Authors: John Irving
—¡Usted ha sido el tema de su trabajo sobre literatura inglesa para el examen de primer curso!
—¡Calla, Effie! —replicó la joven guapa. Era universitaria, se dijo Ted. Supuso que adoraba
La puerta en el suelo
.
—¿Cómo se titulaba tu trabajo? —le preguntó Ted.
—"Análisis de los símbolos atávicos de temor en
La puerta en el suelo
" —respondió la joven guapa, claramente avergonzada—. Verá, el niño no está seguro de que quiera nacer y la madre no está segura de que quiera tenerlo. Eso es muy tribal. Las tribus primitivas tienen esos temores. Y los mitos y cuentos de hadas de las tribus primitivas están llenos de imágenes como puertas mágicas, desapariciones de niños y personas tan asustadas que el pelo se les vuelve blanco de la noche a la mañana. En los mitos y cuentos de hadas aparecen muchos animales que pueden cambiar repentinamente de tamaño, como la serpiente, la serpiente también es muy tribal, desde luego…
—Desde luego —convino Ted—. ¿Qué extensión tenía ese trabajo?
—Doce páginas —le informó la muchacha—, sin contar las notas al pie y la bibliografía.
Sin contar las ilustraciones, tan sólo páginas manuscritas, mecanografiadas a doble espacio…
La puerta en el suelo
sólo tenía página y media, pero lo habían publicado como si fuese todo un libro, y a los estudiantes universitarios se les permitía escribir trabajos sobre la obrita. Menuda broma, se decía Ted.
Le gustaban los labios de la joven, su boca redonda y pequeña. Y tenía los pechos grandes, casi en demasía. Al cabo de pocos años tendría que controlar su peso, pero de momento la abundancia de sus carnes era atractiva y aún conservaba la cintura. A Ted le gustaba evaluar a las mujeres por su tipo físico. En la mayoría de los casos se creía capacitado para imaginar con exactitud lo que haría el tiempo con sus cuerpos. Aquella muchacha tendría un solo hijo y perdería la línea. También correría el riesgo de que las caderas se impusieran al resto del cuerpo, mientras que ahora su voluptuosidad estaba contenida, aunque a duras penas. Ted pensaba que, cuando tuviera treinta años, habría adquirido la misma forma de pera que su amiga, pero se limitó a preguntarle cómo se llamaba.
—Glorie, sin y griega final, sino con ie —respondió la guapa joven—. Y ésta es Effie.
«Yo te enseñaré algo atávico, Glorie», pensaba Ted. ¿No emparejaban a menudo en las tribus primitivas a muchachas de dieciocho años con hombres de cuarenta y cinco? «Yo te enseñaré algo tribal», siguió pensando, pero le dijo:
—¿No tenéis coche, por casualidad? Por increíble que parezca, necesito que alguien me lleve.
Por increíble que parezca, la señora Vaughn, tras perder de vista a Ted, había dirigido irracionalmente su considerable cólera hacia el valiente pero indefenso jardinero. Aparcó el coche, con el motor en marcha y mirando hacia fuera, a la entrada del sendero de acceso: el morro negro del reluciente capó del Lincoln con su rejilla plateada apuntaba hacia Gin Lane. La mujer permaneció sentada al volante durante media hora, hasta que al coche se le terminó el combustible, esperando que el Chevy modelo 1957 blanco y negro virase hacia Gin Lane desde Wyandanch Lane o desde la calle South Main. Creía que Ted no andaría lejos, pues, al igual que Ted, aún suponía que el amante de Marion («el chico guapo», como le consideraba la señora Vaughn) seguía siendo el chofer del escritor. Por ello la mujer puso la radio del coche y esperó.
La música sonaba en el interior del Lincoln negro; su volumen y la fuerte vibración que las notas bajas imprimían a los altavoces casi ocultaron a la señora Vaughn el hecho de que el vehículo se había quedado sin gasolina. Si el coche no se hubiera estremecido tan bruscamente en aquel momento, la mujer podría haber seguido esperando sentada al volante hasta la tarde, cuando trajeran a su hijo de regreso de su clase de tenis.
El agotamiento del combustible tal vez tuvo un efecto más importante, el de evitar al jardinero de la señora Vaughn una muerte cruel. El pobre hombre, que se había quedado sin escalera de mano, seguía atrapado en el inclemente seto de aligustres, donde el monóxido de carbono expelido por el tubo de escape del Lincoln primero le había mareado y luego había estado a punto de matarle. Se hallaba aturdido, pero consciente de que estaba medio muerto, cuando el motor se detuvo y una brisa fresca le reanimó.
Durante un intento anterior de bajar del alto seto, el tacón de la bota derecha se había trabado entre las ramas retorcidas, el jardinero había perdido el equilibrio y caído de cabeza en la espesura, con lo cual la bota se trabó todavía más en el interior del tenaz seto. El hombre se torció dolorosamente el tobillo y, colgado por el tacón en el seto enmarañado, se había estirado un músculo abdominal cuando trataba de desatarse la bota.
Eduardo Gómez, menudo y de origen hispano, con una barriga apropiadamente discreta, no estaba acostumbrado a realizar flexiones en un seto y colgado de un pie. Sus botas de caña le llegaban por encima del tobillo, y aunque el hombre hizo lo posible por enderezarse el tiempo suficiente para desatarse los cordones, no pudo soportar el dolor de la posición ni siquiera el tiempo imprescindible para aflojarlos. No había manera de quitarse la bota.
Entretanto, debido al volumen y a las vibrantes notas bajas de la radio del coche, la señora Vaughn no podía oír las llamadas de auxilio de Eduardo. El jardinero, penosamente suspendido, consciente de los gases que despedía el coche y que se iban acumulando en el seto denso y al parecer sin ventilación, estaba convencido de que el aligustre sería su tumba. Eduardo Gómez sería víctima de la lujuria ajena y de la proverbial «mujer desdeñada» por otro hombre. Al jardinero moribundo tampoco se le ocultaba la ironía de que los destrozados dibujos pornográficos de su patrona le hubieran conducido a aquella posición en el seto asesino. Si al Lincoln no se le hubiera terminado la gasolina, el jardinero podría haber sido la primera víctima mortal de Southampton ocasionada por la pornografía, pero mientras el monóxido de carbono le adormecía, Eduardo pensaba que sin duda no sería la última. Cruzó por su mente envenenada la idea de que Ted Cole merecía morir de aquella manera, pero no un inocente jardinero.
En opinión de la señora Vaughn, su jardinero no era inocente. Antes le había oído gritar: «¡Corra!». ¡Al advertir a Ted, Eduardo la había traicionado! Si el infortunado que colgaba del seto hubiera mantenido la boca cerrada, Ted no habría dispuesto de aquellos valiosos segundos adicionales. Pero Ted salió pitando antes de que el Lincoln negro irrumpiera en Gin Lane.
La señora Vaughn estaba segura de que le habría aplastado de la misma manera incontrovertible en que había derribado la señal de tráfico en la esquina de la calle South Main. ¡Por culpa de su desleal jardinero, Ted Cole había huido!
Así pues, cuando el Lincoln se quedó sin combustible y la señora Vaughn bajó del coche, primero cerrando bruscamente la portezuela y volviéndola a abrir porque se había dejado la radio encendida, oyó los gritos debilitados de Eduardo y su corazón se endureció al instante contra él. Pisoteó las piedrecillas del patio, estuvo a punto de tropezar con la escalera caída y contempló al traidor, el cual estaba ridículamente suspendido por un pie en medio del seto. A la señora Vaughn le irritó todavía más ver que Eduardo aún no había recogido los trozos de papel con aquellos dibujos reveladores. Además, el odio que sentía hacia el jardinero se fundaba en algo totalmente ilógico: sin duda el hombre había visto su terrible desnudez en los dibujos. (¿Cómo no iba a verla?) Odiaba a Eduardo Gómez como odiaba a Eddie O'Hare, quien también la había visto… sin ropa.
—Por favor, señora —le rogó Eduardo—. Si alza usted la escalera, si consigo aferrarme a ella, es posible que pueda bajar.
—¡Tú! —le gritó la señora Vaughn. Cogió un puñado de piedrecillas y las arrojó al seto. El jardinero cerró los ojos, pero el aligustre era tan tupido que no le alcanzó ninguna de las piedras—. ¡Le avisaste, enano repugnante! —Le arrojó otro puñado de grava, que fue igualmente inocuo. La imposibilidad de alcanzar al jardinero inmóvil y suspendido cabeza abajo la enfurecía más—. ¡Me has traicionado!
—Si le hubiera matado, habría ido usted a la cárcel —le dijo Eduardo, tratando de hacerla entrar en razón.
Pero la mujer se alejaba de él contoneándose, e incluso en su lamentable posición cabeza abajo el jardinero pudo ver que regresaba a la casa. Sus pasitos decididos, el culo pequeño y prieto… El jardinero sabía, antes de que ella llegara a la puerta, que iba a cerrarla de un portazo. Eduardo trabajaba desde hacía tiempo para ella y sabía que la dama tendía a las rabietas y era una veterana en dar portazos, como si el estrépito al cerrar bruscamente una puerta la consolara por su pequeña talla. El jardinero temía a las mujeres menudas, y siempre había imaginado que cedían a una cólera desproporcionada con relación a su tamaño. Su esposa era corpulenta y tenía una suavidad consoladora. Era una mujer afable, de talante generoso e indulgente.
—¡Limpia este desastre y luego lárgate! —le gritó la señora Vaughn a Eduardo, el cual pendía del seto totalmente inmóvil, como paralizado por la incredulidad—. ¡Hoy es tu último día en esta casa! ¡Estás despedido!
—¡Pero no puedo bajar! —le dijo él quedamente, sabiendo incluso antes de hablar que la puerta se cerraría con violencia mientras hablara.
A pesar del tirón muscular en el abdomen, Eduardo halló las fuerzas necesarias para superar su dolor. Sin duda le ayudó la sensación de que había sido tratado injustamente, pues logró realizar otra flexión, enderezarse y mantener la dolorosa postura el tiempo suficiente para desatarse la bota. Liberó el pie atrapado y cayó de cabeza a través del centro del seto, agitando brazos y piernas. Afortunadamente aterrizó a gatas entre las raíces y salió arrastrándose al patio, escupiendo ramitas y hojas.
Eduardo aún sentía náuseas, estaba mareado y de vez en cuando se quedaba aletargado a causa de los gases emitidos por el Lincoln. Además, una rama le había hecho un corte en el labio superior. Intentó andar con normalidad, pero no tardó en ponerse de nuevo a gatas y, en esta postura animaloide, se aproximó al surtidor obturado y sumergió la cabeza en el agua, haciendo caso omiso de la tinta de calamar. El agua estaba turbia y olía a pescado, y cuando el jardinero alzó la cabeza de la fuente y se escurrió el agua del cabello, tenía las manos y la cara de color sepia. Eduardo sintió deseos de vomitar mientras subía por la escalera de mano para recuperar su bota.
Entonces el aturdido jardinero renqueó sin objeto por el patio. Puesto que le habían despedido, ¿para qué iba a recoger los fragmentos de pornografía, tal como la señora Vaughn le había exigido? No veía por qué razón habría de realizar cualquier tarea para una mujer que no sólo le había despedido sino que también le había dejado abandonado a su suerte, sin que le importara que se muriese. No obstante, cuando decidió marcharse, se dio cuenta de que el Lincoln sin combustible obstruía el sendero. La camioneta de Eduardo, que siempre estaba aparcada fuera de la vista (detrás del cobertizo de las herramientas, el garaje y la dependencia auxiliar del jardín), no podría pasar por el lado del seto mientras el Lincoln bloqueara el camino. El jardinero tuvo que trasegar con un sifón gasolina de la máquina cortacésped a fin de poner en marcha el Lincoln y devolver el coche abandonado al garaje. Pero, por desgracia, esta actividad no le pasó desapercibida a la señora Vaughn.
La mujer se enfrentó a Eduardo en el patio, donde sólo el surtidor los separaba. La pileta de agua sucia era ahora tan desagradable como un estanque para pájaros en el que se hubiera ahogado un centenar de murciélagos. La señora Vaughn sostenía algo, un cheque, y el sufrido jardinero la miró cautelosamente. Renqueaba de costado, procurando que el surtidor estuviera siempre entre ellos, mientras la mujer empezaba a rodear el agua ennegrecida para ir a su encuentro.
—¿No quieres esto? —le preguntó la maligna mujercilla—. ¡Es tu última paga!
Eduardo se detuvo. Si iba a pagarle, tal vez se quedaría a recoger los jirones de pornografía. Al fin y al cabo, el mantenimiento de la finca de los Vaughn había sido su principal fuente de ingresos durante muchos años. El jardinero era un hombre orgulloso y aquella zorra en miniatura le había humillado. No obstante, pensó que si el cheque que le ofrecía era el de la última paga que recibiría de ella, la cantidad sería considerable.
Con la mano extendida, Eduardo rodeó cautamente la fuente sucia y se aproximó a la señora Vaughn, la cual le permitió que lo hiciera. Había llegado casi ante ella, cuando la mujer hizo varios dobleces en el cheque y, cuando tuvo la forma aproximada de un barco, lo arrojó al agua turbia. El cheque cayó en la nauseabunda pileta. Eduardo se vio obligado a vadearla para recoger el cheque, cosa que hizo con nerviosismo.
—¡Vete a tomar por el saco! —le gritó la señora Vaughn.
Nada más sacar el cheque del agua, Eduardo vio que la tinta se había corrido y no podía leer la cantidad ni la apretada firma de la señora Vaughn. Y antes de que pudiera salir del agua que hedía a pescado, supo, sin necesidad de mirar la altiva figura que se alejaba, que iba a dar otro portazo. El jardinero despedido secó el cheque nulo apretándolo contra los pantalones y se lo guardó en la cartera. No sabía por qué se molestaba. Eduardo dejó la escalera de mano en su lugar habitual, apoyada en la dependencia auxiliar del jardín. Vio un rastrillo que se había propuesto reparar, se preguntó por un momento qué debería hacer con él y lo dejó sobre la mesa de trabajo en el cobertizo de las herramientas. No le quedaba más que irse a casa, y se dirigía ya, renqueando lentamente, hacia su camioneta, cuando de repente vio las tres grandes bolsas para hojarasca que ya había llenado con los fragmentos de los dibujos rotos. Había calculado que los jirones restantes, cuando los hubiera recogido todos, podrían llenar otras dos bolsas.
Eduardo Gómez tomó la primera de las tres bolsas llenas y la vació sobre el césped. El viento hizo revolotear enseguida algunos pedazos de papel, pero el jardinero no estuvo satisfecho con los resultados y se puso a pisotear el montón de papel y a darle puntapiés, como un niño a un montón de hojas. Los largos jirones volaron por el jardín y cubrieron el estanque para pájaros. Los rosales plantados en el fondo del jardín, allí donde arrancaba el sendero que conducía a la playa, eran un imán para los pedazos de papel, los cuales se adherían a todo lo que tocaban como los adornos a un árbol navideño.