Una mujer difícil (49 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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—¿Por qué me enseñas esto? —le preguntó Scott.

—¿No te ponen cachondo? —inquirió ella.

—Tú me pones cachondo.

—Supongo que estimulan a mi padre —dijo Ruth—. Son las fotos de sus modelos…, se las ha tirado a todas ellas.

Scott pasaba rápidamente las fotos sin detenerse a mirarlas. Era difícil hacerlo si uno no estaba a solas.

—Aquí hay muchas mujeres.

—Mi padre se ha tirado a mi mejor amiga… Sí, ayer y anteayer —le dijo Ruth.

—Tu padre se ha tirado a tu mejor amiga… —repitió Scott, pensativo.

—Somos lo que un estudiante idiota especializado en sociología llamaría una familia disfuncional —comentó ella.

—Yo me especialicé en sociología —admitió Scott Saunders.

—¿Y qué aprendiste? —le preguntó Ruth, mientras dejaba las Polaroids en el cajón inferior.

El olor del líquido para revestir positivos Polaroid era lo bastante fuerte para provocarle arcadas. En cierta manera, era un olor todavía más desagradable que el de la tinta de calamar. (Ruth descubrió las fotos en el cajón inferior del escritorio de su padre cuando tenía doce años.)

—Decidí ir a la Facultad de Derecho, eso es lo que aprendí de la sociología —dijo el abogado pelirrojo.

—¿También has oído rumores sobre mis hermanos? —le preguntó Ruth—. Están muertos —añadió.

—Creo haber oído algo —respondió Scott—. Eso fue hace mucho tiempo, ¿no?

—Te enseñaré una foto de ellos —le dijo Ruth, tomándole de la mano—. Eran unos chicos muy guapos.

Subieron por la escalera enmoquetada, sin que sus pies hicieran el menor ruido. La tapa del vaporizador de arroz matraqueaba y la secadora también estaba en funcionamiento. Se oía sobre todo el ruido de algo que golpeaba el tambor giratorio de la secadora.

Ruth condujo a Scott al dormitorio principal, donde la gran cama estaba sin hacer. Ella casi podía ver las depresiones dejadas en las sábanas arrugadas por los cuerpos de su padre y de Hannah.

—Aquí están —dijo Ruth a su acompañante, señalando la foto de sus hermanos.

Scott contempló la imagen con los ojos entrecerrados, tratando de leer la inscripción latina encima del portal.

—Supongo que no estudiaste latín cuando te especializaste en sociología —le dijo Ruth.

—En derecho hay muchas expresiones latinas.

—Mis hermanos eran bien parecidos, ¿no crees? —inquirió Ruth.

—Sí, es cierto. Venite significa «venid», ¿no?

—«Venid acá, muchachos, y sed hombres» —le tradujo Ruth.

—¡Eso sí que es un desafío! —exclamó Scott Saunders—. Me gustaba más ser un muchacho.

—Mi padre nunca ha dejado de serlo —le confesó Ruth.

—¿Es éste el dormitorio de tu padre?

—Mira lo que hay en el cajón de arriba, el que está bajo la mesilla de noche —le pidió Ruth—. Vamos, ábrelo.

Scott titubeó, probablemente pensando que allí había más fotos Polaroid.

—No te preocupes, no contiene fotos —le aseguró Ruth. Scott abrió el cajón. Estaba lleno de preservativos en envoltorios de brillantes colores, y había además un tubo de gelatina lubricante.

—Bueno… Supongo que éste es, en efecto, el dormitorio de tu padre —dijo Scott, mirando a su alrededor con nerviosismo.

—Este cajón está tan lleno de cosas juveniles como no he visto nunca otro igual —dijo Ruth.

(Descubrió los preservativos y la gelatina lubricante en el cajón de la mesilla de noche de su padre cuando tenía nueve o diez años.)

—¿Dónde está tu padre? —le preguntó Scott.

—No lo sé —contestó Ruth.

—¿No esperas que venga?

—Supongo que vendrá mañana hacia las once —respondió Ruth.

Scott contempló los preservativos en el cajón abierto.

—Dios mío, no me he puesto un condón desde que iba a la universidad.

—Pues ahora vas a tener que ponértelo —replicó Ruth. Se quitó la toalla anudada a la cintura y se sentó desnuda en la cama deshecha—. Si te has olvidado de cómo funciona un condón, puedo recordártelo —añadió.

Scott eligió un preservativo con envoltorio azul. Besó a Ruth durante largo tiempo y se puso a lamerla durante más tiempo todavía. Ella no necesitaba en absoluto la gelatina que su padre guardaba en el cajón de la mesilla de noche. Tuvo un orgasmo poco después de que Scott la penetrara, y notó que él eyaculaba sólo un instante después. Durante casi todo el tiempo, y sobre todo mientras Scott la lamía, Ruth contempló la puerta abierta del dormitorio de su padre, aguzando el oído por si percibía las pisadas de Ted en la escalera o en el pasillo del piso superior, pero lo único que llegaba a sus oídos era el chasquido o golpeteo de la secadora. (La tapa del vaporizador de arroz ya no matraqueaba; el arroz estaba cocido.) Y cuando Scott la penetró y ella supo que iba a correrse, casi instantáneamente (el resto también terminaría con mucha rapidez), Ruth pensó: «¡Ven ahora a casa, papá! ¡Sube aquí y mírame ahora!».

Pero Ted no llegó a casa a tiempo de ver a su hija como a ella le hubiera gustado que la viera.

Hannah había puesto demasiada salsa para marinar las gambas, las cuales, además, habían permanecido en la marinada durante más de veinticuatro horas y ya no sabían a gambas. Pero esto no impidió que Ruth y Scott dieran cuenta de todas ellas, así como del arroz y las verduras fritas, junto con una especie de chutney de pepino que había conocido mejores tiempos. También tomaron una segunda botella de vino blanco y Ruth abrió otra de tinto para acompañar con el queso y la fruta. De esta última botella tampoco quedó ni una gota.

Comieron y bebieron sin más prenda que las toallas alrededor de la cintura, Ruth con los senos desafiantemente desnudos. Aún tenía la esperanza de que su padre entrara en el comedor, pero no lo hizo, y a pesar del compañerismo que se estableció durante la cena, tan bien provista de vino, con Scott Saunders, por no mencionar el aparente éxito de su intenso encuentro sexual, su conversación en la mesa era tensa. Scott le informó de que su divorcio había sido «amistoso» y que tenía una relación «afable» con su ex esposa. Los hombres recientemente divorciados solían hablar demasiado de sus ex mujeres. Si el divorcio había sido realmente amistoso, ¿para qué hablar de él?

Ruth le preguntó a qué clase de derecho se dedicaba, pero él respondió que no era interesante, algo relacionado con la propiedad inmobiliaria. También le confesó que no había leído sus novelas. Había intentado leer la segunda,
Antes de la caída de Saigón
, creyendo que se trataba de un relato bélico. De joven había hecho grandes esfuerzos para evitar que le llamaran al servicio militar durante la guerra de Vietnam, pero el libro le había parecido una «novela femenina», expresión que a Ruth siempre le hacía pensar en un surtido de productos para la higiene femenina.

—Trata de la amistad entre mujeres, ¿no? —le preguntó Scott, y le comentó que su ex mujer había leído todas las novelas de Ruth Cole—. Es una gran admiradora tuya.

(¡Otra vez la ex mujer!).

Entonces le preguntó a Ruth si «salía con alguien». Ella intentó hablarle de Allan, sin mencionar su nombre. Para ella, el tema del matrimonio era independiente de Allan. Le dijo a Scott que el matrimonio la atraía intensamente, pero al mismo tiempo temía que le resultara opresivo.

—¿Quieres decir que te produce más atracción que temor? —inquirió el abogado.

—¿Cómo dice ese pasaje de George Eliot? —replicó Ruth—. Cuando lo leí, me gustó tanto que lo anoté. «¿Existe algo más admirable para dos almas que la sensación de unirse para siempre…?» Pero…

—¿Estaba casado? —le preguntó Scott.

—¿Quién?

—George Eliot. ¿Estaba casado?

Ruth pensó que si se levantaba e iba a fregar los platos, tal vez él, aburrido, se marcharía.

Pero cuando estaba cargando el lavavajillas, Scott se puso detrás de ella y le acarició los pechos. Ella notó la presión del pene erecto a través de las dos toallas.

—Quiero hacértelo así, desde atrás —le dijo.

—No me gusta de esa manera —replicó ella.

—No me refiero al agujero inapropiado —le explicó Scott rudamente—. Hablo del sitio correcto, pero por detrás.

—Sé a qué te refieres —dijo Ruth. Scott le acariciaba los senos con tal insistencia que a ella le resultaba un poco difícil colocar las copas de vino en la bandeja superior del lavavajillas—. No me gusta por detrás… y punto —añadió.

—Entonces, ¿cómo te gusta?

Era evidente que él esperaba hacerlo de nuevo.

—Te lo enseñaré en cuanto termine de cargar el lavavajillas.

Ruth no había dejado abierta por casualidad la puerta principal, como tampoco encendidas las luces de la planta baja y del pasillo superior. También había dejado abierta la puerta del dormitorio de su padre, con la esperanza, cada vez menor, de que él regresara y la encontrara haciendo el amor con Scott. Pero eso no iba a ocurrir.

Se puso a horcajadas encima de Scott, y permaneció sentada sobre él durante largo tiempo. Mientras se movía en esta posición, Ruth estuvo a punto de adormilarse. (Ambos habían bebido demasiado.) Cuando percibió, por la rapidez de su respiración, que él estaba a punto de correrse, Ruth se desplomó sobre su pecho y, sujetándole de los hombros, le hizo dar la vuelta, de modo que quedara encima de ella, porque no soportaba ver la expresión que transformaba el rostro de la mayoría de los hombres cuando se corrían. (Ruth no sabía, claro, nunca lo sabría, que esa manera de hacer el amor fue la que su madre prefería con Eddie O'Hare.).

Permaneció en la cama, oyendo el ruido del lavabo cuando Scott arrojó el condón a la taza y tiró de la cadena. Después él regresó a la cama y se quedó dormido casi al instante. Ruth permaneció despierta, escuchando el sonsonete del lavavajillas. Estaba en el ciclo final de enjuague, y parecía como si dos copas de vino se restregaran una contra otra.

Scott Saunders se había dormido con la mano izquierda sobre el seno derecho de Ruth. No era precisamente cómodo, pero ahora que el hombre estaba profundamente dormido y roncaba, su mano ya no le sujetaba el seno, sino que más bien era un peso muerto encima de ella, como la pata de un perro dormido.

Ruth intentó recordar el resto del pasaje de George Eliot acerca del matrimonio. Ni siquiera sabía a qué novela del autor pertenecía la cita, aunque recordaba claramente que mucho tiempo atrás la había copiado en uno de sus diarios.

Ahora, mientras cedía al sueño, se le ocurrió que seguramente Eddie O'Hare sabía a qué novela pertenecía aquel pasaje. Por lo menos eso le daría una excusa para telefonearle. (En realidad, de haber llamado a Eddie, éste le habría dicho que no conocía el pasaje. No era un admirador de George Eliot. Eddie habría llamado a su padre. Minty O'Hare, aunque ya estaba jubilado, sabría a qué novela de George Eliot correspondía el fragmento.)

«… de fortalecerse mutuamente en toda dura tarea…», susurró Ruth, recitando el pasaje de memoria. No temía despertar a Scott, que roncaba ruidosamente. Y las copas de vino seguían tintineando en el lavavajillas. Había pasado tanto tiempo desde que sonara el teléfono que Ruth tenía la sensación de que el mundo entero se había dormido. Quienquiera que hubiera llamado de una manera tan insistente, se había dado por vencido.

«… apoyarse el uno en el otro en los momentos de aflicción…», había escrito George Eliot acerca del matrimonio. «Auxiliarse en el sufrimiento —recitó Ruth—, de entregarse como un solo ser a los silenciosos e inefables recuerdos en el momento de la última partida…» Eso le parecía a Ruth Cole una idea bastante buena, y finalmente se quedó dormida al lado de un hombre desconocido, cuya respiración era tan ruidosa como una banda de música.

El teléfono sonó una docena de veces antes de que Ruth lo oyera. Scott Saunders se despertó cuando ella respondió a la llamada. Ruth notó que la pata sobre su seno revivía.

—¿Sí? —dijo Ruth, y al abrir los ojos tardó un instante en reconocer el reloj digital de su padre.

También transcurrió un instante antes de que la pata que tenía sobre el pecho le recordara dónde estaba y en qué circunstancias… y por qué no había querido responder al teléfono.

—Estaba muy preocupado —le dijo Allan Albright—. Te he llamado una y otra vez.

—Ah, eres tú, Allan… —Eran las dos de la madrugada pasadas. El lavavajillas se había detenido, y la secadora mucho antes. La pata sobre su pecho se había convertido de nuevo en una mano y le sujetaba el seno con firmeza—. Estaba dormida —dijo Ruth.

—¡He llegado a temer que estuvieras muerta! —exclamó Allan.

—Me he peleado con mi padre y por eso no respondía al teléfono —le explicó Ruth.

La mano le había soltado el pecho, y ella vio que esa misma mano pasaba por encima de ella y abría el cajón superior de la mesilla de noche. La mano eligió un preservativo, otro de color azul, y también sacó el tubo de gelatina.

—He intentado llamar a tu amiga Hannah. ¿No iba a acompañarte? —le preguntó Allan—. Pero no salía más que la grabación del contestador automático… Ni siquiera sé si ha recibido mi mensaje.

—No hables con Hannah —le dijo Ruth—. También me he peleado con ella.

—Entonces, ¿estás ahí sola? —inquirió Allan.

—Sí, estoy sola —respondió Ruth.

Intentó tenderse de costado con las piernas bien apretadas, pero Scott Saunders era fuerte y consiguió ponerla de rodillas. Había aplicado suficiente gelatina lubricante al preservativo, de modo que penetró en ella con una facilidad pasmosa. Por un momento la dejó sin respiración.

—¿Qué? —dijo Allan.

—Me siento fatal —le dijo Ruth—. Ya te llamaré por la mañana.

—Podría reunirme contigo —le sugirió Allan.

—¡No! —exclamó Ruth, dirigiéndose tanto a Allan como a Scott.

Apoyó su peso en los codos y la frente. Persistió en el intento de tenderse boca abajo, pero Scott le tiraba de las caderas con tanta fuerza que a ella le resultaba más cómodo permanecer de rodillas. Su cabeza golpeaba una y otra vez contra la cabecera de la cama. Quería despedirse de Allan, pero tenía la respiración entrecortada. Además, Scott la había desplazado tan adelante que no llegaba a la mesilla de noche para colgar el teléfono.

—Te quiero —le dijo Allan—. Lo siento.

—No, soy yo quien lo siente —logró decir Ruth antes de que Scott Saunders le quitara el teléfono y colgara.

Entonces Scott le rodeó ambos senos con las manos, apretándoselos hasta hacerle daño, y copuló por detrás, como un perro, a la manera en que Eddie O'Hare había copulado con su madre.

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