Avanzada la tarde, mi caballo, que había estado con las riendas sueltas delante de la cueva, comenzó a bajar lentamente por el camino, evidentemente en busca de agua y comida, y yo quedé completamente solo con el misterioso y desconocido acompañante y el cuerpo de mi amigo muerto que yacía en el límite de mi campo visual, en el borde donde esa mañana lo había colocado.
Desde ese momento hasta cerca de la medianoche todo estuvo en silencio, un silencio de muerte. En ese instante, súbitamente, el horrible quejido de la mañana sonó en forma espantosa y volvió a oírse en las oscuras sombras el sonido de algo que se movía y un tenue crujido como de hojas secas. La impresión que recibió mi ya sobreexcitado sistema nervioso fue extremadamente terrible, y con un esfuerzo sobrehumano luché por romper mis invisibles ataduras.
Era un esfuerzo mental, de la voluntad, de los nervios, pero no muscular, ya que no podía mover ni siquiera un dedo.
Entonces algo cedió —fue una sensación momentánea de náuseas, un agudo golpe seco como el chasquido de un alambre de acero— y me vi de pie con la espalda contra la pared de la cueva, enfrentado a mi adversario desconocido.
En ese momento la luz de la luna inundó la cueva y allí, delante de mí, yacía mi propio cuerpo en la misma posición en que había estado tendido todo el tiempo, con los ojos fijos en el borde de la entrada de la cueva y las manos descansando relajadamente sobre el suelo. Miré primero mi figura sin vida tendida en el suelo de la cueva y después me miré yo mismo con total desconcierto, ya que allí yacía vestido y yo estaba completamente desnudo como cuando vine al mundo.
La transición había sido tan rápida y tan inesperada que por un momento me hizo olvidar de todo lo que no fuera mi metamorfosis. Mi primer pensamiento fue: ¡entonces esto es la muerte! ¿Habré pasado entonces para siempre al otro mundo? Sin embargo, no podía convencerme del todo, ya que podía sentir mi corazón golpeando sobre mis costillas por el gran esfuerzo que había realizado para librarme de la inmovilidad que me había invadido. Mi respiración se tornaba entrecortada. De cada poro de mi cuerpo brotaba una transpiración helada, y el conocido experimento del pellizco me reveló que yo era mucho más que un fantasma. De pronto mi atención volvió a ser atraída por la repetición del horripilante quejido de las profundidades de la cueva. Desnudo y desarmado como estaba, no tenía la más mínima intención de enfrentarme a esa fuerza desconocida que me amenazaba.
Mis revólveres estaban en las fundas de mi cadáver y por alguna razón inescrutable no podía acercarme para tomarlos. Mi carabina estaba en su funda, atada a mi montura, y como mi caballo se había ido, me hallaba abandonado sin medios de defensa. La única alternativa que me quedaba parecía ser la fuga, pero mi decisión fue abruptamente cortada por la repetición del sonido chirriante de lo que ahora parecía, en la oscuridad de la cueva y para mi imaginación distorsionada, estar deslizándose cautelosamente hacia mí.
Como ya me era imposible resistir un minuto más la tentación de escapar de ese lugar horrible, salté a través de la entrada con toda rapidez hacia afuera.
El aire vivificante y fresco de la montaña, fuera de la cueva, actuó como un tónico de acción inmediata y sentí que dentro de mí nacían una nueva vida y un nuevo coraje. Parado en el borde de la saliente me eché en cara yo mismo mi actitud por lo que ahora me parecía una aprensión absolutamente injustificable.
Poniéndome a razonar me di cuenta de que había estado tirado totalmente desvalido durante muchas horas dentro de la cueva; es más, nada me había molestado y la mejor conclusión a la que pude llegar razonando clara y lógicamente fue que los ruidos que había oído habían sido producidos por causas puramente naturales e inofensivas. Probablemente la conformación de la cueva fuese tal que apenas una suave brisa hubiese causado ese extraño ruido.
Decidí investigar, pero primero levanté mi cabeza para llenar mis pulmones con el puro y vigorizante aire nocturno de la montaña. En el momento de hacerlo, vi extenderse muy, pero muy abajo, la hermosa vista de la garganta rocosa, y al mismo nivel, la llanura tachonada de cactos transformada por la luz de la luna en un milagro de delicado esplendor y maravilloso encanto.
Pocas maravillas del Oeste pueden inspirar más que las bellezas de un paisaje de Arizona bañado por la luz de la luna: las montañas plateadas a la distancia, las extrañas sombras alternadas con luces sobre las lomas y arroyos, y los detalles grotescos de las formas tiesas pero aun hermosas de los cactos conforman un cuadro encantador y al mismo tiempo inspirador, como si uno estuviera viendo por primera vez algún mundo muerto y olvidado. Así de diferente es esto del aspecto de cualquier otro lugar de nuestra tierra.
Mientras estaba así meditando, dejé de mirar el paisaje para observar el cielo, donde millares de estrellas formaban una capa suntuosa y digna de los milagros terrestres que cobijaban. Mi atención fue de pronto atraída por una gran estrella roja sobre el lejano horizonte. Cuando fijé mi vista sobre ella me sentí hechizado por una fascinación más que poderosa. Era Marte, el dios de la Guerra, que para mí, que había vivido luchando, siempre había tenido un encanto irresistible. Mientras lo miraba, aquella noche lejana, parecía llamarme a través del misterioso vacío de la oscuridad para inducirme hacia él, para atraerme como un imán atrae una partícula de hierro. Mis ansias eran superiores a mis fuerzas de oposición. Cerré los ojos, alargué mis brazos hacia el dios de mi devoción y me sentí transportado con la rapidez de un pensamiento a través de la insondable inmensidad del espacio.
Hubo un instante de frío extremo y total oscuridad.
Mi llegada a Marte
Cuando abrí los ojos me encontré rodeado de un paisaje extraño y sobrenatural. Sabía que estaba en Marte. Ni una sola vez me pregunté si me hallaba despierto y lúcido. No estaba dormido, no necesitaba pellizcarme, mi subconsciente me decía tan sencillamente que estaba en Marte como a cualquiera le dice que está sobre la Tierra. Nadie pone en duda ese hecho. Tampoco yo lo hacía. Me encontré tendido sobre una vegetación amarillenta, semejante al musgo, que se extendía alrededor de mí en todas direcciones, más allá de donde la vista podía llegar. Parecía estar tendido en una depresión circular y profunda, a lo largo de cuyo borde podía distinguir las irregularidades de unas colinas bajas.
Era mediodía, el sol caía a plomo sobre mí y su calor era bastante intenso sobre mi cuerpo desnudo, pero aun así no era más intenso de lo que habría sido realmente en una situación similar en el desierto de Arizona. Aquí y allá había afloramientos de roca silícica que brillaban a la luz del sol, y algo a mi izquierda, tal vez a cien metros, se veía una estructura baja de paredes de unos dos metros de alto. No había agua a la vista ni parecía haber otra vegetación que no fuera el musgo. Como estaba algo sediento decidí hacer una pequeña exploración.
Al incorporarme de un salto recibí mi primera sorpresa marciana, ya que el mismo esfuerzo necesario en la Tierra para pararme, me elevó por los aires, en Marte, hasta una altura de cerca de tres metros. Descendí suavemente sobre el suelo, de todas formas sin choque ni sacudida apreciables. Entonces comenzaron una serie de evoluciones que aún en ese momento me parecieron en extremo ridículas. Descubrí que tenía que aprender a caminar, ya que el esfuerzo muscular que me permitía moverme en la Tierra, me jugaba extrañas travesuras en Marte. En lugar de avanzar en forma digna y cuerda, mis intentos por caminar terminaban en una serie de saltos que me hacían llegar fácilmente a un metro del suelo a cada paso para caer a tierra de narices o de espalda luego del segundo o tercer salto. Mis músculos, perfectamente armónicos y acostumbrados a la fuerza de gravedad de la Tierra, me jugaron una mala pasada en mi primer intento de hacer frente a la menor fuerza de gravedad y presión atmosférica de Marte.
Estaba decidido, sin embargo, a explorar aquella construcción baja que parecía ser la única evidencia de civilización a la vista, y así se me ocurrió el original plan de volver a los primeros principios de la locomoción: el gateo. Lo hice bastante bien y en poco tiempo llegué a la pared baja y circular de la construcción. Parecía no haber puertas ni ventanas del lado más cercano a mí, pero como la pared tenía poco más de un metro de alto, me fui poniendo cuidadosamente de pie y espié sobre la parte de arriba. Entonces descubrí el más extraño espectáculo que haya visto jamás.
El techo de la construcción era de vidrio sólido, de unos diez centímetros de espesor. Debajo había varios cientos de huevos enormes, perfectamente redondos y blancos como la nieve. Los huevos eran más o menos de tamaño uniforme y tenían alrededor de un metro de diámetro.
Cinco o seis ya habían sido empollados y las grotescas figuras que brillaban sentadas a la luz del sol bastaron para hacerme dudar de mi cordura. Parecían pura cabeza, con cuerpos pequeños, cuellos largos y seis piernas o, según me enteré más tarde, dos piernas, dos brazos y un par intermedio de miembros que podían servir tanto de una cosa como de otra. Los ojos estaban en los lados opuestos de la cabeza, un poco más arriba del centro, y sobresalían de tal forma que podían apuntar hacia adelante o hacia atrás y también en forma independiente uno del otro, lo cual le permitía a este extraño animal mirar en cualquier dirección o en dos direcciones al mismo tiempo, sin necesidad de mover la cabeza.
Las orejas, que estaban apenas un poco más arriba de los ojos y muy juntas, eran pequeñas, como antenas en forma de copa, y sobresalían no más de dos centímetros en esos pequeños especímenes. Sus narices no eran más que fosas longitudinales en el centro de la cara, justo en la mitad, entre la boca y las orejas. No tenían pelo en el cuerpo, que era de un color amarillento verdoso brillante. En los adultos, como iba a descubrir bien pronto, este color se acentúa en un verde oliva y es más oscuro en el macho que en la hembra. Más aún, la cabeza de los adultos no es tan desproporcionada con respecto al resto del cuerpo como en el caso de los jóvenes.
El iris de sus ojos es rojo sangre como el de los albinos, en tanto que la pupila es oscura. El globo del ojo en sí mismo es muy blanco, como los dientes. Estos últimos confieren una apariencia de mayor ferocidad a su aspecto ya de por sí espantoso y terrible: poseen unos colmillos enormes que se curvan hacia arriba y terminan en afiladas puntas a la altura del lugar en que se hallan los ojos de los humanos. La blancura de sus dientes no es la del marfil, sino la de la más nívea y reluciente porcelana. Contra el fondo oscuro de su piel color oliva, sus colmillos se destacan en forma aun más llamativa y dan a estas armas una apariencia singularmente formidable.
La mayoría de estos detalles los descubrí más tarde ya que no tuve tiempo para meditar en lo extraño de mi nuevo descubrimiento. Había visto que los huevos estaban en proceso de incubación y mientras observaba cómo estos espantosos monstruos rompían las cáscaras de los huevos no me percaté de una veintena de marcianos adultos que se aproximaban a mis espaldas. Como caminaban sobre ese musgo suave y silencioso que cubría prácticamente toda la superficie de Marte, con excepción de las áreas congeladas de los polos y los aislados espacios cultivados, podrían haberme capturado fácilmente. Sin embargo, sus intenciones eran mucho más siniestras. El ruido de los pertrechos del guerrero más próximo me alertó. Mi vida pendía de un hilo tan delgado que muchas veces me maravillo de haberme escapado tan fácilmente. Si el rifle del jefe de este grupo no se hubiera balanceado sobre la tira que lo sujetaba al costado de su montura de forma tal que chocase contra el extremo de la enorme lanza de metal, hubiera sucumbido sin siquiera imaginar que la muerte estaba tan cerca de mí. Pero ese leve ruido me hizo dar vuelta y allí, a no más de tres metros de mi pecho, estaba la punta de aquella enorme lanza. Una lanza de doce metros de largo, con una punta de metal fulgurante y sostenida por una réplica montada de los pequeños demonios que había estado observando.
¡Qué pequeños y desvalidos parecían ahora al lado de estas terroríficas e inmensas encarnaciones del odio, la venganza y la muerte! El hombre, de algún modo tengo que llamarlo, tenía más de cinco metros de alto y, sobre la Tierra, hubiera pesado más de doscientos kilos. Montaba como nosotros montamos en nuestros caballos, pero asiendo el cuello del animal con sus miembros inferiores, mientras que con las manos de sus dos brazos derechos sujetaba aquella inmensa lanza al costado de su cabalgadura. Extendía sus dos brazos izquierdos para ayudar a mantener el equilibrio, ya que el animal que montaba no tenía ni freno ni riendas de ningún tipo para su guía.
¡Y su montura! ¿Cómo describirla con términos humanos? Medía casi tres metros de alzada. Tenía cuatro patas de cada lado y una cola aplastada y gruesa, más ancha en la punta que en su nacimiento, que mantenía enhiesta mientras corría. Su boca ancha partía su cabeza desde el hocico hasta el cuello, grueso y largo.
Al igual que su dueño, estaba completamente desprovisto de pelo, pero era de un color apizarrado oscuro y extremadamente suave y brillante. Su panza era blanca y sus patas pasaban del apizarrado de su lomo y ancas a un amarillento fuerte en los pies. Estos eran muy acolchados y sin uñas, hecho que había contribuido a amortiguar su paso al acercarse. La multiplicidad de patas era una de las características comunes que distinguían a la fauna de Marte. El tipo humano más elevado y otro animal, el único mamífero que existía en Marte, eran los únicos que tenían uñas bien formadas, ya que allí no existía ningún animal con pezuñas.
Detrás de este primer demonio seguían otros diecinueve, iguales en todos los aspectos, pero —como más tarde me enteraría— con características individuales peculiares a cada uno de ellos, lo mismo que ocurre con los seres humanos, que nunca pueden ser idénticos a pesar de estar hechos en moldes muy similares.
Debo decir que esta escena, o mejor dicho esta pesadilla hecha carne, que he descrito con todo detalle, me produjo una conmoción en el terrible momento en que me di vuelta y los descubrí.
Desarmado y desnudo como estaba, la primera ley de la naturaleza se manifestó como la única solución posible a mi problema más urgente: alejarme del alcance de la punta de las lanzas enemigas. Por lo tanto, di un salto terrestre a la vez que superhumano para alcanzar la parte superior de la incubadora marciana.