Authors: John Irving
—¿Qué ocurre, Allan? —le preguntó Ruth.
—Pues… —Con aquella actitud reacia—. Nada, en realidad. Puede esperar.
—Dímelo.
—Había algo en el correo de tus lectores —dijo Allan—. Normalmente nadie lo lee y nos limitamos a enviarlo a Vermont. Pero esa carta iba dirigida a mí, es decir, a tu editor, así que la leí. En realidad es una carta para ti.
—¿Uno de esos que me odian? —inquirió Ruth—. No me faltan, desde luego. ¿Sólo se trata de eso?
—Supongo que sí, pero es inquietante. Creo que deberías ver esa carta.
—La veré cuando vuelva —dijo Ruth.
—Podría enviártela por fax al hotel —le sugirió Allan.
—¿Es amenazante? ¿Alguien que me sigue los pasos?
Esa frase, «alguien que me sigue los pasos», siempre le producía un escalofrío.
—No, es una viuda…, una viuda enfadada —le informó Allan.
—Ah, bueno.
Era algo que ya esperaba. Cuando escribió acerca del aborto, ella que no había abortado, recibió cartas airadas de mujeres que sí lo habían hecho. Cuando escribió acerca del parto, sin haber sido madre, o sobre el divorcio, sin estar divorciada (ni casada)… en fin, siempre le enviaban esa clase de cartas. Personas que negaban la realidad de la imaginación, o que insistían en que la imaginación no era tan real como la experiencia personal. Era una vieja cuestión que se planteaba una y otra vez.
—Por el amor de Dios, Allan —le dijo Ruth—, no te preocupará que otro lector me conmine escribir de lo que conozco, ¿verdad?
—Esta carta es diferente.
—Muy bien, envíamela por fax.
—No quiero preocuparte —replicó él.
—¡Entonces no me la envíes! —repuso ella, irritada. Un pensamiento acudió de improviso a su mente y añadió—: ¿Es una viuda que me sigue los pasos o sólo una que está enfadada?
—Mira, voy a enviarte la carta por fax.
—¿Es algo que deberías mostrar al FBI? —le preguntó Ruth—. ¿Se trata de eso?
—No, no hay para tanto. En fin, no lo creo.
—Entonces envíame el fax.
—Estará allí cuando llegues —le prometió Allan—. Bon voyage!
¿Por qué las mujeres eran, sin excepción, los peores lectores cuando se trataba de algo que afectaba a su vida personal?, se preguntó Ruth. ¿Qué hacía suponer a una mujer que su violación (o su aborto, su matrimonio, su divorcio, la pérdida de un hijo o del marido) era la única experiencia que existía en el mundo? ¿O se trataba tan sólo de que la mayoría de los lectores de Ruth eran mujeres, y las mujeres que escribían a los novelistas y les contaban sus desastres personales eran las más desgraciadas de todas?
Ruth se sentó en la sala VIP de las lineas aéreas Delta y se aplicó un vaso de agua helada en el ojo amoratado. Su expresión preocupada, además de su lesión evidente, debió de ser lo que impulsó a otra pasajera, que estaba claramente bebida, a hablarle. La mujer, más o menos de la edad de Ruth, con el rostro tenso y pálido, tenía una expresión dura. Era demasiado delgada, una fumadora empedernida de voz rasposa y acento sureño, incrementado por el alcohol.
—Fuera quien fuese, chica, estás mejor sin él —le dijo la mujer.
—Es una lesión de squash.
La mujer entendió que se refería al fruto cucurbitáceo de corteza dura conocido por el nombre de squash.
—¿Te arreó un calabazazo? —le preguntó, arrastrando las palabras—. ¡Joder, debió de ser una calabaza bien dura!
—Sí, bastante dura —admitió Ruth, sonriendo.
Una vez a bordo del avión, Ruth se tomó dos cervezas, una tras otra. Cuando tuvo que orinar, se sintió aliviada al comprobar que el dolor había disminuido. Sólo viajaban otros tres pasajeros en primera clase, y el asiento contiguo al suyo estaba libre. Le dijo a la azafata que no le sirvieran la cena, pero que la despertaran para desayunar.
Se recostó en el asiento, se cubrió con la delgada manta y procuró acomodar la cabeza en la minúscula almohada. Tendría que dormir boca arriba o sobre el lado izquierdo, pues el lado derecho de la cara le dolía demasiado para dormir en esa postura. Lo último que pensó, antes de dormirse, fue que Hannah había vuelto a acertar: era demasiado dura con su padre. (Al fin y al cabo, como dice la canción, Ted era sólo un hombre.)
Por fin se durmió. Lo hizo sin interrupción hasta llegar a Alemania, y sus intentos por no soñar fueron vanos.
Allan tuvo la culpa. Ruth no se habría pasado la noche soñando con todas las demás cartas de lectores que la odiaban, o de quienes le seguían los pasos, si Allan no le hubiera hablado de la viuda enfadada.
Tiempo atrás, Ruth contestaba a todas las cartas de sus admiradores. El correo era muy copioso, sobre todo tras el éxito de su primera novela, pero ella hacía aquel esfuerzo. Nunca le habían molestado las cartas malintencionadas, y si el tono de una de ellas era incluso parcialmente burlón, la tiraba sin contestarla. («En general, a pesar de sus frases incompletas, iba leyendo su novela con mediana satisfacción, pero las repetidas incongruencias con las comas y el uso incorrecto de la palabra "esperanzadamente" acabaron por resultarme intolerables. Interrumpí la lectura en la página 385, donde el ejemplo más notorio de su estilo, similar a una lista de la compra, me detuvo y fui en busca de una prosa mejor que la suya.») ¿Quién se molestaría en contestar a semejante carta?
Pero las objeciones a la obra de Ruth eran más a menudo quejas sobre el contenido de sus novelas. («Lo que detesto de sus libros es que lo convierte todo en sensacional. En particular, exagera lo indecoroso.»)
En cuanto a lo que llamaban «indecoroso», Ruth sabía que a algunos lectores les bastaba con que escribiera sobre ello, y no digamos que lo exagerase. Por su parte, Ruth Cole no estaba del todo segura de que exagerase lo indecoroso. Lo que más temía era que lo indecoroso se hubiera convertido hasta tal punto en un lugar tan común que no fuese posible exagerarlo. Lo que a Ruth le creaba dificultades era que solía responder a las cartas amables, pero eran precisamente estas últimas las que la escritora debía poner más empeño en no contestar. Las más peligrosas eran las cartas en las que el lector afirmaba no sólo que le había encantado un libro suyo, sino también que esa obra le había cambiado la vida.
Existía una pauta. El remitente siempre expresaba un cariño imperecedero por uno o más libros de Ruth, y normalmente le decía que se había identificado con uno o más personajes de Ruth. Ella contestaba, agradeciendo su carta al lector. Éste escribía a su vez, y en la segunda carta se mostraba mucho más necesitado. Con frecuencia, un manuscrito acompañaba a la segunda carta. («Como me encantó su libro, sé que le gustará el mío»…, esa clase de cosas.) Era habitual que el remitente sugiriese un encuentro. La tercera carta expresaba lo dolido que se sentía el remitente porque Ruth no había respondido a la segunda carta. Tanto si la escritora respondía a la tercera como si no, la cuarta carta sería la colérica… o la primera de muchas coléricas. Ésa era la pauta.
Ruth pensaba que, en cierto modo, sus ex admiradores (los que se sentían decepcionados porque no podían llegar a conocerla personalmente) eran más temibles que los chinchosos que la odiaban desde el principio. La escritura de una novela exigía intimidad, requería una existencia prácticamente aislada. Por el contrario, la publicación de un libro era una experiencia alarmantemente pública. Ruth nunca se había desenvuelto bien en la parte pública de la actividad literaria.
—
Guten Morgen
[Buenos días]—le susurró al oído la azafata—.
Frühstück
… [Desayuno…]
Ruth se había despertado extenuada tras sus sueños, pero tenía apetito y el café olía bien.
Al otro lado del pasillo, un caballero se estaba afeitando. Sentado, se inclinaba por encima del desayuno para mirarse en un espejito de mano. El zumbido de la maquinilla eléctrica sonaba como un insecto contra una pantalla. Debajo de los pasajeros que desayunaban se extendía Baviera, cada vez más verde a medida que la nubosidad disminuía. Los primeros rayos del sol matinal disiparon la niebla. Había llovido durante toda la noche, y la pista estaría mojada cuando el aparato aterrizara en Munich.
A Ruth le gustaba Alemania tanto como sus editores alemanes. Aquél era su tercer viaje y, como de costumbre, le habían explicado de antemano los pormenores de su itinerario. Los entrevistadores habrían leído su libro.
En la recepción del hotel esperaban su pronta llegada, y su habitación estaba preparada. La editorial había enviado flores y fotocopias de las primeras críticas, que eran buenas. Ruth no tenía un gran dominio del alemán, pero por lo menos podía comprender las críticas. En Exeter y Middlebury había sido su única lengua extranjera. Los alemanes parecían apreciar que intentara hablar su lengua, aunque lo hiciera mal.
El primer día se obligaría a estar despierta hasta mediodía. Después se echaría una siesta. Dos o tres horas bastarían para superar el desfase horario después del vuelo trasatlántico. La primera lectura, aquella noche, tendría lugar en Freising. El fin de semana, después de las entrevistas, la llevarían por carretera desde Múnich a Stuttgart. Todo estaba claro.
¡Más claro de lo que siempre estaba en casa!, pensaba Ruth, cuando la empleada de la recepción le dijo: «Ah, y tenemos un fax para usted». La carta de la viuda enojada… Por un momento, Ruth la había olvidado del todo.
—
Willkommen in Deutschland
! [¡Bienvenida a Alemania!]—le dijo la recepcionista mientras Ruth se volvía para seguir al botones hacia el ascensor.
La carta de la viuda decía así:
»Querida: esta vez ha ido demasiado lejos. Es posible que sea cierto, como he leído en una de sus críticas, que tiene "un don satírico para coreografiar una serie poco común de males de la sociedad y debilidades humanas en un solo libro" o "para reunir las innumerables calamidades morales de nuestra época en la vida de un solo personaje". Pero no todo en nuestra vida es material cómico; existen ciertas tragedias que se resisten a una interpretación humorística. Ha ido usted demasiado lejos.
»Estuve casada durante cincuenta y cinco años —proseguía la viuda (Ruth llegó a la conclusión de que su difunto esposo había sido empresario de pompas fúnebres)—. Al morir mi marido, mi vida se detuvo, pues él lo significaba todo para mí. Al perderle, lo perdí todo. ¿Y qué decir de su propia madre, la señora Cole? ¿Cree usted que encontró la manera de tomarse cómicamente la muerte de sus dos hijos? ¿Cree que les dejó a usted y a su padre para llevar una vida divertida? (¿Cómo se atrevía a decir semejante cosa?, pensó Ruth Cole.)
»Escribe usted acerca del aborto, el parto y la adopción, pero nunca ha estado embarazada. Escribe sobre divorciadas y viudas, pero está soltera. Escribe sobre el momento apropiado para que una viuda reanude su contacto con el mundo, pero eso de ser viuda sólo durante un año es un camelo. ¡Yo seré viuda durante el resto de mi vida!
»Horace Walpole escribió cierta vez: "El mundo es una comedia para quienes piensan y una tragedia para quienes sienten". Pero el mundo real es trágico para quienes piensan y sienten. Sólo es cómico para quienes han tenido suerte.
Ruth pasó las páginas hasta el final de la carta y luego volvió al comienzo, pero no figuraba la dirección de la remitente. La viuda enojada ni siquiera había estampado su firma.
La carta terminaba así:
»Todo lo que me queda es la oración, y la incluiré a usted en mis plegarias. ¿No le parece un hecho revelador que, a su edad, nunca se haya casado? No se ha casado ni una sola vez. Rezaré para que se case. Tal vez tenga un hijo, tal vez no. Mi marido y yo nos queríamos tanto que no quisimos tener hijos, pues podrían haber estropeado nuestra relación. Más importante todavía, rezaré para que ame realmente a su marido… y para que lo pierda. Rezaré para que se convierta en viuda para el resto de su vida. Entonces sabrá hasta qué punto ha escrito falsamente sobre el mundo real.
En lugar de firma, la mujer había escrito: «Una viuda para el resto de su vida». Había una posdata que hizo estremecer a Ruth: «Tengo mucho tiempo para rezar».
Ruth envió un fax a Nueva York, preguntando a Allan si en el sobre de la carta figuraba el nombre o la dirección de la remitente, o por lo menos desde qué ciudad o pueblo la habían enviado. Pero la respuesta fue tan turbadora como la carta. La carta había sido entregada en mano en el edificio de Random House, sito en la Calle 50 Este. La recepcionista no recordaba a la mujer que entregó la carta en la editorial, ni siquiera sabía si se trataba de una mujer.
Si la viuda orante había estado casada durante cincuenta y cinco años, debía de tener setenta y tantos… ¡si no más de ochenta o noventa! Tal vez la enojada anciana disponía, en efecto, de mucho tiempo para rezar, pero no le quedaba mucho tiempo por vivir.
Ruth durmió durante la mayor parte de la tarde. La carta de la viuda despotricadora no era tan inquietante como había creído. Y tal vez era razonable, pues si un libro tiene algún valor, ha de ser una bofetada en la cara de alguien. Decidió que la carta de una vieja airada no iba a estropearle el viaje.
Pasearía, enviaría postales, escribiría en su diario. Salvo en la Feria del Libro de Francfort, donde le sería imposible relajarse, Ruth estaba dispuesta a recuperarse en Alemania. Las anotaciones en su diario y sus postales sugieren que lo logró hasta cierto punto. ¡Incluso en la Feria de Fráncfort!
La lectura en Freising no ha estado mal, pero no sé si yo misma o el público hemos sido más sosos de lo que esperaba. Luego cena en un antiguo monasterio con techos abovedados. Bebí demasiado.
Cada vez que estoy en Alemania recuerdo el contraste, en un lugar como el vestíbulo del Vier Jahreszeiten, entre los clientes del hotel bien vestidos (los hombres de negocios, siempre tan formales) y ese aspecto desgarbado de los periodistas, que parecen deleitarse en su desaliño como adolescentes empeñados en ofender a sus padres. Una sociedad desagradablemente enfrentada a sí misma, de una manera muy similar a la nuestra, pero al mismo tiempo por delante de nosotros e incluso más deteriorada.
O no he superado el desfase horario o una nueva novela empieza a fraguarse en el fondo de mi mente. Lo cierto es que no puedo leer nada sin saltarme muchas cosas. El menú del servicio de habitaciones, la lista de atractivos del hotel, el primer tomo de
La vida de Graham Greene
, de Norman Sherry, que no me había propuesto traerme aquí…, sin duda lo metí en la bolsa sin pensar. Lo único que puedo leer son las últimas líneas de párrafos que parecen importantes, esas frases finales antes de que la escritura dé paso al blanco de la página. Sólo de vez en cuando me llama la atención una frase en medio de un párrafo. Y soy incapaz de leer de una manera ordenada, pues mi mente sigue saltando hacia delante.