Authors: John Irving
Allan a los cincuenta y cuatro añosJane se distrajo también observando a los niños más pequeños. No conocía a muchos de ellos, y algunos de los padres más jóvenes también le eran desconocidos. La maestra que había quitado a la niña el vibrátil consolador fue a sentarse al lado de la señora Dash. Jane no oyó lo que le decía, pues trataba de encontrar la mejor manera de formular su pregunta, si se atrevía a hacerla. («Cuando tomó en su mano esa cosa, ¿con qué intensidad se movía? Quiero decir, ¿era como una batidora, como un robot de cocina, o era… más suave que esos aparatos?») Pero, naturalmente, la señora Dash jamás haría semejante pregunta, y se limitó a sonreír. Finalmente la maestra se alejó.
Al atardecer, los niños más pequeños temblaban de frío. La playa adquirió un color de cáscara de huevo marrón, y la superficie del océano se tornó gris. También había niños ateridos en el aparcamiento, mientras la señora Dash y su hijo colocaban la cesta de la comida, las toallas y las esteras de playa en el maletero de su coche. Habían aparcado al lado del vehículo de Eleanor Holt y su hija. A Jane le sorprendió ver al segundo marido de Eleanor. Era un abogado especializado en divorcios, demasiado litigioso y que no solía asistir a los actos sociales.
Entonces empezó a soplar el viento y los niños más pequeños gimotearon. Un objeto de vivos colores, que parecía una balsa, echó a volar. Se había escapado de las manos de un chiquillo, y aterrizó sobre el techo del vehículo de Eleanor Holt. El abogado de divorcios sacó un brazo por la ventanilla para agarrar el objeto de colores, pero éste echó a volar de nuevo. Jane Dash lo atrapó en el aire.
Era una colchoneta parcialmente deshinchada, roja y azul, y el chiquillo que no había podido retenerla corrió al encuentro de la señora Dash.
—Quería que saliera el aire —explicó el pequeño—. Así no cabe en el coche. Entonces el viento se la llevó.
—Bueno, mira, voy a enseñarte un truco para que no vuelva a pasarte —le dijo la señora Dash.
Jane vio que Eleanor Holt se agachaba e hincaba una rodilla en el suelo para atarse el zapato. Su marido, el litigioso, se había sentado al volante, en una actitud dinámica, y la hija producto del esperma misterioso estaba sola y enfurruñada en el asiento trasero. Sin duda aquella reunión le había hecho volver a los horrores de su infancia.
Jane buscó un guijarro del tamaño apropiado en el aparcamiento. Desenroscó el tapón que cubría la válvula del aire de la colchoneta roja y azul, y fijó el guijarro en la válvula. La piedra empujó hacia abajo la aguja de la válvula y el aire salió con un siseo.
—¿Lo ves? —le dijo la señora Dash al chico, haciéndole una demostración—. Empujas el guijarro así. —El aire surgió de la colchoneta a chorritos entrecortados—. Y… si abrazas con fuerza la colchoneta, así, se desinflará más rápido.
Pero cuando Jane llevó a la práctica lo que decía, el aire hizo matraquear el guijarro contra la válvula. Eleanor oyó el sonido mientras se levantaba.
«¡Zzzt! ¡Zzzt! ¡Zzzt!», dijo la colchoneta hinchable roja y azul. La satisfacción del chiquillo se evidenció en su rostro. Para él era un sonido maravilloso. Pero la expresión de Eleanor Holt traslucía el reconocimiento súbito de que había quedado al descubierto. Su marido, al volante, volvió la cara, como si estuviera en un juicio, en dirección al sonido. Entonces la hija de Eleanor hizo lo mismo. Incluso el hijo de Jane Dash, que había tenido acceso en dos ocasiones a la vida íntima de Eleanor Holt, se volvió al reconocer el emocionante sonido. Eleanor miró fijamente a la señora Dash y luego a la colchoneta, que se desinflaba con rapidez, como una mujer a la que hubieran desnudado ante una muchedumbre.
—Sí, era hora de que saliera de nuevo al mundo —admitió Jane a la otra mujer.
No obstante, sobre el tema del «mundo» (en qué consistía y cuándo era hora de que una viuda entrara de nuevo en él sin problemas), la colchoneta hinchable roja y azul ofrecía una sola palabra de precaución: «¡Zzzt!».
Ruth había leído en un tono inexpresivo. A una parte del público pareció desconcertarle el «¡Zzzt!» final. A Eddie, que había leído el libro dos veces, le encantaba esa manera de concluir el primer capítulo, pero parte del público contuvo momentáneamente el aplauso, pues no estaban seguros de que el capítulo hubiera terminado. El tramoyista estúpido miraba boquiabierto el monitor de televisión, como si se dispusiera a ofrecer un epílogo, pero no dijo una sola palabra; ni siquiera hizo otro vulgar comentario sobre su incansable apreciación de los «melones» de la famosa novelista.
Fue Allan Albright el primero en aplaudir, incluso antes que Eddie. Como editor de Ruth Cole, Allan conocía bien el «¡Zzzt!» con el que terminaba el primer capítulo. El aplauso que siguió fue generoso, y lo bastante sostenido como para que Ruth pudiera fijarse en el solitario cubito de hielo que estaba en el fondo del vaso de agua. El hielo se había fundido en parte y había suficiente líquido para un solo trago.
El coloquio que siguió fue decepcionante. Eddie lamentó que, tras su entretenida lectura, Ruth tuviera que sufrir el chasco que siempre engendraban las preguntas del público. Y durante todo el coloquio Allan Albright la miró con el ceño fruncido… ¡como si ella pudiera haber hecho algo por elevar la inteligencia de las preguntas! Mientras leía, las expresiones animadas de Allan Albright sentado entre el público, la habían irritado… ¡como si el papel de éste consistiera en divertirla mientras ella leía!
La primera pregunta fue abiertamente hostil y estableció un tono del que no se librarían las preguntas y respuestas posteriores.
—¿Por qué se repite en sus novelas? —quiso saber un hombre joven—. ¿O acaso lo hace sin intención?
Ruth calculó que el hombre estaría cerca de la treintena. Las luces no eran lo bastante intensas para que ella pudiera distinguir su expresión exacta (estaba sentado casi al fondo de la sala), pero su tono no le había dejado duda a Ruth de que se estaba mofando de ella.
Después de haber escrito tres novelas, Ruth estaba familiarizada con las acusaciones de que sus personajes se «reciclaban» de un libro a otro, que éstos eran su «guiñol de excéntricos» y que los utilizaba en una novela tras otra. La novelista suponía que su nómina de personajes era en verdad bastante limitada, pero, según su experiencia, quienes acusan a un autor de repetición suelen referirse a un detalle que no les ha gustado la primera vez. Al fin y al cabo, incluso en literatura, si a uno le gusta algo, ¿por qué ha de poner objeciones a su repetición?
—Supongo que se refiere al consolador —respondió Ruth al joven que la acusaba. En su segunda novela también aparecía uno de esos artilugios, pero ninguno había asomado la cabeza, por así decirlo, en su primera novela. Sin duda, se decía Ruth, tal ausencia obedecía a un descuido. Prosiguió—: Sé que muchos hombres jóvenes se sienten amenazados por los consoladores, pero no deben preocuparse porque nunca serán sustituidos por completo. —Hizo una pausa para que el público se riera, y entonces añadió—: Y la verdad es que este consolador no es del mismo tipo que el de mi novela anterior. Estos cachivaches no son todos iguales, ¿sabe usted?
—Los consoladores no son las únicas cosas que se repiten en sus obras —comentó el joven.
—Sí, lo sé…, también las «amistades femeninas que fracasan» o perdidas y encontradas de nuevo —observó Ruth, y sólo después de haber hablado se dio cuenta de que había tomado una cita de la tediosa introducción de Eddie O'Hare.
Eddie, entre bastidores, se sintió primero muy complacido, pero luego se preguntó si Ruth se habría burlado de él.
—Los novios que son unos granujas —añadió el joven insistente. (¡Ése sí que era un tema jugoso!).
—El novio de
El mismo orfanato
es un hombre honrado —recordó Ruth a su lector hostil.
—¡No salen madres! —gritó una señora mayor.
—Ni padres tampoco —replicó secamente Ruth.
Allan Albright apoyaba la cabeza en las manos. Le había advertido que tuviera cuidado con el turno de preguntas, que si no podía dejar de lado una observación hostil o provocadora, si no renunciaba a meterse en camisa de once varas, lo mejor sería prescindir del coloquio. Y que no debía estar «tan dispuesta a devolver el golpe».
—Pero me gusta devolver el golpe —había replicado ella.
—Pues no debes hacerlo la primera vez, ni siquiera la segunda —le advirtió Allan.
Su lema era «sé amable dos veces». Ruth aprobaba esta idea, en principio, pero le resultaba difícil seguir el consejo.
Según Allan, era conveniente hacer caso omiso de las dos primeras groserías. Si alguien te provocaba o era abiertamente hostil por tercera vez, entonces le dabas su merecido. Tal vez este principio era demasiado «caballeroso» para que Ruth se atuviera a él.
La estampa de Allan con la cabeza entre las manos, prueba inequívoca de que estaba en desacuerdo con su actitud, irritó a Ruth. ¿Por qué se sentía tan a menudo inclinada a criticarle? En general, admiraba los hábitos de Allan, por lo menos sus hábitos de trabajo, y no dudaba de que ejercía una buena influencia sobre ella.
Lo que Ruth Cole necesitaba era un editor para su vida más que para sus novelas. (En este punto, incluso Hannah Grant se habría mostrado de acuerdo con ella.)
—¿Más preguntas? —inquirió Ruth.
Había procurado parecer jovial, incluso conciliadora, pero no podía ocultar la animosidad en su voz. No había formulado una invitación al público, sino que había lanzado un desafío.
—¿De dónde saca sus ideas? —preguntó algún alma inocente a la autora.
No veía a su interlocutor; era una voz extrañamente asexuada, perdida en la gran sala. Allan puso los ojos en blanco. Aquello era lo que él llamaba «la pregunta de la compra», la cómoda especulación de que uno compraba los ingredientes para fabricar una novela.
—Mis novelas no se basan en ideas —respondió Ruth—. No tengo ninguna idea. Empiezo con los personajes, lo cual me conduce a los problemas que ellos son propensos a tener, y esto, a su vez, siempre origina un relato.
(Eddie, entre bastidores, tenía la sensación de que debería tomar notas.)
—¿Es cierto que nunca ha tenido un trabajo, un empleo auténtico?
Volvía a ser el joven impertinente, el que le había preguntado por qué se repetía. Ella no le había provocado; aquel hombre volvía a asediarla sin que le hubiera invitado.
Era cierto que Ruth nunca había tenido un empleo «auténtico», pero antes de que pudiera responder a la insinuante pregunta, Allan Albright se levantó de su asiento y, dándose la vuelta, se dirigió al joven descortés que estaba al fondo de la sala.
—¡Ser escritor es un trabajo auténtico, gilipollas! —exclamó.
Ruth sabía que su editor había llevado la cuenta y, según sus cálculos, había sido amable dos veces.
Unos aplausos tibios siguieron al arranque de Allan. Cuando éste se volvió hacia el escenario, de cara a Ruth, le hizo la seña característica, movió el pulgar de la mano derecha a lo ancho de la garganta, como un cuchillo, lo cual significaba: «Vete de ahí».
—Gracias, muchas gracias de nuevo —dijo Ruth al público.
Camino de los bastidores, se detuvo una sola vez, para volverse y saludar al público agitando la mano. La gente aún aplaudía calurosamente.
—¿Cómo es que no firma ejemplares? —gritó el que la había acosado—. ¡Todos los demás escritores lo hacen!
Antes de que ella prosiguiera su camino, Allan se puso en pie de nuevo y se volvió. Ruth ya sabía que Allan haría un corte de mangas a su atormentador. Era muy proclive a hacer ese gesto.
Pensó que Allan le gustaba de veras, y que él se preocupaba mucho por su bienestar, pero no podía negar que también le irritaba.
Cuando estuvieron en el camerino, Allan la irritó una vez más.
—¡No has mencionado ni una sola vez el título del libro! —Eso fue lo primero que le dijo, y ella se preguntó si jamás daba un respiro a su papel de editor.
—Se me olvidó.
—Creía que no ibas a leer el primer capítulo —añadió Allan—. Me dijiste que lo considerabas demasiado cómico y que no era representativo del conjunto de la novela.
—Pues cambié de idea. De repente quise ser cómica.
—No has hecho mondarse a la gente de risa durante el coloquio —le recordó Allan.
—Por lo menos no he llamado «gilipollas» a nadie —dijo Ruth.
—Le concedí a ese tipo sus dos oportunidades —replicó Allan.
Una anciana con una bolsa de la compra llena de libros se había abierto paso hasta los bastidores. Mintió a alguien que había intentado detenerla, diciendo que era la madre de Ruth. También intentó mentir a Eddie, a quien encontró en el umbral del camerino, indeciso, como de costumbre, con medio cuerpo dentro y medio fuera. La anciana con la bolsa de la compra le tomó por un empleado.
—Tengo que ver a Ruth Cole —le dijo la anciana. Eddie vio los libros en la bolsa.
—Ruth Cole no firma ejemplares —le advirtió—. Nunca lo hace.
—Déjeme pasar, soy su madre —mintió la anciana.
Si alguien no necesitaba examinar con detenimiento a la anciana era precisamente Eddie. Calculó que tenía más o menos la edad actual de Marion, setenta y un años.
—Usted no es la madre de Ruth Cole, señora —le dijo.
Pero Ruth había oído decir a alguien que era su madre, y se apartó de Allan para ir a la puerta del camerino, donde la anciana le tomó la mano.
—He traído estos libros desde Lichtfield para que me los firme —dijo la mujer—. Eso está en Connecticut.
—No debería mentir diciendo que es la madre de alguien —le reconvino Ruth.
—Son para cada uno de mis nietos, ¿sabe?
La bolsa de la compra contenía media docena de ejemplares de las novelas de Ruth, pero antes de que la anciana pudiera empezar a extraerlos, Allan se le acercó y, poniéndole su manaza en el hombro, la empujó suavemente fuera de la estancia.
—Hemos anunciado que Ruth Cole no firma ejemplares —le dijo Allan—. No lo hace, y no hay más que hablar. Lo siento, pero si firmara sus libros, sería injusto con todas las demás personas que desean su autógrafo, ¿no le parece?
La anciana hizo caso omiso y no soltó la mano de Ruth.
—Mis nietos adoran todo lo que usted escribe —insistió—. No le llevará más de dos minutos.
Ruth permanecía inmóvil, como petrificada.
—Por favor —pidió Allan a la anciana, pero ésta, con una celeridad sorprendente, dejó en el suelo la bolsa de los libros y apartó de su hombro la mano de Allan.