada en ese punto que no se dieron cuenta de mi presencia, de modo que fácilmente podría haber vuelto al oscuro recoveco del desfiladero para emprender la huida sin riesgo alguno.
El hecho, sin embargo, de que este pensamiento no se me ocurriera hasta el otro día y actuara sin pensar me quita el derecho de aparecer como héroe, ya que lo hubiera sido en caso de haber medido los riesgos que el no ocultarme traía aparejados.
No creo tener pasta de héroe. En toda ocasión en que mi voluntad me puso frente a frente con la muerte, no recuerdo que haya habido ni una sola vez en la que un procedimiento distinto al puesto en práctica se me haya ocurrido en el mismo momento. Es evidente que mi personalidad está moldeada de tal forma que me fuerza subconscientemente al cumplimiento de mi deber, sin recurrir a razonamientos lentos y torpes. Sea como fuere, nunca me he lamentado de no poder recurrir a la cobardía.
En este caso, por supuesto, estaba completamente seguro de que el centro de atracción era Powell; pero aunque no sé si actué o pensé primero, lo cierto es que en un instante había desenfundado mis revólveres y estaba embistiendo contra el ejército entero dé guerreros, disparando sin cesar y gritando a todo pulmón.
Solo como estaba no podía haber usado mejor táctica, ya que los pieles rojas, convencidos por la inesperada sorpresa de que había al menos un regimiento entero cargando contra ellos, se dispersaron en todas direcciones en busca de sus arcos, flechas y rifles.
El espectáculo que me ofreció esa repentina retirada me llenó de recelo y de furia. Bajo los brillantes rayos de la luna de Arizona yacía Powell, su cuerpo totalmente perforado por las flechas de los apaches. No me cabía la menor duda de que estaba muerto, pero aun así habría de salvar su cuerpo de la mutilación a manos de los apaches con la misma premura que salvarlo de la muerte. Al llegar a su lado me incliné y tomándolo de sus cartucheras lo acomodé en las ancas de mi caballo.
Con un simple vistazo hacia atrás me convencí de que regresar por el camino por el que había llegado sería más peligroso que continuar a través de la meseta, de modo que, espoleando a mi pobre caballo, arremetí hacia la entrada del risco que podía distinguir del otro lado de la meseta.
Para ese entonces los indios ya habían descubierto que estaba solo y era perseguido por imprecaciones, flechas y disparos de rifle.
El hecho de que les resultara sumamente difícil hacer puntería con otra cosa que no fueran imprecaciones —ya que solamente nos iluminaba la luz de la luna—, que hubieran sido sorprendidos por la forma inesperada y rápida de mi aparición y que yo fuera un blanco que se movía rápidamente, me salvó de varios disparos y me permitió llegar a la sombra de las peñas linderas antes que se pudiera organizar una persecución ordenada.
Estaba convencido de que mi caballo sabría orientarse mejor que yo en el camino que llevaba hacia el risco, y por lo tanto dejé que fuera él el que me guiara. De este modo entré en un risco que llevaba hacia la cima de la extensión y no en el paso que, esperaba, podría llevarme a salvo hacia el valle.
Es posible, sin embargo, que sea a esta equivocación a la cual le deba mi vida y las increíbles experiencias y aventuras en las que participé en los diez años siguientes.
La primera noción que tuve de que había tomado por un camino equivocado fue cuando percibí que los gritos de los salvajes que me perseguían se iban desvaneciendo de pronto, a la distancia, hacia mi izquierda.
Me di cuenta, entonces, de que habían pasado por la izquierda de la formación rocosa al borde de la meseta, a la derecha de la cual nos había llevado mi caballo.
Frené mi cabalgadura sobre un pequeño promontorio rocoso que daba sobre el camino y pude observar cómo el grupo de indios que me seguía desaparecía detrás de una colina cercana.
Sabía que los indios descubrirían de un momento a otro que habían equivocado el camino y que reiniciarían mi búsqueda por el camino exacto tan pronto como encontraran mis huellas.
No había hecho más que un pequeño trecho cuando lo que parecía ser un excelente camino se perfiló a la vuelta del frente de un inmenso risco. Era nivelado y bastante ancho y conducía hacia lo alto en la dirección que deseaba tomar. El risco se elevaba varios cientos de metros a mi derecha, y a mi izquierda había una pendiente que caía en la misma forma y casi a pico hacia la quebrada rocosa del pie. Había avanzado más o menos cien metros cuando una curva cerrada me condujo a la entrada de una cueva inmensa. La entrada era de alrededor de un metro y medio de alto y de más o menos el mismo ancho. El camino terminaba allí.
Ya era de mañana, y como una de las características más asombrosas de Arizona es que se hace de día sin un previo amanecer, casi sin darme cuenta me encontré a plena luz del día.
Luego de desmontar coloqué el cuerpo de Powell en el suelo, pero ni el más cuidadoso examen sirvió para revelar la menor chispa de vida. Traté de verter agua de mi cantimplora entre sus labios muertos, le lavé la cara, le froté las manos e hice todo lo posible por salvarlo durante casi una hora, negándome a creer que estaba muerto.
Sentía mucha simpatía por Powell, que era un hombre cabal en todo sentido, un distinguido caballero sureño, un amigo fiel y verdadero. Por eso, no sin sentir una profunda tristeza, concluí por abandonar mis pobres esfuerzos por resucitarlo.
Dejé el cuerpo de Powell donde yacía, en la saliente, y me deslicé dentro de la cueva para hacer un reconocimiento. Encontré un amplio espacio de casi treinta metros de diámetro y diez o quince de alto, con el suelo liso y aplanado y muchas otras evidencias de que en algún tiempo remoto había estado habitado. El fondo de la cueva se perdía en una sombra densa, de tal forma que no podía distinguir si había o no entradas a otros recintos.
Mientras proseguía mi reconocimiento comencé a sentir que me invadía una placentera somnolencia que atribuí a la fatiga causada por mi larga y extenuante cabalgata y al resultado de la excitación de la lucha y la persecución. Me sentía relativamente seguro en mi actual escondite ya que sabía que un hombre solo podría defender el camino a la cueva contra un ejército entero.
De pronto me dominó un sueño tan profundo que apenas podía resistir el fuerte deseo de arrojarme al suelo de la cueva para descansar un rato; pero sabía que no podía hacerlo ni siquiera un instante, ya que eso podía desembocar en mi muerte a manos de mis amigos pieles rojas que podían caer sobre mí en cualquier momento. En un esfuerzo traté de dirigirme hacia la entrada de la cueva, pero sólo logré mantenerme tambaleando como un borracho contra una de las paredes de la cueva, para luego caer pesadamente al suelo.
La huida de la muerte
Una deliciosa sensación de modorra me invadió relajando mis músculos, y ya estaba a punto de abandonarme a mis deseos de dormir cuando llegó hasta mí el sonido de caballos que se aproximaban. Intenté incorporarme de un salto, pero con horror descubrí que mis músculos no respondían a mi voluntad.
Ya estaba completamente despabilado, pero tan imposibilitado de mover un músculo como si me hubiera vuelto de piedra. No fue sino en ese momento cuando advertí que un imperceptible vapor estaba llenando la cueva. Era extremadamente tenue y solamente visible a través de la luz que penetraba por la boca de ésta.
También, llegó hasta mí un indefinible olor picante y lo único que pude pensar fue que había sido afectado por algún gas venenoso, pero no podía comprender por qué mantenía mis facultades mentales y aun así no podía moverme.
Estaba tendido mirando hacia la entrada de la caverna, desde donde podía observar la pequeña parte de camino que se extendía entre ésta y la curva del risco que conducía a ella. El ruido de caballos que se aproximaban había cesado. Juzgué entonces que los indios se estarían deslizando cautelosamente hacia la cueva a lo largo de la pequeña saliente que conducía a mi tumba en vida. Recuerdo mi esperanza de que terminaran pronto conmigo, ya que no me era precisamente agradable la idea de las innumerables cosas que podrían hacerme si su espíritu los instigaba a ello.
No tuve que esperar mucho para que un ruido furtivo me avisara de su cercanía. En ese momento apareció detrás del lomo del desfiladero un penacho de guerra y una cara pintada a rayas. Unos ojos salvajes se clavaron en los míos. Estaba seguro de que me había visto ya que el sol de la mañana me daba de lleno a través de la entrada de la cueva.
El indio, en lugar de acercarse, simplemente me contempló desde donde estaba, sus ojos desorbitados y su mandíbula desencajada. Entonces apareció otro rostro de salvaje y luego un tercero y un cuarto y un quinto, estirando sus cuellos sobre el hombro de sus compañeros. Cada rostro era el retrato del temor y del pánico. No sabía por qué ni lo supe hasta diez años más tarde. Era evidente que había más indios detrás de los que podía ver, por el hecho de que estos últimos les susurraban algo a los de atrás.
De pronto brotó un sonido bajo pero peculiarmente lastimero del hueco de la cueva que estaba detrás de mí. No bien los indios lo oyeron, huyeron despavoridos, aguijoneados por el pánico. Tan desesperados eran sus esfuerzos por escapar de lo que no podían ver, que uno de ellos cayó del risco de cabeza contra las rocas de abajo. Sus gritos salvajes sonaron en el cañón por un momento y luego todo quedó otra vez en silencio.
El ruido que los había asustado no se repitió, pero había sido suficiente para llevarme a pensar en el posible horror que a mis espaldas acechaba en las sombras. El miedo es algo relativo, por lo tanto solamente puedo comparar mis sentimientos en ese momento con los que había experimentado en otras situaciones de peligro por las que había atravesado, pero sin avergonzarme puedo afirmar que si las sensaciones que soporté en los breves segundos que siguieron fueron de miedo, entonces puede Dios asistir al cobarde, ya que seguramente la cobardía es en sí un castigo.
Encontrarse paralizado con la espalda vuelta hacia algún peligro tan horrible y desconocido cuyo ruido hacía que los feroces guerreros apaches huyeran en violenta estampida, como un rebaño de ovejas huiría despavorido de una jauría de lobos, me parece lo más espantoso en situaciones temibles para un hombre que ha estado siempre acostumbrado a pelear por su vida con toda la energía de su poderoso físico.
Varias veces me pareció oír tenues sonidos detrás de mí, como de alguien que se moviese cautelosamente, pero finalmente también éstos cesaron y fui abandonado a la contemplación de mi propia posición sin ninguna interrupción. No pude más que conjeturar vagamente la razón de mi parálisis y mi único deseo era que pudiera desaparecer con la misma celeridad con que me había atacado.