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Authors: John Irving

Una mujer difícil (59 page)

BOOK: Una mujer difícil
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—A nadie —respondió Ruth—. Me he perdido.

La mujer de la limpieza seguía trabajando con expresión malhumorada, pero las prostitutas que estaban ante el espejo, y la corpulenta que había tomado a Ruth del brazo y no se lo soltaba, se echaron a reír.

—Sí, se nota que te has perdido —le dijo la mujerona, y la condujo fuera del callejón.

Cada vez le apretaba más el brazo, como si le hiciera un masaje que ella no le había pedido o como si amasara pasta de una manera cariñosa, sensual.

—Gracias —le dijo Ruth, fingiendo que realmente se había perdido y la habían rescatado de veras.

—No hay ningún problema, encanto.

Esta vez, cuando Ruth cruzó de nuevo la Warmoesstraat, reparó en la comisaría. Dos policías uniformados conversaban con el hombre fornido de la cazadora que la había seguido. ¡Vaya, le habían detenido!, se dijo Ruth. Entonces conjeturó que aquel hombre con cierto aspecto de matón era un policía de paisano, pues parecía dar órdenes a dos agentes uniformados. ¡Ruth se sintió avergonzada y apretó el paso como si fuese una delincuente! De Wallen era un distrito pequeño. Se había pasado la mañana allí y, al final, había llamado la atención; la consideraban sospechosa.

Y a pesar de que prefería De Wallen por la mañana a lo que se convertía de noche, dudaba que fuese el lugar o la hora del día adecuados para que sus personajes abordaran a una prostituta y le pagaran a fin de que les permitieran mirarla mientras estaba con un cliente. ¡Podían pasarse toda la mañana esperando al primer cliente!

Pero ahora, poco antes del mediodía, apenas tenía tiempo para seguir andando más allá de la zona de su hotel, y se dirigió a la Bergstraat, donde esperaba encontrar a Rooie en su escaparate. Esta vez la prostituta había sufrido una transformación más ligera. El cabello pelirrojo tenía un tono menos anaranjado, menos cobrizo, y era más oscuro, más castaño rojizo, casi rojo oscuro, mientras que el sostén y las bragas eran blancuzcos, marfileños, y acentuaban la blancura de la piel de Rooie.

A la mujer le bastó con inclinarse para abrir la puerta sin bajar del taburete. Así pudo permanecer sentada en el escaparate mientras Ruth, que no estaba dispuesta a cruzar el umbral, asomaba la cabeza.

—Ahora no tengo tiempo de quedarme, pero quiero volver —le dijo a la prostituta.

—Muy bien —replicó Rooie, encogiéndose de hombros.

Su indiferencia sorprendió a Ruth.

—Anoche te busqué, pero había otra mujer en tu ventana —siguió diciendo Ruth—. Me dijo que estabas con tu hija.

—Todas las noches estoy con mi hija, y también los fines de semana. Sólo vengo aquí cuando ella está en la escuela.

—¿Qué edad tiene tu hija? —inquirió Ruth, esforzándose por ser amistosa.

La prostituta suspiró.

—Oye, no voy a hacerme rica hablando contigo.

—Perdona.

Ruth se retiró del umbral como si la otra la hubiera empujado.

—Ven a verme cuando tengas tiempo —le dijo Rooie antes de inclinarse y cerrar la puerta.

Sintiéndose estúpida, Ruth se reprendió a sí misma por esperar tanto de una prostituta. Por supuesto, el dinero era lo que ocupaba el lugar principal en la mente de Rooie, si no era lo único que le importaba. Ella intentaba tratarla como a una amiga, cuando todo lo que realmente había sucedido era que le había pagado por su primera conversación.

Ruth había caminado demasiado, sin haber desayunado siquiera, y a mediodía tenía un hambre voraz. Estaba segura de que en la entrevista había dado una imagen desorganizada. No pudo responder a una sola pregunta referente a
No apto para menores
ni a sus dos novelas anteriores sin abordar algún elemento de la novela que tenía entre manos: la ilusión de comenzar su primera novela en primera persona, la irresistible idea de una mujer que, al cometer un error de juicio, se humilla hasta tal extremo que emprende una vida del todo nueva. Pero mientras Ruth hablaba, se decía: «¿A quién pretendo engañar? ¡Todo esto trata de mí! ¿No he tomado ciertas decisiones erróneas? (Por lo menos una, hace poco…) ¿No voy a emprender una vida del todo nueva? ¿O acaso Allan no es más que la alternativa "segura" a una clase de vida que me atemoriza?». Durante su conferencia, que impartió al atardecer en la Vrije Universiteit (en realidad, fue su única conferencia; la revisaba una y otra vez, pero en esencia seguía siendo la misma), sus palabras le parecieron poco sinceras. Allí estaba ella, mostrándose partidaria de la pureza de la imaginación opuesta a la memoria, ensalzando la superioridad del detalle inventado en contraposición a lo meramente autobiográfico. Allí estaba ella, entonando un canto a las virtudes de crear unos personajes totalmente imaginados en vez de poblar la novela de amigos personales y miembros de la familia («ex amantes y esas otras personas, limitadas y decepcionantes, de la vida real»), y, sin embargo, de nuevo la conferencia le salió francamente bien. Al público siempre le gustaba. Lo que había comenzado como una discusión entre Ruth y Hannah le había prestado un gran servicio como novelista. La conferencia se había convertido en su credo.

Ruth afirmaba que su mejor detalle en la narración era un detalle seleccionado, no uno recordado, pues la verdad de la ficción no era tan sólo la verdad de la observación, que es tan sólo la del periodismo. El mejor detalle de la ficción era el que debería definir al personaje, el episodio o el ambiente. La verdad de la ficción era lo que debería haber sucedido en un relato, no necesariamente lo que sucedía en realidad o lo que había sucedido.

El credo de Ruth Cole era una declaración de guerra contra el
roman á clef
,
[1]
e implicaba el rechazo de la novela autobiográfica, cosa que ahora la avergonzaba, porque sabía que se estaba preparando para escribir su novela más autobiográfica hasta la fecha. Si Hannah siempre la había acusado de escribir sobre dos personajes, que correspondían a ellas dos, ¿sobre qué escribía ahora? ¡Estrictamente sobre un personaje correspondiente a Ruth que toma una decisión errónea, al estilo de Hannah!

Por ello le resultaba doloroso sentarse en un restaurante y escuchar los cumplidos de los que habían organizado la conferencia en la Vrije Universiteit, todos bienintencionados, pero unos tipos de lo más académico, que preferían las teorías y los comentarios teóricos a los aspectos prácticos de la narración. Ruth se reprendía a sí misma por proporcionarles una teoría de la ficción sobre la que ella albergaba ahora considerables dudas.

Las novelas no eran razonamientos. Una historia funcionaba o no por sus propios méritos. ¿Qué importaba que un detalle fuese real o imaginado? Lo que importaba era que el detalle pareciese real y que fuese sin discusión el mejor detalle para las circunstancias relatadas. Eso tenía poco de teoría, pero era todo a lo que Ruth podía comprometerse en aquellos momentos. Era hora de retirar su vieja conferencia, y su penitencia consistía en soportar los cumplidos que le dirigían por un credo superado.

Cuando, en vez de postre, pidió otro vaso de vino tinto, Ruth supo que había bebido más de la cuenta. En aquel mismo instante recordó también que no había visto al guapo muchacho holandés en la cola de personas que le pedían su autógrafo tras la disertación, lograda pero humillante. El chico le había dicho que estaría allí.

Ruth tenía que admitir que había esperado ver de nuevo al joven Wim… y tal vez hacerle hablar un poco. Desde luego, no se había propuesto coquetear con él, por lo menos en serio, y ya había decidido no acostarse con él. Tan sólo quería disponer de un poco de tiempo para charlar con él a solas, tal vez mientras tomaban un café por la mañana, a fin de descubrir qué le interesaba de ella, imaginarle como su admirador y, tal vez, su amante, fijarse en más detalles con respecto al guapo muchacho holandés. Pero él no se había presentado.

Supuso que al final se había cansado de ella, en cuyo caso lo comprendería, pues nunca se había sentido tan cansada de sí misma.

Ruth rechazó el ofrecimiento que le hicieron Maarten y Sylvia de acompañarla a su hotel. Por culpa de la novelista habían trasnochado el día anterior, y todos necesitaban acostarse temprano. Le pidieron un taxi y dieron instrucciones al taxista. Al otro lado de la calle, frente al hotel, en la parada de taxis del Kattengat, Ruth vio a Wim de pie bajo una farola, como un chico perdido que se hubiera separado de su madre en medio de una muchedumbre que luego se había dispersado.

«¡Piedad!», se dijo Ruth, mientras cruzaba la calle en busca del muchacho.

Por lo menos no se acostó con él… en el sentido habitual de esa expresión. Es cierto que pasaron la noche en la misma cama, pero Ruth no tuvo una verdadera relación sexual con él. También es cierto que se besaron y arrullaron, que ella permitió que le tocara los pechos, pero le paró los pies cuando el muchacho se excitó demasiado. Ruth se acostó con bragas y camiseta, no estuvo desnuda con él. No tenía la culpa de que el chico se hubiera desnudado por completo. Ella había ido al baño a cepillarse los dientes y ponerse las bragas y la camiseta, y cuando volvió a la habitación, él ya se había desvestido y metido en la cama.

Hablaron mucho. El joven se llamaba Wim Jongbloed y había leído varias veces todas las obras de Ruth. Quería ser escritor, como ella, pero no se había acercado a Ruth después de la conferencia en la Vrije Universiteit porque las opiniones de la novelista le habían anonadado. El chico escribía sin cesar una logorrea autobiográfica, y jamás había «imaginado» un relato o un personaje. Lo único que hacía era consignar sus tristes anhelos, su desdichada y vulgar experiencia. Cuando finalizó la conferencia deseaba suicidarse, pero lo que hizo fue ir a casa y destruir todos sus escritos. Arrojó a un canal sus diarios, pues eso era cuanto había escrito: diarios. Entonces telefoneó a todos los hoteles de primera clase de Amsterdam, hasta que descubrió dónde se alojaba Ruth.

Se sentaron a charlar en el bar del hotel, hasta que resultó evidente que iban a cerrarlo. Entonces ella lo llevó a su habitación.

—No soy mejor que un periodista —dijo Wim Jongbloed, con el corazón partido.

Ruth se estremeció al oír su propia frase en labios del muchacho. Durante la conferencia había dicho: «Si eres incapaz de inventar algo, no eres mejor que un periodista».

—¡No sé inventar un relato! —exclamó Wim, compungido. Lo más probable era que tampoco supiera escribir una frase aceptable, pero Ruth se sentía totalmente responsable de él. Y era muy guapo, con el espeso cabello castaño oscuro, los ojos también castaños y unas pestañas larguísimas. Tenía la piel muy suave, la nariz recta, el mentón fuerte, la boca en forma de corazón. Y aunque de cuerpo demasiado liviano para el gusto de Ruth, era ancho de hombros y pecho. Aún no había terminado de crecer.

Ruth empezó por hablarle de la novela que tenía entre manos, de los cambios constantes que introducía y de que eso era precisamente lo que una hacía para inventar una historia. Narrar no era más que una especie de sentido común intensificado. (Se preguntó de dónde había sacado esta idea, que sin duda no era suya.) Incluso confesó que había «imaginado» a Wim como el joven de su novela. Eso no significaba que fuera a hacer el amor con él. De hecho, quería que comprendiera que no iban a hacer el amor. Le bastaba con haber fantaseado al respecto.

Él le dijo que también había fantaseado… ¡durante años! En una ocasión se masturbó mientras contemplaba su foto en la sobrecubierta de un libro. Al oír esto, Ruth fue al baño, se cepilló los dientes y se puso unas bragas limpias y una camiseta. Y al salir del baño allí estaba él, desnudo en su cama.

No le tocó el pene ni una sola vez, aunque lo notó contra su cuerpo cuando se abrazaron. Era agradable tener al chico entre sus brazos. Y él fue muy cortés cuando abordó el tema de la masturbación, por lo menos la primera vez.

—Tengo que hacerlo —le dijo—. ¿Me permites?

—De acuerdo —respondió ella, y le dio la espalda.

—No, mirándote —le rogó el muchacho—. Por favor…

Ella se volvió en la cama para mirarle. Y le besó una vez en los ojos y en la punta de la nariz, pero no en los labios. Él la miraba con tal intensidad que Ruth casi podía creer que tenía de nuevo la edad del chico, y le resultaba fácil imaginar que así fue la relación de su madre con Eddie O'Hare. Éste no le había contado tales pormenores, pero ella había leído todas las novelas de Eddie y sabía bien que no se había inventado las escenas de masturbación. La capacidad de invención del pobre Eddie era prácticamente nula.

Wim Jongbloed movió rápidamente los párpados al correrse. Ella le besó entonces en los labios, pero no fue un beso largo, pues el azorado muchacho corrió al baño para lavarse la mano. Cuando regresó a la cama, se durmió con tal rapidez, la cabeza sobre los senos de Ruth, que ella se dijo: «¡Quizá me habría gustado probar también qué tal se me da eso!»

Llegó a la conclusión de que se alegraba de no haberse masturbado. De haberlo hecho, la relación con el chico habría sido más sexual, más cercana al acto. Le pareció irónico que necesitara establecer sus propias reglas y definiciones. Se preguntó si su madre habría necesitado un comedimiento similar con Eddie. Si Ruth hubiera tenido madre en los momentos en que más falta le hacía, ¿se habría encontrado en una situación como aquélla?

Una sola vez retiró la sábana y contempló al muchacho dormido. Habría podido mirarle durante toda la noche, pero incluso restringió el tiempo en que estuvo mirándole. Era una mirada de despedida, y bastante casta, por cierto, dadas las circunstancias. Decidió que no admitiría de nuevo a Wim en su cama, y a primera hora de la mañana el muchacho le afianzó en su resolución. Creyendo que ella aún dormía, volvió a masturbarse a su lado, y esta vez deslizó la mano bajo la camiseta y le apretó un seno. Cuando Wim fue al baño para lavarse la mano, ella fingió que seguía durmiendo. ¡Vaya con el pequeño sátiro!

Ruth le llevó a desayunar a un café, y luego fueron a un local al que él llamó «café literario» en el Kloveniersburgwal, para tomar más café. De Engelbewaarder era un establecimiento oscuro, con un perro pedorreante y dormido bajo una mesa y, en las únicas mesas a las que llegaba luz de las ventanas, media docena de hinchas de fútbol ingleses que bebían cerveza. Sus camisetas de futbolista, de un color azul brillante, promocionaban una marca de cerveza inglesa, y cuando otros dos o tres compañeros entraban y se unían a ellos, los saludaban con un fragmento de una canción llena de vigor. Pero ni siquiera esos esporádicos arranques melódicos podían despertar al perro o impedir su pedorreo. (Si De Engelbewaarder respondía a la idea que tenía Wim de un café «literario», Ruth no quería ver por nada del mundo lo que consideraba un bar de mala muerte.)

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