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Authors: John Irving

Una mujer difícil (79 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Se alegraba de haber encontrado un pasaje, entre los innumerables que había subrayado su padre, que parecía complacer a los antiguos alumnos de Minty. Eddie eligió el último párrafo de
Vanity Fair
, pues Minty siempre había sido un gran admirador de Thackeray. «¡Ah!, vanitas vanitatum, ¿quién de nosotros es feliz en este mundo? ¿Quién de nosotros alcanza su deseo o, habiéndolo alcanzado, queda satisfecho? Venid, niños, cerremos la caja y las marionetas, pues nuestra función ha terminado.»

Entonces Eddie volvió al tema de la pequeña casa de sus padres, que compraron después de que Minty se retirara como docente, cuando él y Dot, por primera vez, se vieron obligados a dejar la vivienda propiedad de la escuela. La humilde casa estaba situada en una parte de la ciudad que Eddie no conocía, una calle estrecha, claustrofóbica, que podría ser cualquier calle de una pequeña población. Allí sus padres debían de sentirse muy solos, lejos de la impresionante arquitectura y los amplios terrenos de la escuela. La casa de los vecinos más próximos tenía una extensión de césped sin segar, sembrada de juguetes infantiles abandonados. Un gigantesco y oxidado sacacorchos, al que cierta vez encadenaron a un perro, estaba atornillado en el suelo. Eddie nunca había visto al perro.

Eddie consideraba una crueldad que sus padres hubieran pasado el crepúsculo de sus vidas en semejante entorno, pues sus vecinos más próximos no parecían exonianos. (En realidad; la dejadez del césped ofensivo había hecho pensar con frecuencia a Minty O'Hare que sus vecinos eran la consecuencia personificada de lo que el viejo profesor de inglés aborrecía por encima de todo: una deficiente educación media.)

Al empaquetar los libros de su padre, pues ya había puesto la casa en venta, Eddie descubrió sus propias novelas, que no estaban firmadas. ¡No había tenido el detalle de dedicárselas a sus padres! Le dolió comprobar que su padre no había subrayado un solo pasaje. Y al lado de sus obras, en el mismo estante, vio el ejemplar que la familia O'Hare poseía de
El ratón que se arrastra entre las paredes
, de Ted Cole, y que el conductor del camión de almejas había autografiado casi a la perfección.

No era de extrañar que Eddie se sintiera abatido cuando llegó a Nueva York para asistir a la lectura de Ruth. También había sido una carga para él que Ruth le hubiera dado la dirección de Marion. Era inevitable que finalmente intentara entrar en contacto con ella. Le había enviado sus cinco novelas, las mismas que no dedicó a sus padres, y había escrito en ellas: «Para Marion. Con amor, Eddie». Y añadió una nota al paquete, junto con el pequeño formulario verde que rellenó para la aduana canadiense.

«Querida Marion», escribió, como si le hubiera estado escribiendo durante toda su vida. «No sé si has leído mis libros, pero, como puedes ver, nunca has estado lejos de mis pensamientos.» Dadas las circunstancias, es decir, su creencia de que estaba enamorado de Ruth, sólo tuvo valor para decirle eso, pero era más de lo que le había dicho en treinta y siete años.

Cuando Eddie llegó a la YMHA de la Calle 92 y se sentó en el camerino, la pérdida de sus padres, por no mencionar su patético esfuerzo por establecer contacto con Marion, le había dejado prácticamente sin habla. Ya lamentaba haber enviado sus libros a Marion, y se decía que indicarle los títulos habría sido más que suficiente. (Ahora los mismos títulos le parecían un desdichado exceso.)
Trabajo de verano
,
Café y bollos
,
Adiós a Long Island
,
Sesenta veces
,
Una mujer difícil
.

Cuando Eddie O'Hare subió por fin al escenario del atestado salón de conciertos Kaufman y se colocó ante el micrófono, interpretó astutamente el silencio reverencial del público. Adoraban a Ruth Cole y todos coincidían en que su última novela era la mejor que había escrito. El público también sabía que aquélla era la primera aparición pública de Ruth desde la muerte de su marido. Por último, Eddie interpretó que en el silencio del público había cierta inquietud, pues no eran pocos los que sabían que Eddie podía hablar y hablar indefinidamente.

Así pues, se limitó a decir: «Ruth Cole no necesita presentación».

Pues sí, sin duda lo había dicho en serio. Bajó del escenario y se acomodó en el asiento que le habían reservado, al lado de Hannah. Durante la lectura de Ruth, Eddie miró hacia delante con estoicismo, desviando la mirada unos tres o cuatro metros a la izquierda del estrado, como si la única manera soportable de mirar a Ruth fuese tenerla constantemente en la periferia de su visión.

Hannah diría más adelante que Eddie lloraba sin poder contenerse. Su rodilla derecha se había humedecido debido a que le sostenía la mano. Eddie había llorado en silencio, como si cada palabra que Ruth pronunciaba fuese un golpe asestado en su corazón, un golpe que él aceptaba como merecido.

Luego no le vieron en el camerino. Ruth y Hannah fueron a comer solas.

—Eddie tenía un aspecto de suicida —comentó Ruth.

—Está colado por ti, y eso le está volviendo loco —replicó Hannah.

—No seas tonta, está enamorado de mi madre.

—¡Por Dios! —exclamó Hannah—. ¿Qué edad tiene tu madre?

—Setenta y seis.

—¡Sería obsceno que estuviera enamorado de una mujer de setenta y seis años! —dijo Hannah—. Eres tú, cariño. Eddie está chalado por ti, ¡de veras!

—Eso sí que sería obsceno —dijo Ruth.

Un hombre, que cenaba con una mujer que parecía su esposa, las miraba una y otra vez. Cada una creía que la mirada del desconocido se dirigía a la otra. En cualquier caso, convinieron en que no era un comportamiento correcto por parte de un hombre que estaba cenando con su mujer.

Cuando estaban pagando la cuenta, el hombre, no sin cierto titubeo, se aproximó a su mesa. Era treintañero, más joven que Ruth y Hannah, y bastante guapo, a pesar de su expresión avergonzada. Su profunda timidez parecía afectar incluso a su postura, pues cuanto más se aproximaba a ellas, tanto más se encorvaba. Su mujer seguía sentada a la mesa, con la cabeza entre las manos.

—¡Cielos! ¡Va a pegarte delante de su puñetera mujer! —le susurró Hannah a su amiga.

—Perdonen… —dijo el hombre, muy apurado.

—¿Qué se le ofrece? —le preguntó Hannah, y con la punta del zapato tocó la pierna de Ruth por debajo de la mesa, un gesto que significaba: «¿Qué te decía yo?»

—¿No es usted Ruth Cole? —inquirió el hombre.

—Tengamos la fiesta en paz —dijo Hannah.

—Sí, soy yo —respondió Ruth.

—Siento mucho molestarlas —musitó el hombre—, pero hoy es nuestro aniversario de boda y usted es la autora favorita de mi mujer. Ya sé que tiene por norma no firmar ejemplares, pero le he regalado a mi mujer su novela y la tenemos ahí. Discúlpeme por el atrevimiento, pero ¿sería tan amable de firmársela?

La esposa, abandonada en su mesa, estaba al borde de la humillación.

—Por el amor de Dios… —empezó a decir Hannah, pero Ruth se apresuró a levantarse.

Sentía deseos de estrechar la mano del hombre y la de su mujer. Incluso sonrió mientras firmaba el ejemplar. Era un gesto totalmente desacostumbrado en ella. Pero en el taxi, cuando regresaban al hotel, Hannah le dijo algo… Nadie como Hannah para darle a Ruth la sensación de que no estaba en condiciones de regresar al mundo tras su aislamiento.

—Puede que fuera su aniversario de boda, pero te miraba los pechos.

—¡No es verdad! —protestó Ruth.

—Todo el mundo lo hace, cariño. Será mejor que empieces a acostumbrarte.

Más tarde, en su suite del Stanhope, Ruth se resistió al deseo de telefonear a Eddie. Además, en el Club Atlético de Nueva York probablemente no responderían al teléfono a partir de cierta hora, o quizá querrían saber si llevaba chaqueta y corbata incluso para llamar.

Prefirió escribir una carta a su madre, cuya dirección en Toronto había memorizado.

«Querida mami —escribió—. Eddie O'Hare aún te quiere. Tu hija, Ruth.»

El papel con membrete del hotel Stanhope prestaba a la carta cierta formalidad, o por lo menos cierto distanciamiento, que ella no se había propuesto. Una carta así debería empezar con las palabras «Querida madre», pero ella había llamado a su madre «mami», lo mismo que Graham la llamaba a ella y que significaba para Ruth más que cualquier otra cosa. Supo que había entrado de nuevo en el mundo cuando entregó la carta al recepcionista del hotel, poco antes de emprender el viaje a Europa.

—Es para Canadá —señaló Ruth—. Por favor, asegúrese de que el franqueo sea correcto.

—Desde luego, señora —dijo el recepcionista.

Estaban en el vestíbulo del Stanhope, cuyo principal elemento decorativo era un reloj de péndulo muy vistoso, lo primero que Graham reconoció cuando entraron en el hotel de la Quinta Avenida. Ahora el botones empujaba un carrito con su equipaje ante la imponente esfera del reloj. El botones se llamaba Mel y siempre había tenido muchas atenciones con Graham. Fue el botones que estaba de servicio cuando se llevaron del hotel el cadáver de Allan. Probablemente Mel había echado una mano en aquella ocasión, pero Ruth no quería recordar nada de eso. Graham, cogido de la mano de Amanda, siguió al equipaje que cruzaba la puerta del Stanhope y salía a la Quinta Avenida, donde esperaba la limusina.

—¡Adiós, reloj! —exclamó el niño.

Mientras el vehículo arrancaba, Ruth se despidió de Mel.

—Adiós, señora Cole —dijo el botones.

«¡De modo que eso es lo que soy!», pensó Ruth Cole. No se había cambiado el apellido, por supuesto, pues era demasiado famosa para ello y nunca se habría convertido en la señora Albright. Pero era una viuda que aún se sentía casada, era la señora Cole. Y se dijo que sería la señora Cole para siempre.

—¡Adiós, hotel de Mel! —gritó Graham.

Se alejaron de las fuentes delante del Metropolitan, las banderas ondeantes y la marquesina verde oscuro del Stanhope, bajo la que un camarero se apresuraba a atender a la única pareja que no encontraba el día demasiado frío para sentarse a una de las mesas en la acera. Desde el punto de vista de Graham, hundido en el asiento trasero de la limusina oscura, el Stanhope se alzaba hacia el cielo, tal vez incluso llegaba al mismo cielo.

—¡Adiós, papá! —gritó el chiquillo.

Mejor que estar en París con una prostituta

Los viajes internacionales con un niño de cuatro años requieren una atención constante a nimiedades básicas que en casa se dan por sentadas. El sabor y hasta el color del zumo de naranja exigen una explicación. Un cruasán no siempre es un buen cruasán. Y el dispositivo para verter agua en el inodoro, por no mencionar exactamente cómo se limpia la taza o la clase de ruido que hace, llega a ser objeto de seria preocupación. Ruth tenía la suerte de que su hijo se había adiestrado para usar el lavabo, pero de todos modos le exasperaba la existencia de ciertas tazas en las que el niño no se atrevía a sentarse. Graham tampoco podía comprender el desfase debido al largo vuelo, pero lo sufría. Estaba estreñido y no entendía que eso era el resultado directo de su negativa a comer y beber.

En Londres, como los coches estaban en el lado de la calle contrario al que era habitual para ellos, Ruth no permitía a Amanda y Graham cruzar la calle, excepto para ir al pequeño parque cercano. Aparte de esta expedición tan poco aventurera, el niño y la canguro se pasaban el día confinados en el hotel. Y Graham descubrió que las sábanas del Connaught estaban almidonadas. Quiso saber si el almidón estaba vivo, pues a él, a juzgar por el tacto, así se lo parecía.

Cuando partieron de Londres rumbo a Amsterdam, Ruth deseó haber tenido en Londres la mitad de la valentía de Amanda Merton. El éxito de la enérgica muchacha había sido notable: Graham había superado el desfase horario, no estaba estreñido y ya no le asustaban los inodoros extraños, mientras que Ruth tenía motivos para dudar de que hubiera entrado de nuevo en el mundo siquiera con un vestigio de su autoridad de antaño.

En el pasado había reprendido a sus entrevistadores por no molestarse en leer sus libros antes de hablar con ella, pero esta vez sufrió la indignidad en silencio. Pasarte tres o cuatro años escribiendo una novela para después perder una hora o más hablando con un periodista que no se ha molestado en leerla… ¿Había algo que revelara mayor falta de dignidad? Y
Mi último novio granuja
no era precisamente una novela larga.

Con una docilidad totalmente impropia de ella, Ruth también había tolerado una pregunta repetida con frecuencia y muy predecible que no tenía nada que ver con su nueva novela, a saber, cómo se enfrentaba a su condición de viuda y si había algo en su experiencia real de la viudez que contradijera lo que había escrito sobre ese tema en su obra anterior.

—No —respondía la señora Cole, pensando en sí misma—. Todo es tan malo como lo había imaginado.

No le sorprendió a Ruth que, en Amsterdam, una pregunta «repetida con frecuencia y muy predecible» fuese la preferida entre los periodistas holandeses. Querían saber cómo había realizado la novelista su investigación en el barrio chino. ¿Se había escondido de veras en el ropero de la habitación de una prostituta y observado a ésta mientras hacía el amor con un cliente? («No, nada de eso», respondió Ruth.) ¿Había sido holandés su «último novio granuja»? («En absoluto», afirmó la autora. Pero incluso mientras hablaba, su mirada recorría la sala en busca de Wim, pues estaba segura de que acudiría.) ¿Y por qué, en primer lugar, una novelista considerada literaria se interesaba por las prostitutas? (Ruth respondió que personalmente no se interesaba por ellas.)

La mayoría de sus entrevistadores le dijeron que era una lástima que hubiera elegido De Wallen y no otros lugares de Amsterdam. ¿Acaso no le había llamado la atención ningún otro aspecto de la ciudad?

—No sean provincianos —respondía Ruth a quienes la interrogaban—.
Mi último novio granuja
no trata de Amsterdam. El personaje principal no es holandés. Tan sólo un episodio sucede aquí. Lo que le ocurre al personaje principal en Amsterdam le obliga a cambiar de vida. Lo que me interesa es la historia de su vida, sobre todo su deseo de cambiarla. Mucha gente tiene experiencias que les convencen de que deben cambiar.

Como era de prever, los periodistas le preguntaban entonces: ¿qué experiencias de esa clase ha tenido usted? y ¿qué cambios ha efectuado en su vida?

—Soy novelista —les decía entonces la señora Cole—. No he escrito unas memorias, sino una novela. Por favor, háganme preguntas sobre la novela.

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