Authors: John Irving
El bebé se llamaba Klaas, estaba en la fase indefinida de la infancia y su rostro hinchado parecía un objeto bajo el agua. La esposa, a quien él presentó a Ruth como «Harriet con diéresis», estaba también hinchada, pues acarreaba un exceso de grasa de su embarazo reciente. Las manchas en la blusa de la flamante madre indicaban que aún daba el pecho a la criatura y que los senos le goteaban. Pero Ruth percibió enseguida que aquel encuentro no hacía más que aumentar la desdicha de la mujer. Ruth se preguntó por qué a Wim se le había ocurrido traerla y presentársela.
—Es un niño realmente precioso —mintió Ruth a la pobre mujer de Wim.
Recordó lo mal que ella se sintió durante todo el año que siguió al nacimiento de Graham. Simpatizaba mucho con toda mujer que acababa de ser madre, pero su mentira sobre la supuesta belleza de Klaas Jongbloed no tuvo ningún efecto discernible en la desdichada madre de la criatura.
—Harriet no comprende el inglés —le explicó Wim a Ruth—. Pero ha leído tu nuevo libro en holandés.
¡De modo que de eso se trataba!, se dijo Ruth. La mujer de Wim creía que el novio granuja en la novela de Ruth había sido Wim, y éste no había hecho nada por disuadirla de esa interpretación. Puesto que, en la novela, el personaje de la escritora desea con ardor a su acompañante holandés, ¿por qué Wim tendría que haber disuadido a su mujer de que creyera tal cosa? Ahora allí estaba Harriet con diéresis y exceso de peso, con sus pechos goteantes, al lado de una Ruth Cole esbelta y en forma, una mujer mayor muy atractiva, ¡la cual, según creía la pobre esposa, era la ex amante de su marido!
—Le has dicho que fuimos amantes, ¿no es cierto? —preguntó Ruth a Wim.
—Bueno… ¿no lo fuimos de alguna manera? —replicó Wim tímidamente—. Quiero decir que dormimos juntos en la misma cama. Me dejaste hacer ciertas cosas…
—No hicimos el amor, Harriét —dijo Ruth a la esposa que no la entendía.
—Ya te he dicho que no entiende el inglés —insistió Wim.
—¡Pues díselo, coño!
—Le he contado mi propia versión —replicó Wim, sonriendo a Ruth.
Era evidente que la afirmación de que había hecho el amor con Ruth Cole le había dado a Wim cierta clase de poder sobre Harriet con diéresis. El aire alicaído de la mujer la dotaba de un aura suicida.
—Escúchame, Harriet —volvió a intentarlo Ruth—. Nunca fuimos amantes, no hice el amor con tu marido. Te está mintiendo.
—Necesitas a tu traductor holandés —le dijo Wim, ahora riéndose abiertamente de ella.
Fue entonces cuando Harry Hoekstra se dirigió a Ruth. La había seguido hasta el hotel sin que ella se diera cuenta, como hacía cada mañana.
—Puedo traducírselo —le dijo Harry—. Dígame lo que quiere decir.
—¡Ah, es usted, Harry! —exclamó Ruth, como si lo conociera de toda la vida y fuesen grandes amigos.
No conocía su nombre sólo por la mención que oyó en la librería, sino que también lo recordaba por haber leído en la prensa la noticia del asesinato de Rooie. Además, ella había escrito su nombre (poniendo mucho cuidado para no equivocarse) en el sobre que contuvo su testimonio.
—Hola, Ruth —le dijo Harry.
—Dígale que nunca he hecho el amor con el embustero de su marido —le pidió Ruth a Harry, el cual se puso a hablar en holandés con Harriet, dejándola no poco sorprendida—. Dígale que su marido se masturbó a mi lado, eso fue todo, y volvió a cascársela cuando creía que estaba dormida.
Mientras Harry seguía traduciendo, Harriet pareció animarse. Le dio el bebé a Wim, diciéndole algo en holandés al tiempo que empezaba a marcharse. Cuando Wim la siguió, Harriet le dijo algo más.
—Le ha dicho: «Sostén al crío, está mojado» —tradujo Harry a Ruth—. Y le ha preguntado: «¿Por qué querías que la conociera?»
Mientras la pareja con el bebé abandonaba el hotel, Wim dijo algo en tono quejumbroso a su airada esposa.
—El marido ha dicho: «¡Yo salía en su libro!» —le tradujo Harry.
Después de que Wim y su mujer se marcharan, Ruth quedó a solas con Harry en el vestíbulo…, con excepción de media docena de hombres de negocios japoneses que estaban ante el mostrador de recepción y se quedaron hipnotizados por el ejercicio de traducción que habían acertado a oír. No estaba claro qué era lo que habían entendido, pero miraban a Ruth y a Harry con temor reverencial, como si acabaran de presenciar un ejemplo de diferencias culturales que les resultaría difícil explicar al resto de Japón.
—De modo que… todavía me sigue —le dijo Ruth lentamente al policía—. ¿Le importaría decirme qué he hecho?
—Creo que usted lo sabe, y no está demasiado mal —replicó Harry—. Vamos a pasear un poco.
Ruth consultó su reloj.
—Tengo una entrevista aquí dentro de tres cuartos de hora —objetó.
—Estaremos de vuelta a tiempo —dijo Harry—. Será un paseo corto.
—¿Adónde vamos? —inquirió Ruth, aunque creía saberlo.
Dejaron las bolsas deportivas en recepción, y cuando doblaron para entrar en el Stoofsteeg, Ruth tomó instintivamente el brazo de Harry. Aún era bastante temprano y las dos mujeres gordas procedentes de Ghana estaban trabajando.
—Es ella, Harry —dijo una de ellas—. La has encontrado.
—Sí, es ella —convino la otra prostituta.
—¿Las recuerda? —preguntó Harry a Ruth. Seguía cogida de su brazo cuando cruzaron el canal y entraron en el Oudezijds Achterburgwal.
—Sí —respondió ella en voz baja.
En el gimnasio se había duchado y lavado la cabeza. Tenía el pelo un poco húmedo y no se le ocultaba que la camiseta de algodón no era una prenda adecuada para aquel clima. Se había limitado a vestirse para regresar al hotel desde el Rokin.
Llegaron al Barndesteeg, donde la joven prostituta tailandesa de cara en forma de luna tiritaba en el umbral de su habitación, tan sólo vestida con una combinación de color naranja. Había engordado desde la última vez que Ruth la vio, cinco años atrás.
—¿La recuerda? —preguntó Harry a la novelista.
—Sí —volvió a decir ella.
—Ésta es la mujer —le dijo la tailandesa a Harry—. Lo único que quería era mirar.
El travestido de Ecuador había abandonado el Gordijnensteeg y ahora tenía un escaparate en la Bloedstraat. Ruth recordó al instante la sensación de sus pechos, pequeños y duros como pelotas de béisbol. Pero esta vez tenía un aire tan claramente varonil que a Ruth le parecía mentira que alguna vez lo hubiera confundido con una mujer.
—Te dije que tenía unos pechos bonitos —le recordó el travestido a Harry—. Has tardado mucho en encontrarla.
—Dejé de buscarla hace unos años —replicó Harry.
—¿Estoy detenida? —le susurró Ruth al policía.
—¡No, claro que no! Sólo estamos dando un pequeño paseo.
Caminaron con rapidez, tanto que Ruth dejó de tener frío. Harry era el primer hombre, entre todos sus conocidos, que andaba más rápido que ella, y casi tenía que trotar para mantenerse a su altura. Cuando llegaron a la Warmoesstraat, un hombre que estaba a la entrada de la comisaría llamó a Harry, y pronto los dos intercambiaron gritos en holandés. Ruth no tenía idea de si hablaban o no de ella. Supuso que no, porque Harry no disminuyó la rapidez de sus pasos durante la breve conversación.
El hombre que estaba en la entrada de la comisaría era el viejo amigo de Harry, Nico Jansen. He aquí la conversación que habían tenido:
—¡Eh, Harry! Ahora que estás jubilado, ¿piensas emplear tu tiempo paseando con tu novia por tu antiguo lugar de trabajo?
—No es mi novia, Nico. ¡Es mi testigo!
—¡Joder! ¡La has encontrado! ¿Qué vas a hacer con ella?
—Tal vez casarme.
Harry le tomó la mano cuando cruzaron el Damrak, y Ruth le cogió nuevamente del brazo, al cruzar el canal sobre el Singel. No estaban lejos de la Bergstraat cuando ella se atrevió a decirle algo.
—Se ha olvidado de una. Hablé con otra mujer…, quiero decir ahí, en el distrito.
—Sí, ya lo sé, en el Slapersteeg —replicó Harry—. Era jamaicana. Se metió en líos y ha vuelto a Jamaica.
—Ah —dijo Ruth.
En la Bergstraat, la cortina del escaparate de Rooie estaba corrida. Aunque sólo era media mañana, Anneke Smeets estaba con un cliente. Harry y Ruth esperaron en la calle.
—¿Cómo se hizo ese corte en el dedo? —quiso saber el policía—. ¿Con un trozo de cristal?
Ruth empezó a contarle cómo había sucedido, pero se interrumpió.
—¡La cicatriz es demasiado pequeña! ¿Cómo la ha visto?
Él le explicó que la cicatriz aparecía con mucha claridad en una huella dactilar, y que, aparte del tubo de revestimiento Polaroid, ella había tocado uno de los zapatos de Rooie, el pomo de la puerta y una botella de agua mineral en el gimnasio.
—Ya —dijo Ruth, y siguió explicando cómo se hizo el corte—. Fue cuando tenía cuatro años, en verano…
Le mostró el dedo índice con la minúscula cicatriz. Para poder verla, él tuvo que sujetarle la mano con las suyas. Ruth estaba temblando.
Harry Hoekstra tenía los dedos pequeños y cuadrados, y no llevaba ningún anillo. Los dorsos de sus manos lisas y musculosas casi carecían de vello.
—¿No va a detenerme? —le preguntó Ruth de nuevo.
—¡De ninguna manera! —replicó Harry—. Tan sólo quería felicitarla. Ha sido una testigo muy buena.
—Podría haberla salvado si hubiera hecho algo, pero fui incapaz de moverme —dijo Ruth—. Podría haber echado a correr, o intentado golpearle, quizá con la lámpara de pie. Pero no hice nada. Estaba paralizada, aterrada.
—Hizo bien en no moverse —le aseguró Harry—. Aquel hombre las habría matado a las dos, o por lo menos lo habría intentado. Era un asesino, mató a ocho prostitutas, y no a todas ellas con la misma facilidad con que mató a Rooie. Si la hubiera matado a usted, no habríamos tenido un testigo.
—No sé… —dijo Ruth.
—Yo sí que lo sé. Hizo lo correcto, siguió viva, fue una testigo. Además, él casi la oyó…, dijo que hubo un momento en que oyó algo. Debió de moverse un poco.
A Ruth se le erizó el vello de los brazos al recordar que el hombre topo había creído oírla, ¡que la había oído!
—¿Habló usted con él? —preguntó Ruth en voz queda.
—Sí, poco antes de que muriese. Créame, fue una suerte que tuviera miedo.
La puerta de la habitación de Rooie se abrió, y un hombre con una expresión avergonzada en el semblante les miró furtivamente antes de salir a la calle. Anneke Smeets tardó unos minutos en arreglarse. Harry y Ruth aguardaron hasta que se colocó de nuevo detrás del escaparate. En cuanto los vio, Anneke abrió la puerta.
—Mi testigo se siente culpable —le explicó Harry a Anneke en holandés—. Cree que podría haber salvado a Rooie, de no haber estado demasiado asustada para abandonar el armario.
—Tu testigo sólo podría haber salvado a Rooie siendo su cliente —replicó la mujer, también en holandés—. Quiero decir que debería haber sido su cliente en vez del hombre que Rooie aceptó.
—Sé a qué te refieres —dijo Harry, pero no vio ningún motivo para traducírselo a Ruth.
—Tenía entendido que estabas jubilado, Harry —le dijo Anneke—. ¿Cómo es que todavía trabajas?
—No estoy trabajando —respondió Harry.
Ruth ni siquiera podía conjeturar de qué estaban hablando. Cuando regresaban al hotel, Ruth comentó:
—Esa chica ha engordado mucho.
—La comida es más saludable que la heroína —replicó Harry.
—¿Conoció usted a Rooie? —inquirió Ruth.
—Era amiga mía. En una ocasión estuvimos a punto de hacer un viaje juntos, a París, pero la cosa quedó en nada.
—¿Hizo alguna vez el amor con ella? —se atrevió a preguntarle Ruth.
—No, ¡pero no por falta de ganas! —admitió él.
Volvieron a cruzar la Warmoesstraat y entraron de nuevo en el barrio chino por el lado de la antigua iglesia. Sólo unos días antes las prostitutas sudamericanas habían estado allí tomando el sol, pero ahora sólo había una mujer en el quicio de su puerta. Como había refrescado, tenía puesto un largo chal alrededor de los hombros, pero cualquiera podía ver que debajo no llevaba nada más que el sostén y las bragas. La prostituta era colombiana y hablaba el creativo inglés que se había convertido en el idioma principal de De Wallen.
—¡Virgen Santa, Harry! —exclamó la colombiana—. ¿Has detenido a esa mujer?
—Sólo estamos dando un paseíto —dijo Harry.
—¡Me dijiste que te habías jubilado! —gritó la prostituta cuando ya la habían dejado atrás.
—¡Estoy jubilado! —gritó Harry a su vez. Ruth le soltó el brazo.
—Está usted jubilado —le dijo Ruth, en el mismo tono de voz que empleaba para leer en voz alta.
—Sí, es cierto —replicó el ex policía—. Al cabo de cuarenta años…
—No me dijo que estaba jubilado.
—Usted no me lo preguntó —argumentó el antiguo sargento Hoekstra.
—Si no me ha estado interrogando como policía, ¿en calidad de qué lo ha hecho exactamente? —inquirió Ruth—. ¿Qué autoridad tiene usted?
—Ninguna —respondió alegremente Harry—. Y no la he estado interrogando. Tan sólo hemos dado un pequeño paseo.
—Está usted jubilado —repitió Ruth—. Parece demasiado joven para eso. Dígame, ¿qué edad tiene?
—Cincuenta y ocho.
Una vez más, el vello de los brazos de Ruth volvió a erizarse, porque ésa era la misma edad que tenía Allan cuando murió. Sin embargo, Harry le parecía mucho más joven. Ni siquiera aparentaba los cincuenta, y Ruth ya sabía que estaba en muy buena forma.
—Me ha engañado —le dijo.
—En aquel ropero, cuando usted miraba por la abertura de la cortina, ¿estaba interesada como escritora, como mujer o como ambas cosas?
—Ambas cosas —respondió Ruth—. Todavía me está interrogando.
—Lo que quiero decirle es lo siguiente —dijo Harry—: Primero la seguí en calidad de policía. Más tarde me interesé por usted como policía y como hombre.
—¿Como hombre? ¿Está tratando de ligarme?
—También soy uno de sus lectores —siguió diciendo Harry, sin hacer caso de la pregunta—. He leído todo lo que usted ha escrito.
—Pero ¿cómo supo que yo era la testigo?
—«Era una habitación rojiza, más roja todavía a causa de la lámpara de vidrio coloreado» —citó Harry, una frase de su nueva novela—. «Estaba tan nerviosa que no servía de gran cosa» —siguió citando—. «Ni siquiera podía ayudar a la prostituta a colocar los zapatos con las puntas hacia fuera. Cogí tan sólo uno de los zapatos, y lo dejé caer enseguida.»